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Capítulo 9
La gran transformación, 1989-1999
EL 9 DE JULIO DE 1989, el presidente Alfonsín entregó el mando al electo Carlos Menem. Se trataba de la primera
sucesión constitucional desde 1928, y de la primera vez, desde 1916, que un presidente dejaba el poder al candidato
opositor. Por otra parte, comenzó un nuevo ciclo de sucesivos gobiernos peronistas. El presidente electo puso su sello
en la primera fase del segundo peronismo: el menemismo. Menem asumió en medio de la crisis hiperinflacionaria e
inició un vasto conjunto de reformas económicas y estatales, cuyas consecuencias se fueron manifestando
gradualmente. En 1995, fue reelecto, por cuatro años, luego de que la reforma constitucional de 1994 habilitara esa
posibilidad. En 1999, al fin de su mandato, entregó el poder a Fernando de la Rúa, candidato de la Alianza, una coalición
opositora que incluía a la UCR. El peronismo conservó importantes posiciones en los gobiernos provinciales y en el
Congreso. Nuevamente, los principios institucionales parecían consolidados.
Ajuste y reforma del Estado
Menem inició su gobierno en medio de una crisis formidable: la hiperinflación. Mientras todo el mundo convertía sus
australes en dólares, grupos de personas desesperadas asaltaron tiendas y supermercados, y la represión dejó varios
muertos. Con un fisco en bancarrota, moneda licuada, sueldos inexistentes y violencia social, quedó expuesta la
incapacidad del Estado para gobernar y hasta para asegurar el orden. Para Menem, además, estaba en cuestión el poder
que había ganado en las urnas y que debía legitimar con una gestión eficaz.
Lo nuevo no era la crisis, sino su violencia y espectacularidad. Para enfrentarla, existía una receta genérica, elaborada en
el mundo, reelaborada para América Latina en el llamado "Consenso de Washington", transmitida por el Fondo
Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial y difundida por economistas y periodistas, que fueron conformando
un nuevo sentido común: era necesaria una profunda transformación de la relación entre el Estado y la sociedad, tal
como estaba funcionando desde 1930. Los gastos del Estado benefactor eran excesivos. La solución consistía en una
drástica reforma y un ajuste del Estado, que a la vez suprimiera el déficit fiscal y liberara a la economía de una tutela
asfixiante. En 1989 la hiperinflación allanó las resistencias y convenció a todos de que no había alternativa a la reforma y
el ajuste.
Menem percibió el riesgo de la hiperinflación y también la oportunidad: había tanta necesidad social de orden público y
estabilidad que las reformas, hasta entonces rechazadas, resultarían tolerables, y además le permitirían reunir el apoyo
necesario para consolidar su poder. Debía ganar la confianza del establishment económico, pero no lo ayudaban ni sus
antecedentes ni tampoco su campaña electoral, de estilo peronista tradicional. Pero con notable audacia, apartándose
de su tradición ideológica y discursiva, anunció la necesidad de una "cirugía mayor sin anestesia", abjuró del
"estatismo", alabó la "apertura. También apeló a gestos casi desmedidos: se abrazó con el almirante Rojas, se rodeó de
los Alsogaray y confió el Ministerio de Economía a un alto directivo del grupo Bunge y Born, de quien se decía que traía
un plan económico salvador.. Quipor eso fue que, de entre las muchas formas de aplicar la receta eligió una simple,
tosca y destructiva.
El gobierno emprendió con decisión el camino de la reforma y el ajuste estatal. El Congreso sancionó dos grandes leyes,
que daban al Ejecutivo amplias prerrogativas. La ley de emergencia económica suspendió todo tipo de subsidios,
privilegios y regímenes de promoción, y autorizó el despido de empleados estatales. La de reforma del Estado declaró la
necesidad de privatizar una extensa lista de empresas estatales. De un plumazo se eliminó el llamado "capitalismo
asistido" y se redujo drásticamente el déficit fiscal.
El gobierno se concentró en la rápida privatización de la ENTEL y de Aerolíneas Argentinas. Perseguía varios propósitos:
demostrar voluntad y capacidad reformista, obtener dinero contante para el fisco, dar señales a los acreedores externos
y compensar a los contratistas que perdían sus prebendas. Así, se convocó a grupos mixtos, integrados por empresarios
locales, operadores internacionales expertos y banqueros que aportaban títulos de la deuda externa. Se aseguró a las
nuevas empresas un sustancial aumento de tarifas, escasas regulaciones y una situación casi monopólica. En términos
parecidos, en poco más de un año se habían privatizado la red vial, los canales de televisión, buena parte de los
ferrocarriles y de las áreas petroleras de YPF. También se proclamó la apertura económica.
Pese a la mejora en los ingresos, sobre todo por los fondos de las privatizaciones, no se alcanzó el equilibrio fiscal y la
inflación se mantuvo alta. A fines de 1989 se produjo una segunda hiperinflación. El nuevo ministro de Economía,
Antonio González actuó de manera drástica. Con el Plan Bonex se apropió de los depósitos a plazo fijo de los ahorristas,
que cambió por bonos en dólares de largo plazo. A eso agregó una fuerte restricción de los pagos estatales y de la
circulación monetaria. La inflación se redujo, pero a costa de una fortísima recesión que, al cabo de un año, había
deprimido los ingresos fiscales. Para solucionarlo, se apeló de nuevo a la emisión, y la inflación volvió a desatarse. A
fines de 1990, con la economía otra vez en estado crítico, estalló el escándalo del Swiftgate.
El embajador estadounidense denunció que el frigorífico Swift era presionado por miembros del círculo presidencial que
reclamaban coimas para permitir la sanción de determinados decretos. El tráfico de influencias, favorecido por la
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excepcionalidad de las medidas, era bien conocido. En este caso, la intervención del gobierno estadounidense provocó
una serie de cambios y rotaciones en el gabinete que, a principios de 1991, llevaron al Ministerio de Economía al
entonces canciller Domingo Cavallo.
Cavallo encaró el problema de la inflación mediante la trascendente ley de convertibilidad, que durante diez años
marcó las pautas de la economía. Se estableció una paridad cambiaria fija; emblemáticamente, un dólar equivaldría a un
nuevo "peso", y se prohibió al Poder Ejecutivo emitir moneda por encima de las reservas, de modo de garantizar esa
paridad. El Estado consiguió desalentar las perspectivas inflacionarias, pero a costa de renunciar a su más importante
instrumento de intervención en la economía. Los resultados inmediatos fueron muy exitosos: cayó la inflación y también
la fuga de divisas, volvieron capitales emigrados, bajaron las tasas de interés, hubo una rápida reactivación económica y
mejoró la recaudación fiscal.
