Índice
Portada
Prólogo
La contribución de Lassalle a la teoría de la Constitución
Nota del traductor
¿Qué es una Constitución?
¿Y ahora?
Apéndice polémico
Epílogo
Notas
Créditos
PRÓLOGO
Introducción al concepto actual de Constitución
por ELISEO AJA
Es la tercera vez que se edita en España esta obra de Lassalle.
Las dos primeras ediciones se realizaron en el umbral de las dos
últimas constituyentes de nuestro país, y me atrevería a decir que
respondían a la necesidad de las fuerzas políticas de revisar las
grandes concepciones históricas sobre la Constitución y sus
problemas.
La primera edición apareció en junio de 1931, a los dos meses
de proclamarse la II República. La segunda se hizo en mayo de
1976, justo un año antes de las primeras elecciones democráticas
del actual período, cuando ya se adivinaba la inmediatez de una
nueva Constitución.
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Esta nueva edición se publica, afortunadamente, en momentos
menos dramáticos y trascendentales que las anteriores; la
Constitución de 1978 lleva cinco años de vigencia y ha mostrado su
capacidad para organizar la convivencia pacífica de los españoles,
pese a las dificultades (intentos de golpe de Estado, terrorismo,
crisis económica...) y los problemas consustanciales a la
construcción de la democracia. La puesta en marcha de todas las
Comunidades Autónomas y la victoria electoral socialista (con el
primer Gobierno socialista de nuestra historia) permiten pensar en la
consolidación definitiva de la democracia. La Constitución de 1978
tendrá así el mérito inicial de haber alejado para siempre el
fantasma de las dos Españas.
Pero la reflexión sobre la Constitución no es todavía una tarea
exclusiva de juristas, como podría llegar a pensarse en las
democracias consolidadas, porque la Constitución ha de presidir la
profunda reforma del Estado, formado en dos siglos de oligarquía y
centralismo, y una adecuación de la sociedad a los principios de
progreso y solidaridad que informan nuestra Carta Magna.
Delimitación previa del concepto de Constitución
La pregunta de Lassalle «¿Qué es una Constitución?» carece
de una respuesta general; es preciso concretar en qué país y en qué
período histórico; e incluso, la posición política y doctrinal de quien
contesta.
Es preciso tener presente el factor histórico porque una misma
denominación, Constitución, sirve para designar contenidos muy
diversos, aun en un mismo país: baste comparar las Constituciones
de 1791, 1875 y 1958 en Francia, o las de 1871, 1919 y 1949 en
Alemania; o en nuestro país los textos constitucionales de 1812,
1845 y 1931. Las diferencias de contenido, el cambio de las fuerzas
políticas y las propias transformaciones de la sociedad producen
conceptos diversos de Constitución.
También es preciso tomar en cuenta el factor políticocultural
para llegar a un concepto de Constitución riguroso y útil; no puede
aplicarse un mismo concepto de Constitución a los textos vigentes
en sociedades con estructuras económicas, políticas y culturales tan
diferentes, por ejemplo, como Suecia, Checoslovaquia y el Zaire,
incluso suponiendo que su contenido fuera parecido.
La teoría de la Constitución elaborada en los llamados países
occidentales no es válida ni para los países socialistas ni para los
subdesarrollados. Eso no significa que sea superior, únicamente que
es diferente. Pese a las diferencias existentes entre EE.UU.,
Noruega e Italia es posible utilizar categorías constitucionales (como
monarquía, pluripartidismo, control parlamentario...) que revelan
cierta homogeneidad, por lo demás común a otros Estados fuera del
área occidental: Australia, Nueva Zelanda, Japón... y quizás algún
otro. Los mismos conceptos aplicados a países socialistas o
subdesarrollados cambian de sentido, o carecen de él.
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Ciertamente sería posible una acepción universal de
Constitución, entendida como manera de ser de la organización
política o como forma de gobernarse de un pueblo, o, en palabras
de Wheare, como «conjunto de normas que establecen y regulan o
gobiernan el Estado».
