Historia de la Psicología I (118).
Facultad de Psicología.
Universidad de Buenos Aires.
FICHA DE CÁTEDRA
UNIDAD 1.3.
DOS MOMENTOS EN LA HISTORIA DEL YO. MONTAIGNE Y ROUSSEAU.
Pablo Pavesi
I. Introducción. El advenimiento del yo.
En 1966, Georges Gusdorf (1912-2000) inicia la publicación de una serie de obras cuyo
título general es Las ciencias humanas y el pensamiento occidental, vasto proyecto que
excede en mucho la historia de las primeras y aspira a ser una historia del segundo. El
título del primer volumen, De la historia de las ciencias a la historia del pensamiento
(1966), hace explícita esa aspiración. Esa historia monumental, de trece voluminosos
volúmenes, consagra el séptimo a un rico campo de investigación, a saber: El
nacimiento de la conciencia romántica en el siglo de las Luces (1976).
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La primera
parte de ese libro se detiene en una verdadera mutación del sentido de lo real, la
aparición de un modo de sentir y de pensar que luego se llamará romántico, y que
Gusdorf denomina La revolución no galileana. La segunda parte se consagra a La
renovación de las verdades y los valores y su capítulo quinto es el que figura en nuestro
Programa, El advenimiento del yo (Gusdorf 1976; traducción castellana Gusdorf 2022).
El yo, entendido ya no como un sujeto agente, sino como objeto de indagación, examen
y escritura es un fenómeno que en términos generales, puede ser llamado moderno.
Famosamente, la primera manifestación de la literatura del yo, es decir, el primer libro
1
Los títulos de la colección pueden consultarse en
https://fr.wikipedia.org/wiki/Georges_Gusdorf
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en el que el autor declara explícitamente, desde el prefacio, que el objeto de su libro es
él mismo son los Ensayos de Michel de Montaigne, cuya primera edición es de 1580. El
yo es, en efecto, un advenimiento en la historia de la cultura: toda la literatura antigua y
medieval lo desconocen con plenitud. Los antiguos no tienen un “espacio interior” más
o menos profundo, más o menos (in)accesible, que definiría su personalidad singular e
íntima; ellos se distinguen entre sí como entidades que no son privadas sino públicas, es
decir, políticas, porque cada uno de ellos sólo es lo que es en función de aquello que
dicen y que hacen frente a otros, con otros y contra otros; lexis y praxis: palabra
persuasiva y acción común. Nos hemos detenido en el punto en Pavesi (2020), texto que
figura como bibliografía obligatoria en la Unidad 1.1 de nuestro Programa. El yo
adviene, en una tremenda eclosión, bajo formas múltiples y muy variadas, discursivas y
no discursivas. Manifestaciones discursivas: aparece una literatura, o mejor, muchas
literaturas del yo y que no necesariamente se escriben en primera persona: memorias,
biografías, autobiografías, sin olvidar la novela –género novedoso en el que el personaje
esconde, para mejor mostrar, las experiencias íntimas del autor– y un género que
Gusdorf llama la “literatura no literaria”, libre de preocupaciones estéticas, en la que el
autor escribe para él mismo, su único lector, en el diario íntimo, o para un solo lector, en
la correspondencia. Esa literatura del yo se opone desde el primer momento al
racionalismo, al cosmopolitismo y al enciclopedismo de las Luces y desarrolla una
moral y una estética, o varias, una concepción del hombre en el mundo, un cierto
sentido de la religión, una cultura, en fin, que todavía es, o permite entender, la nuestra.
Manifestaciones no discursivas, además, igualmente múltiples y variadas, que se
muestran en la pintura –surgimiento del retrato y luego del autorretrato–, en la
invención del espejo, en la difusión de una indumentaria de la privacidad, el deshabillé,
y en las novedosas (re)organizaciones del espacio vivido: aparición del pasillo y del
tocador, del quiosco y del jardín inglés. Todas ellas son modos en los que se ejerce y se
disfruta una nueva forma de sociabilidad privada, opuesta y hostil a la mundanidad
convencional, un nuevo modo de ser con otros cuyo modelo son las mañanas a la
inglesa que Rousseau celebra en su novela Julia o la Nueva Eloísa (1761): el encuentro
con los íntimos, en un reducto campestre, agradable y apartado, el gusto por el silencio
compartido, el contacto con la naturaleza.