La convertibilidad (drástica medida) fue reforzada por otras dos disposiciones. La reducción general de aranceles
concretó la apertura económica. Para mejorar rápidamente la recaudación fiscal, se elevaron los impuestos más fáciles
de cobrar (al Valor Agregado y a las Ganancias), a costa de mejorar el ahorro y la inversión. Por otra parte, la Dirección
General Impositiva (DGI) logró una mejor recaudación, persiguiendo a los evasores y el número tributario personal (la
Clave Única de Identificación Tributaria CUIT) se convirtió en el nuevo documento de identidad.
Con las cuentas fiscales mejoradas y con suficientes pruebas sobre la seriedad del rumbo adoptado, el Gob pudo
renegociar su deuda externa, en el marco del Plan Brady, acordando un plan de pagos razonable. La Arg volvió a ser
confiable para los inversores globales. Entre 1991-1994, entró al país una cantidad considerable de dólares, con los que
el Estado cumplió sus compromisos y saldó su déficit, y las empresas se reequiparon. La estabilidad lograda con la
convertibilidad potenció el primer proyecto reformista, retomado por el ministro Cavallo. Fue decisivo el apoyo del
presidente Menem, que se encargó sobre todo de lidiar con los viejos peronistas. Durante cuatro años, ambos se
potenciaron recíprocamente, combinando claridad en el rumbo con intuición política. Así fortalecido, el equipo
gobernante dejó de estar a merced de los humores de los operadores financieros, los acreedores o los grandes
empresarios, y pudo fijar un rumbo en forma independiente de sus requerimientos cotidianos.
Cavallo avanzó con firmeza en las reformas estructurales iniciadas en 1989, pero con más prolijidad. Para achicar el
déficit fiscal, el Estado nacional transfira las provincias la mayoría de los servicios de salud y educativos sin incluir los
recursos presupuestarios correspondientes. Se continuó con la venta de las empresas del Estado, pero la privatización
de las de electricidad, gas y agua incluyó garantías de competencia, mecanismos estatales de regulación y control y la
venta de acciones a particulares. YPF fue privatizada por etapas. Primero se la fraccionó, luego se vendieron las
acciones. Con los ingresos se saldaron deudas con los jubilados, lo que sirvió para atenuar las opiniones adversas.
En otros terrenos las resistencias disminuyeron el ímpetu reformista. Se encaró la privatización del régimen previsional,
lo que implicaba un problema fiscal inmediato, al perderse los aportes de los trabajadores; pero se esperaba un
beneficio en el mediano plazo, cuando estas nuevas empresas privadas de jubilación movilizaran una considerable masa
de ahorro interno. La reforma traía un cambio de criterio importante, pues se pasaba del conocido sistema basado en la
solidaridad intergeneracional a otro fundado en el ahorro personal. Hubo resistencias y finalmente se acordó mantener
en parte el régimen estatal. Similar criterio contemporizador se tuvo con la flexibilización del régimen laboral; los
sindicatos pudieron evitar cambios significativos, lo mismo que con la desregulación de las obras sociales. Con las
provincias se firmó un Pacto Fiscal, para que acompañaran la política de reducción de gastos.
La provincia de Buenos Aires recibió un sustancioso Fondo de Reparación Histórica del Conurbano Bonaerense, que
significó un millón de dólares por día. De ese modo, merced a la feliz coyuntura financiera internacional, mientras se
avanzaba en reformas irreversibles, se atenuaron sus efectos más duros. Vistos en la perspectiva de lo pasado y lo por
venir, fueron tres años dorados: el Producto Bruto creció en forma sostenida, a tasas más que respetables, la inflación
cayó drásticamente, creció la actividad económica y el Estado mejoró su recaudación y hasta gozó de un par de años de
superávit fiscal. El consumo se expandió, con créditos pactados en dólares.
Esta bonanza ocultó por un tiempo los aspectos s duros de la gran transformación, particularmente el desempleo.
Cada privatización estuvo acompañada de una elevada cantidad de despidos, sobre todo en las empresas estatales. Los
efectos se disimularon al principio, por las importantes indemnizaciones pagadas, pero explotaron a partir de 1995.
Cerraron muchas empresas privadas, que sufrieron la competencia de los productos importados; sobrevivieron las que
se tecnificaron, incorporaron nuevas maquinarias y redujeron su personal, y también las que se convirtieron en
importadoras. Otros sectores eran golpeados por el congelamiento de sus haberes, como los empleados estatales o los
jubilados, por el encarecimiento de los servicios públicos, debido a la privatización de las empresas o por los
cortocircuitos financieros de varios gobiernos provinciales.
Lejos de replegarse, en estos años el Estado desplegó una importante actividad, dirigida a aliviar los costos de la
transición a algunos sectores o empresarios seleccionados y a paliar las consecuencias sociales más duras. Sus medidas
fueron singulares y discrecionales, ajustadas a los criterios de focalización de la intervención estatal que difundía el
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Banco Mundial. La Secretaría de Desarrollo Social puso en marcha distintos planes destinados a lo que se llamó la
reconversión de los desocupados, pero fue una acción esporádica e ineficiente. Más consistente fue el apoyo a los
grandes empresarios. La industria automotriz recuperó casi todos sus beneficios, y los grandes exportadores,
perjudicados por el peso sobrevaluado, recibieron distintas compensaciones fiscales. Los contratistas del Estado
tuvieron el premio mayor: participar de las privatizaciones en condiciones ventajosas.
Hacia 1994, pasada la euforia, muchos de ellos ya podían advertir los límites de la transformación. La sobrevaluación del
peso, consecuencia de la convertibilidad, afectó a los exportadores. El gobierno había renunciado a las herramientas
tradicionales de compensación, como el crédito subsidiado o el manejo de las tarifas de los servicios públicos, y sólo
mantuvo los reintegros a las exportaciones que significaban para el fisco un costo no despreciable. La solución
tradicional -una devaluación que hiciera más competitiva la producción local- era imposible.