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Veremos que este concepto ha tenido
diversas proyecciones históricas, siendo Burke su primer formulador,
reapareciendo en el mismo Lassalle y llegando hasta la actualidad,
pero no puede considerarse propiamente como concepto al carecer
de toda referencia al contenido, estructura y función de la
Constitución.
Los principales períodos constitucionales
En la historia del constitucionalismo es posible distinguir
diversos tipos de Constitución, sustancialmente diferentes, conforme
a los cuales realizar una periodización, siempre que se tenga en
cuenta que la implantación de un tipo concreto en los diversos
países se realiza a veces con muchos años, e incluso décadas, de
diferencia. Por ejemplo, el equivalente a la Constitución francesa de
1848 sería en España la de 1869, y ambas corresponderían al
modelo iniciado por el texto belga de 1831.
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Cada uno de los tipos
diferentes de Constitución ha dado lugar a la formación de uno o
más conceptos de Constitución.
PRECEDENTES DE LAS CONSTITUCIONES MODERNAS
Antes de las primeras Constituciones americana y francesa de
finales del siglo XVIII, existe una serie de documentos políticos que
presentan algunos caracteres de lo que luego serán las
Constituciones en el sentido actual del término.
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Los primeros textos ingleses que se consideran parte de la
Constitución británica (Carta Magna, Petition of Rights, Habeas
Corpus...) se limitan a proclamar derechos sectoriales.
En cambio, los covenants establecidos entre los colonos
americanos y la metrópoli inglesa manifiestan ya la intención de
constituir un instrumento de ordenación de la vida política de las
nuevas colonias (como más antiguo, el Fundamental Orders of
Connecticut, de 1639), lo que resulta básico en la idea de
Constitución.
En Inglaterra, a mediados del siglo XVII se perfila más el
concepto de Constitución en el proyecto de los levellers, el
Agreement of the People, y, sobre todo, en el Instrument of
Government de Cromwell (1653), que podría considerarse la
primera Constitución escrita y sistemática si su contenido autoritario
no la separara tanto del modelo americano y francés. En esta línea,
el primer texto completo sería la Constitución de Virginia de 1776.
El Bill of Rights inglés de 1689, más aún completado por la
Settlement Act de 1701, constituye la base del primer Estado liberal,
y en este sentido inicia la Constitución británica moderna, con
rasgos que la diferencian de todas las demás; no está reunida en un
solo documento sino que se contiene en varios de momentos
históricos diversos y parte importante de ella consiste en reglas
políticas no escritas, carentes de sanción legal, pero respetadas por
las fuerzas políticas (conventional rules).
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PRIMER PERÍODO:
LAS CONSTITUCIONES LIBERALES CENSITARIAS
La Constitución americana de 1787 y la francesa de 1789-1791
constituyeron el modelo de los primeros textos constitucionales
liberales y tuvieron gran influencia sobre todos los movimientos
liberales; al mismo tipo corresponden, aun con diferencias
apreciables, las Constituciones de Suecia (1809), Noruega (1814) y
España (1812), cuya Constitución de Cádiz será imitada brevemente
en Portugal y algunos reinos italianos.
El aspecto principal de estas Constituciones consiste en
suprimir el poder absoluto del monarca y sustituirlo por una
distribución del poder entre el propio Rey, el Parlamento y los
jueces, a la vez que proclamar unos derechos mínimos de los
ciudadanos que todos los poderes deben respetar, como ámbito
privado de los individuos. Por eso se denomina a estos Estados, con
la excepción americana, Monarquías limitadas o constitucionales.
La Constitución, y el sistema político que de ella se deriva, es la
alternativa de la burguesía para participar en la dirección del Estado,
limitando los poderes del Rey y desplazando a la nobleza, pero esta
ofensiva política exige el apoyo del pueblo, o parte de él, que la
burguesía consigue formulando sus objetivos como generales a la
sociedad. El triunfo constitucional mostrará en seguida las
diferencias sociales entre burguesía y pueblo que subyacen a la
igualdad de los hombres ante la ley.
