
duplicando el lado quedará duplicada la superficie. El esclavo ve perfectamente que la
superficie construida a partir de la duplicación del lado de 2 es el doble de lo que se hubiera
querido obtener: 16 en lugar de 8. Pero con esto no avanza en la solución del problema, y
Sócrates es quien le muestra que al eliminar las cuatro esquinas del cuadrado grande se le
sustrae exactamente la mitad, o sea 8, representando la solución buscada. El resultado es
obtenido gracias a la noción que se tiene de los números, que 8 es la mitad de 16. Pero lo que
se obtiene no son 8 cuadrados. Tenemos en el centro 4 y un elemento irracional, raíz cuadrada
de 2, que no está dado en el plano intuitivo (imaginario). Hay aquí pasaje de un plano de
ligazón intuitivo a un plano de ligazón simbólico. Esta demostración del paso de lo
imaginario a lo simbólico, la efectúa el amo. Sócrates es quien introduce que 8 es la mitad de
16. El esclavo, con toda su reminiscencia y su intuición inteligente ve la buena forma a partir
del momento en que esta le es señalada.
Aquí palpamos el clivaje entre el plano de lo imaginario, lo intuitivo, donde funciona la
reminiscencia; y la función simbólica, que de ningún modo le es homogénea y cuya
introducción en la realidad constituye un forzamiento. Clivaje que implica cortar sin romper,
vemos que es inconmensurable. Imaginariamente no se llega a la respuesta, hay que agregarle
otro elemento simbólico que nos lleva a hablar, a la palabra que siempre tiene algo más que
no sabemos, que no termina de cerrar nunca. La disertación socrática sobre el amo y el
esclavo equivale en parte a la cuestión que pone en juego el análisis, que con su marco
epistemológico propone un paso hacia ‘otra dirección’: de lo imaginario a lo simbólico.
El esclavo no puede dar el paso, queda aún en el campo de lo imaginario, es el amo-maestro
que proporciona el paso. Es en el paso en el que se genera un clivaje, lo cual interesa porque
muestra una detención elegida ante la homogeneización, y la introducción de una realidad
forzada, que es sentida como impuesta. Este es el logro, junto a tantos otros, del surgimiento
de la palabra, para la humanidad y para el sujeto. Así vemos que no deja de cuestionar
profundamente el valor de la invención simbólica, del surgimiento de la palabra. La aparición
del símbolo tiene la propiedad de historizar, de generar su propio pasado, lo cual sucede en
todo campo del saber a partir de una base intuitiva, imaginaria, lo que genera siempre un
error: considerar que ‘eso’ (lo que sea) ya estaba ahí.
Freud es categórico al respecto: lo que diferencia en buena parte su teoría de las demás es
considerar que el ‘yo’ es una instancia que no estaba, que se construye. A partir del momento
en que una parte del mundo simbólico emerge, ella crea, en efecto, su propio pasado. Pero no
de la misma manera que la forma a nivel intuitivo. Justamente en la confusión de ambos
planos estriba el error, el error de creer que lo que la ciencia constituye mediante la
intervención de la función simbólica estaba allí desde siempre, que está dado. Este error
existe en todo saber, en la medida en que este es tan solo una cristalización de la actividad
simbólica y que, una vez constituido, lo olvida. En todo saber hay, una vez constituido, una
dimensión de error, la de olvidar la función creadora de la verdad en su forma naciente. Los
analistas trabajamos en la dimensión de esa verdad en estado naciente. Lo que descubrimos
en el análisis está a nivel de la ortodoxa. Todo lo que opera en el campo de la acción analítica
es anterior a la constitución del saber, lo cual no impide que operando en este campo
hayamos constituido un saber que incluso mostró ser excepcionalmente eficaz.
Las palabras fundadoras, que envuelven al sujeto, son todo aquello que lo ha constituido, sus
padres, sus vecinos, toda la estructura de la comunidad, que lo han constituido no sólo como