Para sobrevivir día a día, enjugar el déficit y honrar los compromisos con los acreedores externos, fijados en el Plan
Brady, eran indispensables nuevos préstamos. Y a la decisión no dependía del FMI sino de inversores globales, como los
grandes fondos de inversión, ágiles para encontrar en cada momento el rendimiento más alto en cualquier lugar del
mundo. Pero al apelar a este recurso, cualquier oscilación global produciría una cascada de efectos locales desastrosos:
por la convertibilidad, la economía argentina se había tornado extremadamente vulnerable.
Esa vulnerabilidad se manifestó a principios de 1995 por el "efecto Tequila": En la Argentina hubo un retiro masivo de
fondos externos, se precipitaron el déficit fiscal y la recesión, y la desocupación trepó al insólito nivel del 18%. El
gobierno actuó rápida y eficientemente: hubo una poda presupuestaria, reducción de sueldos estatales, fuerte aumento
de impuestos y un consistente apoyo del FMI y del Banco Mundial. En lo inmediato, la "crisis del Tequila" fue superada.
Pese a la corrida, el sistema bancario pudo ser salvado, aunque unos cuantos bancos cerraron o fueron vendidos.
Muchos de los dólares fugados retornaron. El Producto Bruto, que cayó en 1995, se recuperó en 1996 y avanzó con
fuerza en 1997.
Por su eficacia, el gobierno fue premiado electoralmente en 1995, y Menem fue reelecto con amplitud. Pero quedó
claro que la estabilidad económica dependía de la convertibilidad, y que no existía la opción de abandonarla.
Definitivamente, la economía argentina dependía del flujo de capitales externos y de las volátiles decisiones de los
inversores, cada vez más preocupados por los sucesivos derrumbes en los mercados emergentes. La restricción del flujo
de inversiones significó recesión, penuria fiscal y mayores dosis de ajuste. Por ese camino, quedó poco margen para lo
que hasta entonces había hecho Menem, con la tolerancia de los técnicos: distribuir un poco, compensar, acallar quejas,
ganar complicidades.
Quien primero sintió el impacto fue Cavallo. El ministro salió con éxito de la crisis de 1995. Inició una nueva serie de
privatizaciones, declaró la emergencia previsional y restringió los fondos transferidos a los gobiernos provinciales. Pero
Cavallo quedó en el ojo de la tormenta. Los políticos peronistas se hicieron eco del fuerte malestar social, que sumaron
a sus urgencias electorales, recordaron sus viejos discursos y desde el Congreso centraron sus baterías en el ministro.
Cavallo se enfrentó también con los allegados que rodeaban a Menem, con la ley de patentes medicinales, chocon
los senadores, encabezados por Eduardo Menem. Con sus acusaciones, instaló en la discusión blica el tema de la
corrupción gubernamental, que creció en los años siguientes. La relación con Menem se rompió, y en julio de 1996
Cavallo fue remplazado por Roque Fernández.
Formado en la ortodoxia liberal, Fernández se preocu principalmente del ajuste de las cuentas fiscales. Elevó los
impuestos, redujo el número de empleados públicos y recortó el presupuesto. Impullas privatizaciones pendientes y
vendió las acciones de YPF en poder del Estado. El sector político del gobierno, preocupado por las futuras elecciones
presidenciales, puso obstáculos. Así fracasó en el Congreso el proyecto sobre flexibilización laboral. Incluso fracasó
Menem, quien intentó sortear la resistencia con un Decreto de Necesidad y Urgencia, sorpresivamente objetado por la
Justicia. En 1997, en pleno tiempo electoral, Menem abandonó la reforma y su ministro de Trabajo acordó con los
gremialistas una ley intrascendente. Fernández siguió defendiendo la ortodoxia presupuestaria: se opuso a una ley
sobre mejoramiento salarial para los docentes y rechazó un proyecto de construcción de 10 mil km de autopistas, que
hubiera significado un rápido descenso de la desocupación, pero también un buen aumento del déficit. En vísperas de
elecciones decisivas el gobierno enfrentó el desafío de encontrar un balance entre los criterios fiscales del ministro de
Economía y los criterios electorales de los políticos.
La Jefatura
Luego de electo, en 1989, y mientras se ganaba la confianza del establishment, Menem procedió a ampliar los márgenes
de poder del Ejecutivo, estirando los límites de lo legal y hasta subvirtiendo algunas de sus instituciones. Las leyes de
emergencia y de reforma le dieron importantes atribuciones. Con la ampliación de la Corte Suprema se aseguró la
mayoría. Para eliminar controles y restricciones, removió a casi todos los miembros del Tribunal de Cuentas y al fiscal
general, redujo el rango institucional de la Sindicatura General de Empresas Públicas y desplazó o reubicó a jueces o
fiscales. Más tarde, cuando el Congreso empe a cuestionar algunas de sus iniciativas, Menem recurrió a los vetos
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parciales de las leyes y a los Decretos de Necesidad y Urgencia. Todo ello fue convalidado por representantes,
funcionarios y magistrados, quienes aceptaron esta delegación de autoridad en el presidente.
A eso le sumó un estilo de gobierno singular. Se concentró en la política, pero no se ocupó mucho de las cuestiones de
administración o gestión, que delegó en un grupo de colaboradores de destacada capacidad. "El jefe", como empezó a
llamárselo, concedía a sus fieles protección e impunidad, y distribuía con generosidad los frutos de un tráfico de
influencias practicado sin disimulo. Gradualmente la corrupción se hizo menos ostentosa, se confundió con el
tradicional sistema prebendario y se integró con la máquina política.
El talento de Menem se manifestó, sobre todo, en su capacidad para hacer que el peronismo aceptara las reformas, que
suponían un giro radical en sus tradiciones. El peronismo de 1989 ya no era el de antes. Luego de la derrota de 1983,
aceptó las nuevas condiciones de la democracia y se convirtió en un partido de organización territorial. El control de
gobernaciones e intendencias y de sus recursos permitió a los dirigentes políticos independizarse de los sindicalistas. Por
otra parte, en el nuevo contexto de pluralismo, se atenuó la identificación del peronismo con el "pueblo". Los
"enemigos del pueblo" pasaron a ser simplemente adversarios y en ese sentido se mantuvo la convivencia política
instalada en 1983.