En cada país pueden variar las prerrogativas respectivas del
monarca y el Parlamento, dando lugar a regímenes distintos, pero
es común a todos la elección del Parlamento por los ciudadanos
incluidos en el censo —de ahí el calificativo de censitario—, en el
que sólo figuraban los propietarios a partir de un cierto nivel de
riquezas. El Parlamento, o al menos una de sus Cámaras, se
configura de esta forma como representación directa de la
burguesía.
Así, junto al carácter político liberal, las primeras Constituciones
tienen una impronta social claramente oligárquica, puesto que por
regla general sólo poseía derecho de voto un dos o tres por ciento
de la población.
En la distribución del poder que imponen las primeras
Constituciones el Rey dirige el Gobierno, la Administración Civil y el
Ejército, mientras que el Parlamento aprueba los impuestos (sin los
cuales ni Administración ni Ejército funcionarían), y elabora las
leyes, que también precisan la sanción del Rey.
Los derechos proclamados por las Constituciones son
esencialmente civiles (tolerancia religiosa, libertad de trabajo y de
movimiento...) y se articulan en torno a la libertad y la propiedad
como derechos naturales de todas las personas. Su regulación sólo
puede hacerse por ley del Parlamento, lo que constituye suficiente
garantía para los propietarios, y su protección se encomienda a los
jueces, independientes del Gobierno y del Parlamento.
El artículo 16 de la Declaración de Derechos de 1789 simboliza
perfectamente este primer tipo de Constitución: «Toute société dans
laquelle la garantie des droits n’est pas assurée, ni la separation des
pouvoirs déterminée, n’a point de constitution».
Un cambio político tan decisivo como supone el paso del
absolutismo al liberalismo precisa un fundamento político muy
diferente al anterior. Si el monarca absoluto se legitimaba
fundamentalmente por la teoría del origen divino del poder, el
Estado liberal y constitucional se basa en la teoría de la soberanía
nacional: sólo la nación, entendida como conjunto de ciudadanos
con derecho a voto, puede establecer la forma de gobierno que
estime preferible. La Constitución, elaborada por una Asamblea
Constituyente o Convención, elegida, establece esa forma de
gobierno; todas las instituciones derivan sus poderes de la
Constitución y actúan conforme a sus mandatos.
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A esta concepción subyace una filosofía iusnaturalista que
considera el orden político constitucional como encarnación de unos
principios racionales superiores que deben regir todas las
sociedades. Así se observa en la Declaración de Derechos francesa
o en la definición que utiliza Bolingbroke: «Por Constitución
entendemos, siempre que hablamos con propiedad y exactitud, el
conjunto de instituciones y costumbres que, deducidos de ciertos
principios racionales permanentes, constituyen el sistema general
por el que la comunidad ha admitido ser gobernada».
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SEGUNDO PERÍODO:
LAS CARTAS OTORGADAS Y LAS CONSTITUCIONES PACTADAS
A comienzos del siglo XIX la Constitución americana está
consolidada y gana en eficacia con el control de constitucionalidad
de las leyes que introduce el Tribunal Supremo; en Europa, en
cambio, la reacción monárquica elimina casi todas las
Constituciones.
De hecho la crítica a los conceptos de soberanía nacional y
poder constituyente habían comenzado antes, con el triunfo mismo
de la Revolución francesa. Desde Inglaterra E. Burke opone la
tradición reformista británica a la innovación radical que suponía la
Constitución. La razón, según él, no puede configurar la realidad
política, continuamente cambiante, y las instituciones no pueden
surgir de una Constituyente, que hace tabla rasa con la historia, sino
que deben su legitimidad a la tradición.
Los enemigos de la Revolución francesa rechazan igualmente
la Constitución racionalista (Bonald, De Maistre) y consideran que
las instituciones sólo encuentran legitimación en la historia.
