Más todavía que al clínico, esta práctica del conocimiento de organizar las
relaciones entre las regiones dispares del pensamiento de lo real remite al
documentalista. El documentalista trabaja sobre textos acabados que reúne, recorta y
combina en función de un código de análisis y de clasificación materializados en una
serie de ficheros. No tiene que juzgar ni puede juzgar sobre la verdad, sobre la calidad
de los textos a los que aplica su código y hace entrar en su fichero. Por ende, no
experimenta ninguna de las restricciones del especialista que registra o desmenuza lo
que lee para saber si el contenido tiene valor, si corresponde a las normas de la ciencia,
de la técnica o del arte y si a su vez puede utilizarla. Libre de efectuar una construcción,
el documentalista también puede asociar a su gusto las nociones, los datos, los artículos
pertenecientes a los campos y las escuelas más diversos. Las únicas barreras con que
tropieza son las del costo y la autoridad de sus técnicas para el manejo de las
informaciones. La tentación del enciclopedismo y de un sistema único es muy fuerte.
Cada uno de nosotros, como “hombre común” –fuera de su profesión-, se comporta del
mismo modo ante todos estos “documentos” que son los artículos de un diario, un
accidente en la calle, una discusión en un café o un club, la lectura de un libro, un
reportaje televisado, etc. Los resume, los recorta, los clasifica y padece la misma
tentación que el documentalista de fundirlos en un mismo universo. Nada nos impone la
prudencia del especialista, nada nos prohíbe juntar los elementos más dispares que nos
hayan transmitido, incluirlos o excluirlos de una clase “lógica”, de acuerdo con las
reglas sociales, científicas, prácticas de las que disponemos. El objetivo no es hacer
avanzar el conocimiento, sino “estar al corriente”, “no ser ignorante”, fuera del círculo
colectivo. De este trabajo, mil veces comenzado, repetido y desplazado de un punto al
otro de la esfera, los acontecimientos y sorpresas que captan la atención dan nacimiento
a nuestras representaciones sociales. El espíritu que elabora esto transforma a los
miembros de la sociedad en una especie de “sabios aficionados”. Como los “curiosos” y
los “virtuosos” que, en los siglos pasados, poblaron academias, sociedades filosóficas,
universidades populares, cada uno trata de mantener algún contacto con las ideas que
están en el aire, de responder a las interrogantes que lo asaltan. Ninguna acción se
presenta con su modo de empleo, ninguna experiencia con su método y, al recibirlas, el
individuo las usa como le parece. Lo importante es poder integrarlas en un cuadro
coherente de lo real o deslizarse en un lenguaje que permita hablar de lo que habla todo
el mundo. Este doble movimiento de familiarización con lo real, por medio de la
extracción de un sentido o de un orden a través de lo que se relata, y de manejo de
átomos de conocimiento disociados de su contexto lógico normal, desempeña aquí un
papel capital. Corresponde a una preocupación constante: llenar lagunas, suprimir la
distancia entre lo que se conoce, por un lado, y lo que se observa, por el otro, completar
las “casillas vacías” de un saber por las “casillas llenas” de otro saber. El de la ciencia
por la religión, el de una disciplina por los prejuicios de los que la ejercen. Al mismo
tiempo, separados de sus vinculaciones, conceptos y modelos, se ramifican y proliferan
con una sorprendente fecundidad y una gran libertad; el único límite lo proporciona la
fascinación que ejercen y la ansiedad que provocan los que cuestionan demasiado lo
que se quiere conservar fuera de toda duda. Igual que en un juego, donde se ensayan y
experimentan los fenómenos materiales, colectivos, antes de verificar su existencia real
y de ponerlos en práctica “seriamente”, uno se dedica a hacer bosquejos y borradores, se
lanza a maniobras intelectuales y repeticiones, que presentan el espectáculo del mundo
como un mundo del espectáculo. Con seguridad estos “sabios aficionados”, y todos los
somos en uno u otro campo, que habitan el mundo de la conversación, con sus
costumbres de documentalistas –un poco autodidactos, un poco enciclopédicos-, con
frecuencia quedan prisioneros de los prejuicios, de visiones cerradas, con sus dialectos