Esos cambios no alteraron el tradicional criterio peronista de jefatura o liderazgo, aunque fue significativo que Menem
(el primer líder, luego de Perón) llegara allí por una elección interna. En la tradición de Roca, Yrigoyen o Perón, Menem
sumó los recursos de jefe partidario y presidente, para mandar sobre un conjunto de dirigentes y cuadros
acostumbrados a obedecer. De acuerdo con la tradicional "vocación frentista" del peronismo, Menem sumó apoyos
fuera del movimiento, adecuados para su nueva orientación (Alsogaray, Bernardo Neustadt).En suma, Menem demostró
que, para gobernar, en última instancia, podría prescindir del peronismo y de sus cuadros.
Los recursos del Estado prebendado fueron ampliamente usados para construir la jefatura. El movimiento "renovador"
se disolvió, y muchos de sus dirigentes se incorporaron a la caravana menemista. En la provincia de Buenos Aires,
Cafiero fue reemplazado por el vicepresidente Eduardo Duhalde. Ayudado por el Fondo de Reparación Histórica
Duhalde construyó en la provincia un sólido aparato político y se perfiló como candidato a la sucesión presidencial.
Entre los sindicalistas, Saúl Ubaldini intentó nuclear a los golpeados por las reformas pero Menem logró la adhesión de
otros sindicalistas.
En los comicios de 1991, Menem lanzó al ruedo a nuevos dirigentes. Estas elecciones fueron un éxito para el presidente
y convencieron a los dudosos de que el peronismo tenía un nuevo jefe. Por entonces Menem comenzó a hablar de la
"actualización doctrinaria" del peronismo: declaró que se apartaba de la línea histórica trazada por Perón -aunque
aseveró que el líder hubiera hecho lo mismo- y empezó a pensar en la posibilidad de su reelección. Fuera del peronismo,
la oposición política fue mínima. La UCR no pudo remontar el descrédito de 1989. En rigor, los radicales no sabían cómo
enfrentar a Menem, que llevaba adelante de manera brutal pero exitosa la política reformista que Alfonsín intentó
encarar en 1987.
En 1990 Menem clausuró el flanco militar y cerró el proceso iniciado en 1983. La cuestión militar tenía dos aspectos:
El castigo a los responsables del terrorismo de Estado y el sostenido reclamo de los "carapintadas. Antes de llegar al
gobierno, Menem había establecido sólidos contactos con ellos. A fines de 1989 los indultó dentro de su política más
general de reconciliación, completada en diciembre de 1990. Poco antes de este segundo indulto, los "carapintadas",
encabezados por Seineldín, se habían sublevado nuevamente, reclamando el cumplimiento de una promesa de Menem:
remover al alto mando militar y entregarles la conducción del Ejército. Menem ordenó una represión en regla y los
mandos militares acataron la orden.
Poco después asumió la jefatura del Ejército el Gral Balza, que acompañó a Menem hasta el final de su segundo
gobierno. Balza logró mantener la disciplina y la subordinación del Ejército al poder civil. El presupuesto militar fue
drásticamente reducido y se privatizaron numerosas empresas militares. En 1994 la muerte de Carrasco culminó en la
supresión del servicio militar obligatorio y su reemplazo por un sistema de voluntariado profesional.
En 1995, sorpresivamente, Balza realizó una crítica de la acción del Ejército en la represión clandestina, y afirmó que la
"obediencia debida" no justificaba los actos aberrantes cometidos. La declaración de Balza tuvo poco eco en las otras
armas y provocó reacciones hostiles en el Ejército, pero contribuyó al comienzo de la revisión de lo actuado durante el
Proceso. Un apoyo similar encontró Menem en la Iglesia, en el cardenal Quarracino. Un grupo de obispos comenzó a
reclamar políticas compensatorias. Quarracino moderó a este coro de disconformes, y evitó pronunciamientos masivos
de la Conferencia Episcopal; a su vez, Menem lo acompañó en la defensa de las posiciones más tradicionales. Así,
Menem se hizo aceptar por el grueso de la jerarquía eclesiástica.
Otro apoyo importante lo obtuvo de los presidentes estadounidenses de entonces. Menem estableció excelentes
vínculos personales con George Bush, los recreó rápidamente con Bill Clinton, y pudo acudir a ellos en busca de
respaldo. La Argentina abandonó el Movimiento de Países No Alineados, se clausuró el Proyecto Cóndor de construcción
de misiles, se respaldaron todas las posiciones internacionales de Estados Unidos y se lo acompañó en sus empresas
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militares. Involucrarse en las cuestiones de Medio Oriente tuvo un precio: dos terribles atentados con explosivos, uno
en la embajada de Israel y otro en la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA).
Pese a la dureza del ajuste, el gobierno enfrentó inicialmente escasa oposición a las reformas. Hubo algunos incipientes
movimientos de resistencia: trabajadores de empresas privatizadas, empleados de estados provinciales, jubilados y
docentes. La Central de Trabajadores Argentinos (CTA), no encuadrada en el peronismo, y luego el Movimiento de
Trabajadores Argentinos (MTA), peronista disidente, encabezado por Hugo Moyano, lograron coordinar sus protestas
en la Marcha Federal, de julio de 1993, y un posterior paro general al que no adhirió la CGT.
Desde 1991, Menem comenzó a plantear la cuestión de su reelección, lanzando la consigna "Menem 95". Se apoyó en el
precedente de un proyecto de Alfonsín para modernizar el texto constitucional. Menem trabajó con notable empeño en
su reelección, superó todo tipo de dificultades, políticas y personales y finalmente lo logró. No le fue fácil. En el
peronismo encontró reticencias entre quienes aspiraban a sucederlo, y el establishment económico temió por los
posibles conflictos aparejados. El problema principal estaba en el Congreso: la reforma constitucional debía ser
habilitada en ambas Cámaras. En 1993, Menem logró la aprobación del Senado, y convocó a una consulta popular, no
vinculante, para presionar a los diputados de la oposición. También exploró la posibilidad de hacerla aprobar por ley,
contando con la futura convalidación de la Corte. La UCR estaba dividida, pues Alfonsín se oponía, pero los
gobernadores radicales eran más proclives a un entendimiento.