García Pelayo califica a estas posiciones como concepto
«histórico tradicional» de Constitución, aunque lo matiza señalando
que éste nunca se convirtió en realidad;
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me parece que se trata
más bien de la negación misma de la Constitución moderna, porque
ni siquiera el modelo inglés que Burke pone como ejemplo
corresponde a la realidad de la revolución en su país.
Las monarquías de la Restauración retornan a la legitimidad del
Antiguo Régimen, pero la sociedad y el Estado conservan muchas
de las conquistas liberales, porque las transformaciones operadas
en las libertades civiles y la propiedad resultan irreversibles.
En estas condiciones, muchos monarcas aceptan limitaciones
políticas, siempre que se mantenga el título de legitimación
tradicional y aparezcan como concesiones graciosas del rey a su
pueblo. La extensión de estas limitaciones al poder monárquico
depende de la fuerza respectiva de la burguesía y de la coyuntura
de cada país. La fuerza relativa de la monarquía y del liberalismo es,
sobre todo, la clave de la posterior evolución de estos regímenes;
mientras unos evolucionan hacia auténticos Estados liberales, otros
padecen el poder de monarcas cuasi-absolutos y sólo pueden
avanzar hacia el liberalismo mediante nuevas revoluciones.
La Carta francesa de 1814 es el modelo que siguen muchas
monarquías restauradas; varios Estados alemanes e italianos, el
Estatuto Real español (1834) y la Constitución (1815) de los Países
Bajos se inspiran en la Carta francesa.
En circunstancias de mayor fuerza de la burguesía, insuficiente
sin embargo para imponer el Estado liberal, se aprueban por el Rey
y los Parlamentos unas Constituciones que suponen un pacto o
compromiso entre ambos. Este carácter tiene la Carta francesa de
1830 que sirve como modelo, el Estatuto Albertino de 1848 (que se
convierte en Constitución italiana con la unificación del país en
1871), varias Constituciones de Estados alemanes y, tras la unidad,
la Constitución imperial de 1871, las Constituciones españolas de
1845 y 1876 y la Constitución de los Países Bajos entre las reformas
de 1840 y 1848.
El carácter tradicional de la Monarquía e incluso el supuesto
pacto histórico entre la Monarquía y el Parlamento es la justificación
más general de estos textos. En Francia y en España el
doctrinarismo lo formula como teoría del justo medio y de la
Constitución «interna» del país, para oponerse a la soberanía
nacional y al poder constituyente.
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En la estructura de los poderes, las Cartas otorgadas y
Constituciones pactadas suponen, respecto a las primeras
Constituciones liberales, un reforzamiento importante del Rey en
detrimento del Parlamento, e incluso dentro de éste una pérdida de
protagonismo de la burguesía frente a la nobleza, que se reserva a
veces una de las Cámaras. Dentro de estas coordenadas existen
diferencias importantes en cada país.
Este tipo de Constitución da lugar a críticas en sentido opuesto,
pero coincidentes en negar la fuerza ordenadora de la Constitución.
Tanto socialistas (Lassalle), como conservadores (L. von Stein),
ponen en primer plano los factores sociales de poder y cuestionan la
capacidad normativa de la Constitución. Con acierto García Pelayo
les considera teóricos del concepto «sociológico» de Constitución.
Lorenz von Stein considera que la Constitución no hace ni debe
hacer más que legitimar la estructura social existente, en favor de
los grupos sociales dominantes, la aristocracia y la burguesía.
Ferdinand Lassalle estima que la Constitución es en realidad la
relación de fuerzas entre los grupos sociales y los poderes
existentes, como veremos más adelante.
TERCER PERÍODO:
LAS CONSTITUCIONES QUE INICIAN LA DEMOCRACIA Y EL
PARLAMENTARISMO
A partir de los años treinta del siglo XIX, un poco antes en
EE.UU., se inicia en la mayoría de países europeos un doble
movimiento democrático y parlamentario que progresa, no sin
altibajos, hasta el final de siglo y que caracteriza el
constitucionalismo anterior a la Primera Guerra Mundial. La
aspiración por democratizar el Estado se simboliza en la
reivindicación del sufragio universal, pero también se extiende al
reconocimiento de derechos políticos y sindicales, a la supresión de
las Cámaras aristocráticas... Grandes sectores del movimiento
obrero, artesanos, pequeña burguesía y clases medias son el motor,
con diversa fuerza en cada país, de una transformación paulatina
del liberalismo en democracia.
