
excepcionalidad de las medidas, era bien conocido. En este caso, la intervención del gobierno estadounidense provocó
una serie de cambios y rotaciones en el gabinete que, a principios de 1991, llevaron al Ministerio de Economía al
entonces canciller Domingo Cavallo.
Cavallo encaró el problema de la inflación mediante la trascendente ley de convertibilidad, que durante diez años
marcó las pautas de la economía. Se estableció una paridad cambiaria fija; emblemáticamente, un dólar equivaldría a un
nuevo "peso", y se prohibió al Poder Ejecutivo emitir moneda por encima de las reservas, de modo de garantizar esa
paridad. El Estado consiguió desalentar las perspectivas inflacionarias, pero a costa de renunciar a su más importante
instrumento de intervención en la economía. Los resultados inmediatos fueron muy exitosos: cayó la inflación y también
la fuga de divisas, volvieron capitales emigrados, bajaron las tasas de interés, hubo una rápida reactivación económica y
mejoró la recaudación fiscal.
La convertibilidad (drástica medida) fue reforzada por otras dos disposiciones. La reducción general de aranceles
concretó la apertura económica. Para mejorar rápidamente la recaudación fiscal, se elevaron los impuestos más fáciles
de cobrar (al Valor Agregado y a las Ganancias), a costa de mejorar el ahorro y la inversión. Por otra parte, la Dirección
General Impositiva (DGI) logró una mejor recaudación, persiguiendo a los evasores y el número tributario personal (la
Clave Única de Identificación Tributaria CUIT) se convirtió en el nuevo documento de identidad.
Con las cuentas fiscales mejoradas y con suficientes pruebas sobre la seriedad del rumbo adoptado, el Gob pudo
renegociar su deuda externa, en el marco del Plan Brady, acordando un plan de pagos razonable. La Arg volvió a ser
confiable para los inversores globales. Entre 1991-1994, entró al país una cantidad considerable de dólares, con los que
el Estado cumplió sus compromisos y saldó su déficit, y las empresas se reequiparon. La estabilidad lograda con la
convertibilidad potenció el primer proyecto reformista, retomado por el ministro Cavallo. Fue decisivo el apoyo del
presidente Menem, que se encargó sobre todo de lidiar con los viejos peronistas. Durante cuatro años, ambos se
potenciaron recíprocamente, combinando claridad en el rumbo con intuición política. Así fortalecido, el equipo
gobernante dejó de estar a merced de los humores de los operadores financieros, los acreedores o los grandes
empresarios, y pudo fijar un rumbo en forma independiente de sus requerimientos cotidianos.
Cavallo avanzó con firmeza en las reformas estructurales iniciadas en 1989, pero con más prolijidad. Para achicar el
déficit fiscal, el Estado nacional transfirió a las provincias la mayoría de los servicios de salud y educativos sin incluir los
recursos presupuestarios correspondientes. Se continuó con la venta de las empresas del Estado, pero la privatización
de las de electricidad, gas y agua incluyó garantías de competencia, mecanismos estatales de regulación y control y la
venta de acciones a particulares. YPF fue privatizada por etapas. Primero se la fraccionó, luego se vendieron las
acciones. Con los ingresos se saldaron deudas con los jubilados, lo que sirvió para atenuar las opiniones adversas.
En otros terrenos las resistencias disminuyeron el ímpetu reformista. Se encaró la privatización del régimen previsional,
lo que implicaba un problema fiscal inmediato, al perderse los aportes de los trabajadores; pero se esperaba un
beneficio en el mediano plazo, cuando estas nuevas empresas privadas de jubilación movilizaran una considerable masa
de ahorro interno. La reforma traía un cambio de criterio importante, pues se pasaba del conocido sistema basado en la
solidaridad intergeneracional a otro fundado en el ahorro personal. Hubo resistencias y finalmente se acordó mantener
en parte el régimen estatal. Similar criterio contemporizador se tuvo con la flexibilización del régimen laboral; los
sindicatos pudieron evitar cambios significativos, lo mismo que con la desregulación de las obras sociales. Con las
provincias se firmó un Pacto Fiscal, para que acompañaran la política de reducción de gastos.
La provincia de Buenos Aires recibió un sustancioso Fondo de Reparación Histórica del Conurbano Bonaerense, que
significó un millón de dólares por día. De ese modo, merced a la feliz coyuntura financiera internacional, mientras se
avanzaba en reformas irreversibles, se atenuaron sus efectos más duros. Vistos en la perspectiva de lo pasado y lo por
venir, fueron tres años dorados: el Producto Bruto creció en forma sostenida, a tasas más que respetables, la inflación
cayó drásticamente, creció la actividad económica y el Estado mejoró su recaudación y hasta gozó de un par de años de
superávit fiscal. El consumo se expandió, con créditos pactados en dólares.
Esta bonanza ocultó por un tiempo los aspectos más duros de la gran transformación, particularmente el desempleo.
Cada privatización estuvo acompañada de una elevada cantidad de despidos, sobre todo en las empresas estatales. Los
efectos se disimularon al principio, por las importantes indemnizaciones pagadas, pero explotaron a partir de 1995.
Cerraron muchas empresas privadas, que sufrieron la competencia de los productos importados; sobrevivieron las que
se tecnificaron, incorporaron nuevas maquinarias y redujeron su personal, y también las que se convirtieron en
importadoras. Otros sectores eran golpeados por el congelamiento de sus haberes, como los empleados estatales o los
jubilados, por el encarecimiento de los servicios públicos, debido a la privatización de las empresas o por los
cortocircuitos financieros de varios gobiernos provinciales.
Lejos de replegarse, en estos años el Estado desplegó una importante actividad, dirigida a aliviar los costos de la
transición a algunos sectores o empresarios seleccionados y a paliar las consecuencias sociales más duras. Sus medidas
fueron singulares y discrecionales, ajustadas a los criterios de focalización de la intervención estatal que difundía el
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