Sorpresivamente, en noviembre de 1993, Menem y Alfonsín acordaron en secreto (el "Pacto de Olivos") las condiciones
para la reforma constitucional, que habría de contener la cláusula de reelección y una serie de modificaciones
impulsadas por la UCR para modernizar el texto y reducir el margen de discrecionalidad presidencial: elección directa,
con balotaje, reducción del mandato a cuatro años, con la posibilidad de una reelección consecutiva, creación del cargo
de jefe de Gabinete, designación de los senadores por voto directo, elección directa del jefe de Gobierno de la Ciudad
de Buenos Aires, creación del Consejo de la Magistratura y reglamentación de los Decretos De Necesidad y Urgencia. El
partido radical lo aceptó a regañadientes, pero en el resto del ámbito opositor el rechazo fue importante.
En las elecciones para convencionales de abril de 1994 el justicialismo perdió votos y la UCR sufrió un fuerte drenaje en
beneficio del Frente Grande, opuesto a la reforma. Era una fuerza política nueva, que reunió a los peronistas disidentes,
grupos socialistas y democristianos, y militantes de organizaciones de derechos humanos. En la Convención los partidos
mayoritarios respetaron el acuerdo y aprobaron en bloque las coincidencias básicas, que debían luego ser
reglamentadas por el Congreso.
A principios de 1995, la "crisis del Tequila" dio nueva fuerza a la campaña reeleccionista, pues Menem pasó a encarnar
en la opinión el orden y la estabilidad, amenazados por la crisis. En las elecciones enfrentó a una UCR debilitada y a una
nueva fuerza, el Frente para un País Solidario (Frepaso), que sumaba al Frente Grande un nuevo grupo peronista
disidente encabezado por el ex gobernador mendocino Bordón. Menem derrotó a la fórmula Bordón-Alvarez. El triunfo
de Menem fue muy claro.
Un país transformado
Al finalizar la década de los noventa, estaba claro que la Argentina era un país nuevo muy distinto a la vieja Argentina,
vital y conflictiva. El sentido total de esa transformación no fue claramente percibido por los contemporáneos, sobre
todo porque lo mucho que se derrumbaba era más visible que lo que apenas comenzaba a emerger. Las políticas de la
década menemista contribuyeron a esa transformación, pero no fueron el único factor. El cambio estaba en marcha
desde mediados de los años setenta, por razones que también hacen a procesos de la sociedad local y del mundo.
Menem le dio un fuerte impulso al cambio y creó un modelo de gestión política, social y económica que se mantuvo en
la década siguiente.
En la economía, los cambios fueron consecuencia de las reformas del gobierno de Menem, y también del cese de la
inflación. En ciertos sentidos, los cambios profundizaron el giro iniciado en 1976. El Estado redujo la asistencia estatal a
muchos sectores a través de promociones o subsidios, hubo una apertura de la economía a los capitales y a los bienes
importados, y se promovieron las exportaciones. Las consecuencias fueron variadas.
El golpe más fuerte lo recibió el tradicional sector industrial volcado al mercado interno, surgido como consecuencia de
las políticas de sustitución de importaciones. Una parte importante de las empresas debió cerrar y sólo sobrevivieron
las que pudieron reconvertir sus procesos de producción y adecuarse a los nuevos estándares mundiales. Algunas se
convirtieron en importadoras; muchas se vendieron a empresas extranjeras. Estas empresas ocupaban tradicionalmente
a muchos trabajadores, de modo que los cierres y la tecnificación produjeron una considerable reducción en el nivel de
ocupación, que sumado a los despidos en las empresas estatales privatizadas, conformó un importante primer gran
contingente de desocupados, cuya magnitud fue desde entonces uno de los rasgos dominantes de la nueva Argentina.
Hubo también ganadores, sobre todo entre quienes consiguieron aprovechar las nuevas prebendas estatales o
mantener las antiguas. Los grandes grupos nacionales, contratistas del Estado, se asociaron con los consorcios
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internacionales para adquirir las empresas del Estado. Se trató de un negocio ocasional. Las automotrices encontraron
su solución integrando su producción con plantas brasileñas al amparo del Mercosur. Éste comenzó a funcionar
eficientemente y también fue aprovechado por otras empresas exportadoras. El gobierno alentó en especial las
exportaciones mediante subsidios, destinados a los grupos fabricantes de celulosa, aluminio o acero, los productores de
aceite o golosinas y las empresas petroleras. Algunas de estas empresas instalaron filiales en otros países y se
convirtieron en cabeceras de grupos multinacionales. En suma, al fin de un proceso darwiniano, un grupo no menor se
había adecuado a las condiciones de la economía globalizada, otro había desaparecido y un tercero subsistía con
dificultad.
Más significativa aún fue la transformación del mundo agrario. Los precios internacionales mejoraron desde 1996, y
alentaron la profundización de los cambios productivos, ya iniciados en 1970, sin que la caída fuerte de los precios
produjera un retroceso. El motor estuvo en los cereales y las oleaginosas, y fue el resultado de una combinación de
nuevos procedimientos tecnológicos y formas de organizar la producción. Se incorporaron masivamente fertilizantes y
herbicidas, lo que contribuyó a aumentar la productividad, junto con el empleo de maquinarias de mayor envergadura y
velocidad, la siembra directa y el uso de semillas transgénicas y del glifosato. La frontera agraria comenzó a expandirse,
superando los tradicionales límites de la pampa húmeda. La soja, oleaginosas, los aceites y los cereales incrementaron
las exportaciones del sector, que se asomó a los mercados asiáticos, mientras que los productores de frutas y hortalizas
encontraron su alternativa exportadora en el Mercosur.
La eficiencia de este reducido sector industrial y agrario, todavía incipiente, no mejoró la demanda de empleo ni
derramó sus beneficios al resto de la sociedad. Los empresarios tampoco abandonaron sus antiguas prácticas
prebendarías aparecidas cuando el Estado dispuso de algunos recursos. Éste, en cambio, renunció a la posibilidad de
regular a los actores económicos. A esto se sumó la continua corrosión del instrumento estatal. La reforma en curso no
mejoró su eficiencia, ni tampoco mejoraron los instrumentos estatales de control del gobierno, que desplegó una
autoridad discrecional. Por otra parte, el Estado fue desentendiéndose de sus funciones sociales. Para achicar su déficit,
el Estado nacional transfirió su responsabilidad a los estados provinciales, y hubo un deterioro en la calidad de los
servicios. En general, abandonó los principios de universalidad y asumió solamente la parte destinada a los pobres o
indigentes, de acuerdo con las urgencias, con la capacidad de presión sectorial o con las necesidades de construcción de
la maquinaria política.