Al mismo tiempo, pero más impulsado por las fuerzas políticas
de la burguesía que por los movimientos populares, se cuestionan
las prerrogativas reales y se aumenta el poder de los Parlamentos,
principalmente a través de un control creciente del Gobierno, que en
último extremo pasará a depender del Parlamento.
En algunos países estos procesos tienen lugar a través de
sucesivas reformas de la Constitución, o mediante una
interpretación y una práctica diferente de la propia Constitución.
Éste es el caso paradigmático de Gran Bretaña, que siguen Suecia
(con reformas constitucionales en 1866 y 1909), Noruega (reformas
en 1884 y 1895) y Dinamarca. También la Constitución belga de
1831 permite una adaptación progresiva al parlamentarismo y a la
democracia.
En otros países, el mayor retraso, o la superior resistencia a las
reformas, provocan revoluciones que aspiran a implantar
inmediatamente ambos objetivos, como sucede en 1848 con la
revolución que estalla en París y se extiende a media Europa. La
mayoría de estas revoluciones fracasan y son seguidas por períodos
conservadores. Son los casos de España, Alemania, Italia, Austria,
Francia... Ésta alcanzará un régimen democrático y parlamentario,
apareciendo como modelo para los demás, durante la III República
(Leyes Constitucionales de 1875). Italia se convertirá en Monarquía
parlamentaria y en buena parte democrática hacia finales de siglo,
gracias a sucesivas reformas electorales y una interpretación
evolutiva del Estatuto Albertino. España, tras el fracaso de la
revolución de 1869, igual que Alemania y Austria, no conocerán la
democracia y el parlamentarismo hasta después de la Guerra
Mundial, aunque el sufragio universal masculino sea reconocido con
anterioridad.
Este largo período tiene una teoría política muy diferente en sus
inicios y en su final. Constant, que predica una posición de árbitro
para el Rey y potencia el poder del Parlamento, Tocqueville que
intuye el avance de la democracia, y Stuart Mill que defiende todas
las reformas democráticas y las dota de nueva base filosófica con el
utilitarismo, son los teóricos más lúcidos del proceso histórico.
En la segunda mitad del siglo predomina un enfoque positivista
de la Constitución; la teoría se hace patrimonio de juristas, de
especialistas, y abandona las consideraciones políticas y filosóficas,
propias de la literatura anterior.
El positivismo jurídico, en general, considera que el único objeto
de estudio es la norma, y prescinde del análisis de los factores
históricos, políticos o axiológicos que puedan explicarla. La
Constitución es una norma y el Derecho Constitucional debe
construir su teoría con el mismo rigor que poseen los conceptos del
Derecho Privado. Esta línea interpretativa alcanza su mayor solidez
en Alemania a través de las contribuciones de Laband, Gerber y
Jellinek y se extiende al resto de Europa en las obras, por ejemplo,
de Esmein y Orlando.
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Quizá sea la literatura anglosajona, en
autores como Bagehot o Woodrow Wilson, la más lejana a su
influencia, aunque su propia tradición centrada en el comentario
constitucional, desde Bolingbroke y Blackstone, no les diferencie
tanto de la nueva escuela continental.
La Constitución es, para el positivismo, la norma principal del
Estado, que fija el sistema de producción del Derecho y organiza la
distribución de competencias entre los diversos órganos estatales.
Como tal supone una autolimitación del Estado, tanto por los
caracteres de igualdad y generalidad de la ley, como por el
reconocimiento de los derechos de los ciudadanos.