El discurso neoliberal, al que se apeló para impulsar reformas no siempre coherentes, impuso en la opinión sus
propuestas y su agenda de problemas. Todo el debate público se redujo a la economía, y sobre todo a la "estabilidad".
Así, se abandonaron ilusiones caras a la sociedad, revitalizadas con el retorno a la democracia, en general, a la igualdad
de oportunidades, garantizada por el Estado. Luego de 1995, ante las consecuencias reales de la reforma y el ajuste,
algunos actores recuperaron aquellas aspiraciones, limitadas por los parámetros del pensamiento neoliberal.
Los cambios en la economía y en el Estado le dieron a la sociedad un perfil absolutamente diferente. Desde fines del
siglo XIX y hasta la década de 1970, un largo ciclo expansivo fue conjugando crecimiento económico, pleno empleo,
fuerte movilidad y sostenida capacidad para integrar nuevos contingentes al disfrute de los derechos, civiles, políticos y
sociales. Fueron oleadas sucesivas de movilización e integración, que alcanzaron incluso a los migrantes de los países
limítrofes. La tendencia cambió de sentido luego de 1976. La radicalidad de los cambios tardó en percibirse, por las
fuertes oscilaciones cíclicas y por la ilusión colectiva instalada en 1983 sobre la potencia de la democracia y del Estado
para dar respuesta a las demandas sociales.
Sin embargo, la ejecución del Plan Alimentario Nacional (PAN) durante la gestión de Alfonsín reveló un problema:
vastos sectores de la población padecían hambre. La hiperinflación de 1989 desnudó y escenificó los cambios, que
fueron profundizados por las políticas reformistas de los noventa. Tanto la apertura económica como las privatizaciones
de empresas públicas agravaron los problemas de empleo, mientras que las reformas estatales provocaron el deterioro
de los servicios de salud, educación y seguridad.
Vista en su conjunto, la sociedad se polarizó. La gran transformación dejó ganadores y perdedores. Mientras un vasto
sector se sumergió en la pobreza o vio deteriorado su nivel de vida, muchos ricos prosperaron, de modo que las
desigualdades no se disimularon, sino que se escenificaron y se espectacularizaron. El grupo "ganador" incluyó a una
buena parte de los antiguos ricos y a una porción de la antigua clase media, incorporada al sector más dinámico de la
economía. La antigua sociedad dejó paso a otra muy segmentada, de partes incomunicadas, separadas por su diferente
capacidad de consumo y de acceso a los servicios sicos, y hasta por desigualdades civiles o jurídicas. Las clases
medias, lo más característico de la vieja sociedad móvil e integrativa, experimentaron una fuerte diferenciación interna,
particularmente sus ingresos. Las actividades o las profesiones dejaron de indicar con certeza la posición social. También
cambiaron los valores de las viejas clases medias. En un mundo cambiante y ferozmente competitivo, la previsión dejó
lugar a una suerte de vivir al día, aprovechando las ocasiones, mientras se alejaba la tradicional expectativa de la casa
propia, base del hogar burgués.
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Un extenso sector de las viejas clases medias se deslizó barranca abajo, sumándose al mundo de la pobreza:
empresarios medianos o pequeños, comerciantes o talleristas, empleados públicos despedidos o con sueldos
disminuidos, profesionales proletarizados. Lo constante fue la vulnerabilidad en que quedaron, pues a la precariedad
laboral se sumó la pérdida de la atención médica o de la jubilación. De manera progresiva la nueva pobreza se exhibió
abiertamente, cuando la familia debió emigrar a una vivienda más económica, o cuando frecuentaron los "clubes de
trueque" expandidos luego de 1996, buscando la provisión de las necesidades básicas y de la sociabilidad.
La formación de un extenso mundo de pobreza fue el dato más significativo de la nueva sociedad. Los cambios laborales
fueron decisivos: reducción del empleo estable, aumento del trabajo ocasional y del empleo informal o "en negro", baja
de los salarios y aumento de la desocupación son los datos generales. Pero el cambio fue más profundo. Los índices que
salariales o de desempleo fueron perdiendo su antiguo sentido, en beneficio de los referidos a la pobreza o indigencia.
Otros cambios, más profundos, tuvieron que ver con los valores y proyectos de vida. El mundo de los ricos y exitosos,
puso en cuestión las expectativas de la antigua sociedad: para qué trabajar o ahorrar, para qué estudiar, para qué
obedecer la ley, si no había recompensa probable. La lucha por la supervivencia también estimuló una solidaridad
orientada a unir y fortalecer las demandas: tierra para una vivienda precaria, alimentos o alguno de los diversos
subsidios repartidos por el Estado o las organizaciones no gubernamentales.
La retirada del Estado fue uno de los aspectos más dramáticos de la nueva situación. La atención médica declinó
espectacularmente. Los hospitales públicos se deterioraron por sus escuálidos presupuestos y por la concurrencia
masiva de los pobres carentes de obras sociales sindicales. Aunque también deterioradas, las escuelas fueron de las
pocas instituciones estatales que permanecieron en pie. Se convirtieron en agencias múltiples, dedicadas a ofrecer
alimentación, salud o contención familiar, a costa de su función docente específica. Otros factores concurrieron en el
deterioro de la escuela blica: un sindicalismo que concentró sus huelgas en las escuelas estatales, un sostenido
deterioro de la formación docente y, por último, una reforma educativa mal encarada, que destruyó las instituciones
existentes sin alcanzar a reemplazarlas por otras.
También retrocedió el Estado en su función de proveer seguridad. En los grandes conglomerados se hizo más difícil la
prestación de servicios, en parte por el acelerado crecimiento de la población y también por el acentuado
cuestionamiento social a las normas. También contribuyó la propia corrupción de la institución policial.
El Estado reemplazó las costosas y complejas políticas universales de sus épocas de esplendor por intervenciones
parciales y focalizadas, allí donde detectó emergencias. Fue un conjunto de acciones esporádicas, no sistemáticas y poco
articuladas, menos costosas y a la vez s útiles para obtener réditos políticos. Se nutrieron de criterios y discursos
diversos -desde la vieja beneficencia a la moderna solidaridad social- y fueron ejecutadas por agencias de distinto tipo.
Los fondos venían principalmente del Estado, aunque en muchos casos los recibía de organismos internacionales como
el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo (BID. Se destinaron a programas muy variados: vivienda,
recalificación laboral, fomento de emprendimientos, salud y educación. Puede afirmarse que el mundo de la pobreza no
desapareció, sino que, por el contrario, se consolidó. También que estas acciones contribuyeron a hacer menos terribles
las consecuencias de la gran mutación social.
La gran transformación tuvo efectos contundentes en la política de decisivo peso electoral. En las barriadas pobres, la
sociedad se articuló en torno de un complejo universo de sociedades de fomento, juntas municipales, cooperativas, etc.
En este entramado social surgieron dirigentes, comúnmente llamados "referentes", con capacidad para establecer un
cierto orden y ayudar en la solución de las situaciones de emergencia. Se planteó un desafío para los partidos políticos.
Quien más rápido se adecuó a estos cambios fue el peronismo, a través de una densa red de unidades básicas
(comedores, jardines o centros culturales). Le dieron al Partido Justicialista (PJ) una organización permanente, flexible y
autofinanciada, que también podía conectarse con las zonas más oscuras de la sociedad que podían encargarse de una
parte del trabajo político.
En el resto de la sociedad, se produjo una evolución convergente. A partir de 1983 la ciudadanía militante y
comprometida dio nueva vida a los partidos políticos. Pero, gradualmente, perdió relevancia el debate de ideas y la
formulación de líneas y propuestas. A la desconfianza hacia lo que se llamó "las ideologías se sumó el repliegue de la
ciudadanía activa de 1983, desilusionada con las promesas no cumplidas de la democracia, y también la concentración
del poder de decisión en la cúpula del gobierno. Los partidos acompañaron esta transformación y desarrollaron otras
funciones. Nuclearon a una cantidad de gente joven que había decidido hacer de la política su profesión. La nueva
generación demostró eficiencia en manejar campañas electorales de nuevo estilo y en proveer de cuadros eficientes
para el Congreso o el gobierno, capaces de adecuarse a las líneas políticas establecidas por las jefaturas. Los dirigentes
también se hicieron expertos en la construcción de sus carreras y fueron conformando una nueva corporación. De ese
modo, aunque la democracia funcionó de manera normal, sin alteraciones institucionales, la ciudadanía se fue
reduciendo y los partidos perdieron vitalidad y representatividad.
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Las instituciones republicanas, restablecidas en 1983, se fueron resintiendo, sobre todo después de 1989. Las urgencias
de la crisis y la idea de jefatura del peronismo tensaron al límite la relación entre los poderes y se fue restableciendo la
antigua concepción de la democracia de líder. Sin embargo, en momentos significativos el Congreso y la Justicia, junto
con la opinión pública, marcaron al Ejecutivo límites que la reforma constitucional buscó consolidar. Se trató entonces
de equilibrar las necesidades del gobierno en tiempos de emergencia con las exigencias republicanas de controles,
balances y contrapesos.
En la segunda mitad de la década de 1990, se advirtió un cierto renacimiento del espíritu ciudadano, manifestado en las
cuestiones pendientes del terrorismo de Estado. Las organizaciones de derechos humanos trabajaron sobre una brecha
legal de la ley de obediencia debida que permitió retomar la acción penal contra algunos de los responsables. También
hubo una acción militante por la construcción de una memoria colectiva más fiel a los principios de 1983. Instituciones
especializadas, un competente grupo de profesionales y hasta una nueva especialidad académica revitalizaron el
discurso político moral original, que había sido arrinconado al comenzar los años noventa. Su acción se desarrolló al
costado de la política partidaria, acentuando su función vigilante y censora.
El fin del menemismo
Cuando el anunciado final de su mandato colocaba a Menem en la incómoda situación del "pato rengo", una nueva
crisis internacional desequilibró el edificio económico e inició una larga recesión. La devaluación de Tailandia en julio de
1997 dio lugar a una serie de derrumbes que minó la confianza global en las "economías emergentes" y reorientó las
inversiones hacia mercados más seguros. Otro golpe duro fue la devaluación de la moneda brasileña, a principios de
1999. La imprevista medida alteró las relaciones comerciales, intensificadas desde 1995 con el Mercosur. Cayeron las
exportaciones y hubo un aluvión de importaciones. La devaluación del peso, que habría solucionado estos
desequilibrios, era imposible por el régimen de la convertibilidad, que comenzó a mostrar su cara negativa.
La crisis fue más profunda y prolongada que la del "Tequila". Todo se sumó: aumento de los intereses de la deuda,
escasez y alto costo del crédito, caída de los precios de productos exportables y recesión interna. En 1998, el PBI
retrocedió y la producción de automotores cayó casi a la mitad. Muchas empresas y bancos fueron vendidos a
corporaciones multinacionales o a grandes fondos de inversión. El gobierno de Menem llegó a su final sin margen
siquiera para hacer beneficencia electoral, y debió cerrar su presupuesto con un déficit abultado y una deuda externa
del doble que en 1994. Constreñido a profundizar el ajuste, Menem empezó a sufrir una oposición social cada vez más
activa. Quienes hasta entonces habían callado empezaron a hablar, y las demandas confluyeron.
Antes de 1995, las manifestaciones sociales habían tenido escasa difusión y proyección. En 1995, se hicieron más
violentas y espectaculares en varias provincias. Al año siguiente, mientras las organizaciones gremiales (la CGT, el MTA y
la CTA) confluían para realizar dos huelgas generales contra la ley de flexibilización laboral y la política económica, la
oposición política impulsó una protesta ciudadana consistente en un apagón eléctrico y un "cacerolazo". En esa época,
la Iglesia cambió su anterior posición y empezó a sumarse a las protestas. En 1997, los gremios docentes instalaron
frente al Congreso una "carpa blanca", donde desarrollaron una protesta de gran repercusión en los medios y la opinión.
Por entonces, estaban surgiendo las organizaciones de desocupados, los "piqueteros". Comenzaron en 1996. Los
"piqueteros" cortaron las rutas (protesta nueva), incendiaron neumáticos, organizaron ollas populares y reunieron
además a mucha gente dispuesta a enfrentar una represión que fue muy dura. Era la movilización de los desocupados,
violenta y a la vez reacia a cualquier tipo de acción organizada. El gobierno a veces apeló a la Justicia y otras a la
Gendarmería. Otras veces negoció, entregando ayuda en alimentos o ropa, y contratos de empleo, los "planes
Trabajar"; con ellos lograba un alivio momentáneo del conflicto, pero a la vez generaba nuevos reclamos.