Este enfoque deja poco espacio al análisis de las
transformaciones políticas, aunque no las ignore; aquéllas serán
objeto principal de la Sociología, ya madura en las obras de
Durkheim y Max Weber.
Es preciso señalar también, por las consecuencias negativas
que tuvo, que los movimientos que más impulsaron el proceso de
democratización, desde el cartismo a los partidos socialistas,
mantuvieron una posición ambigua respecto al Estado liberal, en el
que comenzaban a participar, sin acabar de definirse por la reforma
o la revolución como vía política para conseguir sus objetivos. Esta
ausencia de teoría que explique y legitime el paso del Estado liberal
al democrático, del Estado de una minoría al de todo el pueblo, será
una rémora importante para la consolidación posterior de la
democracia.
CUARTO PERÍODO:
LAS CONSTITUCIONES DE LA DEMOCRACIA INESTABLE
El final de la Primera Guerra Mundial culmina el proceso
democrático y consagra el principio parlamentario, aunque
introduciendo algunas rectificaciones importantes.
Se generaliza el sufragio universal masculino y se reconoce en
muchos países el femenino, se suprimen las Cámaras aristocráticas,
se sustituye a los monarcas renuentes al parlamentarismo por
Repúblicas, y se extiende el sistema liberal a Europa oriental.
En algunos casos se mantiene la misma Constitución y sólo se
introducen reformas parciales o de rango legal (Francia, Italia,
Bélgica, Países Bajos, Países Escandinavos...) pero en otros
muchos se procede a la elaboración de nuevas Constituciones que
presentan rasgos comunes, perfectamente descritos por Mirkine-
Guetzevitch.
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Las Constituciones de Alemania (Weimar, 1919) y Austria
(1920) contienen muchos de estos caracteres comunes y sirven de
modelo para las aprobadas a comienzo de los años veinte (Polonia,
Rumania, Checoslovaquia...), e incluso para otras posteriores, como
la griega de 1925 y 1927 y la española de la II República (1931).
Estas Constituciones asumen y formalizan el sistema
parlamentario, del que no tenían experiencia propia, regulando en la
Constitución las normas que la práctica había desarrollado en
Francia o en Gran Bretaña; pero al mismo tiempo introducen
algunas correcciones importantes al parlamentarismo tradicional,
todas en el sentido de disminuir el poder del Parlamento.
El referéndum, de varias clases, y la iniciativa popular, que
hasta entonces eran privativas de Suiza, se configuran como una
alternativa eventual del electorado a las decisiones de las Cámaras
representativas.
El Presidente de la República posee poderes mucho más
amplios de los que eran tradicionales en la República francesa o en
la Monarquía inglesa, de forma que puede llegar a alzarse como
alternativa al Parlamento en determinadas circunstancias, con el
consiguiente peligro para la estabilidad del régimen, por la tensión
entre dos centros de poder.
Otra innovación significativa es la creación en varios países de
Tribunales Constitucionales, con el doble poder —en general— de
arbitrar los conflictos entre la Federación y los Estados miembros y
de controlar la constitucionalidad de las leyes, adaptando el judicial
revew americano en forma de justicia constitucional concentrada.
Todas las Constituciones reconocen por otra parte, junto a los
derechos tradicionales del liberalismo, nuevos derechos políticos y
algunos derechos sociales significativos.
El panorama del constitucionalismo de posguerra debe ser
necesariamente completado con las fuertes tensiones nacionalistas
y socialistas que aparecen en muchos países.
Tensiones nacionalistas derivadas en unos casos de la
reorganización territorial de los nuevos Estados, y en otros de los
resultados de la guerra, que había significado pérdidas territoriales
para los vencidos.
Las tensiones sociales eran aún más fuertes por el ejemplo que
podía suponer el triunfo de la revolución socialista en Rusia y
porque los partidos obreros eran a menudo los más fuertes de cada
país, incluso a nivel parlamentario.
Mientras en algunos países las crisis sociales se resuelven
aceptando parcialmente las reformas reivindicadas por los
trabajadores, especialmente en los Estados del norte de Europa, en

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