La organización de los desocupados también se desarrolló en el Gran Buenos Aires, donde el mundo de la pobreza era
más antiguo y diverso. Allí había una tradición de organizaciones sociales dedicadas a los problemas de la tierra y de la
vivienda. En la zona de La Matanza la Federación de Tierra y Vivienda (FTV) y la CTA impulsaron los reclamos de los
desocupados, y lo mismo hizo la Corriente Clasista y Combativa (CCC), originada en grupos sindicales de izquierda. El
gobierno nacional y el provincial distribuían por entonces distintos planes de ayuda. Las nuevas organizaciones
reclamaron su parte en el reparto de planes cortando rutas. Este tipo de movilización callejera se acentuó a medida que
avanzaba la crisis, involucrando a grupos muy variados: estudiantes, empleados públicos, productores rurales o
desocupados. Como en los años setenta, la política volvía a las calles.
Simultáneamente, la perspectiva de las elecciones presidenciales de 1999 agitó el ambiente en el peronismo, donde
comenzó a cuestionarse la "gran transformación". Y a en 1995, apenas reelecto Menem, Eduardo Duhalde anunció su
candidatura, tomó distancia del "modelo" y reivindicó las banderas históricas del peronismo. Pese a que la Constitución
era categórica al respecto, Menem intentó jugar la carta de otra reelección (la "re-reelección"), en parte para tratar de
conservar el poder hasta el final, y lanzó de modo informal su candidatura. Se inició una guerra violenta entre el antiguo
jefe del justicialismo y quien pretendía sucederlo. Uno de los caminos fue la denuncia periodística de hechos de
corrupción. También hubo hechos violentos. Se trató de un "destape", que instaló el tema de la corrupción en la agenda
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pública. Quedó claro que la corrupción penetraba en todas las instituciones del Estado, y que la violencia mafiosa era
parte de la disputa por el poder y los negocios.
En octubre de 1997, el justicialismo sufrió una fuerte derrota en las elecciones legislativas. Duhalde, el "candidato
natural", quedó maltrecho, y Menem lo golpeó aún más: afirmó que sólo él podía ganar en 1999, y se lanzó
abiertamente a una nueva reelección. Como en 1994, jugó varias cartas: una interpretación caprichosa de la
Constitución por parte de la Corte, o un plebiscito que demandara la reforma constitucional. A la vez, presionó a los
gobernadores para alinearlos con él y dejar desamparado a Duhalde. Al fin la Justicia declaró que su proyecto era
absolutamente ilegal.
Enfrascados en su conflicto, Menem y Duhalde se desentendieron de las instituciones, y también de la suerte del
peronismo, cuya derrota se adivinaba. Aunque fracasó, Menem pudo mantener viva la ilusión casi hasta el final de su
período. Además, logró herir a Duhalde. Los gobernadores peronistas prefirieron tomar distancia del conflicto;
abandonaron el proyecto de Menem, pero sin comprometerse con el destino de Duhalde, que no pudo encabezar un
partido unido y galvanizado. Como en 1983, el peronismo llegó a la elección de 1999 sin líder, y fue derrotado.
Por entonces, el despertar de la civilidad se manifestó en la política. Fue una nueva "primavera" ciudadana, más
modesta que las anteriores, pero que indicaba que la sociedad seguía viva. Batallas por la memoria y la protesta social +
debate público sobre la injusticia social, la corrupción, el abuso de poder y la impunidad. En ese contexto, la propuesta
del Frepaso, una coalición política reciente, logró dar forma al entusiasmo y la voluntad colectivos.
En 1995 el Frepaso había tenido en su debut un promisorio desempeño en las elecciones presidenciales, aunque casi en
seguida se alejó su candidato presidencial, José O. Bordón. Convergían en el Frepaso disidentes del peronismo y del
radicalismo, socialistas y otros grupos de izquierda, movimientos sociales, vinculados con la CTA, y fragmentos de la
maquinaria electoral justicialista. Fue una fuerza política sin una gran inserción territorial ni una estructura institucional
clara, pero con un dirigente de fuerte liderazgo: Chacho Álvarez. El Frepaso recogió distintas aspiraciones del momento:
la renovación de la política y de los hombres, y la constitución de una fuerza de centroizquierda, alternativa de los dos
partidos tradicionales. Puso el acento en los problemas sociales y en las cuestiones éticas y políticas: la corrupción y el
deterioro de las instituciones.
La UCR logró superar los efectos del final de la presidencia de Alfonsín y obtuvo algunos éxitos electorales significativos,
sobre todo con De la Rúa, electo en 1996 primer jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Desde 1995, la UCR y el
Frepaso iniciaron conversaciones para concertar su acción y avanzar hacia una alianza formal, no fácil de establecer,
pues la UCR tenía una vieja resistencia a los acuerdos políticos. Pero primó la convicción de que juntos podían vencer al
justicialismo. En 1997 crearon la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación, y obtuvieron un notable triunfo en las
elecciones legislativas: superaron al PJ por diez puntos, y Meijidevenció en la prov de Bs.As a Chiche Duhalde, la esposa
del gobernador.
Mientras el justicialismo se desgarraba en su pelea interna, la Alianza avanzó hacia el triunfo en 1999. Como la mayoría
de la opinión tenía puesta su fe en la convertibilidad, se acordó no cuestionarla y poner el acento en la equidad social,
las instituciones republicanas y la lucha contra la corrupción. La candidatura presidencial se resolvió mediante una
elección abierta, en la que De la Rúa venció ampliamente a Fernández Meijide. Lo acompañó en la fórmula Chacho
Álvarez; en el justicialismo, Palito Ortega hizo lo propio con Duhalde; por su parte, Domingo Cavallo creó otra fuerza
política, Acción para la República, para ganar el voto del sector de centroderecha.
En las elecciones de octubre de 1999, De la Rúa y Alvarez obtuvieron un triunfo claro. En el momento de asumir, la
Alianza gobernaba en seis distritos y tenía mayoría en la Cámara de Diputados; el justicialismo tenía amplia mayoría en
el Senado y controlaba 14 distritos, entre ellos los más importantes: Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. De la Rúa recibió
un poder limitado en lo político y condicionado por la crisis económica, que seguía su desarrollo. Mientras tanto, el
segundo peronismo, replegado en sus bastiones, continuó desarrollando su proceso de transformación y arraigo.
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