En lo que sigue nos detendremos brevemente en dos modos clásicos (esto quiere
decir, todavía vigentes) de la literatura del yo, esto son, los de Michel de Montaigne
(1533-1592) y los de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778); ambos tienen lugar principal
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en el texto de Gusdorf. Mencionaremos brevemente además, dos modos de la
recusación/crítica/condena del yo igualmente importantes, los cuales no ven en él más
que una ficción de nuestra imaginación, necesaria para mantener en el tiempo una
problemática identidad personal (David Hume, 1711-1776), o el mero objeto del amor
de sí, la imagen de un espejo que no podemos dejar de amar (Blaise Pascal, 1623-1662).
Antes y para mejor comprensión de lo que sigue, nos detendremos en una
versión particular de la literatura del yo, a la cual Gusdorf da especial importancia, a sa-
ber, la autobiografía confesional de inspiración pietista que se escribe como diario
íntimo y, eventualmente, se publica como literatura edificante, en la cual el fiel,
siguiendo la tradición inaugurada por las Confesiones de san Agustín (398), atraviesa la
trilogía bíblica, (inocencia-infancia, caída-juventud, redención-madurez), y relata las
peripecias de su educación religiosa, del arrebato en el pecado y al fin, luego de una
búsqueda más o menos tortuosa, de la conversión final (en la forma de una revelación) y
el ministerio fecundo. El pietismo no pretende constituirse en una iglesia separada e
inspira a todas las confesiones reformadas por la importancia otorgada a la experiencia
personal y al examen de conciencia, al punto de constituir lo que Gusdorf llama una
psicoteología, una verdadera “psicología cristiana”. Una sección de su trabajo se
consagra al itinerario por el que el espacio interior se naturaliza y el examen de
conciencia, que nutrirá de aquí en más a la poesía, la novela y al teatro, se seculariza
progresiva e irrevocablemente y se transforma al fin en una psicología empírica,
fundada en el examen de la conciencia, propia y ajena. El siglo dieciocho no ha
terminado. “La relación con Dios –escribe Gusdorf– era, para san Agustín y los
pietistas, el fundamento de la unidad personal; desde Jean-Jacques Rousseau hasta
André Gide y Jean-Paul Sartre, Dios no cesa de alejarse y, en el límite, muere. La
psicología heredará ese dominio que escapa al control cristiano”.
Es importante notar que, tal como veremos en la Unidad 2.2 de nuestro
Programa, Michel Foucault, en el primer volumen de la Historia de la sexualidad,
publicado en 1976 (el mismo año que el estudio de Gusdorf), propone, en un modo muy
diferente de hacer historia y recurriendo a fuentes muy distintas, una tesis análoga a la
que resumimos más arriba, esta es: que la subjetividad contemporánea y las psicologías
(psiquiatrías, psicoanálisis etc.) que la tienen por objeto resultan de la desacralización de
la confesión, en este caso católica, que nace de la Contrarreforma, tal como ella se regla
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y se practica a partir del Concilio de Trento (1545-1563) y se medicaliza
progresivamente en la última mitad del siglo XVIII y el siglo XIX.
II. El yo proteico. Montaigne.
El yo, tal como lo entendemos aquí, es moderno. Su primera página data de
1580: es el aviso Al lector con el que Michel de Montaigne abre sus Ensayos. Allí se
lee: «Este es un libro de buena fe, lector. Él te advierte desde el principio que… no
tengo ninguna consideración de tu servicio o de mi gloria… Quiero que se me vea de
manera simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio: pues me pinto a
mismoYo mismo soy la materia de mi libro, asunto frívolo y vano…» (Montaigne
1992, 1).
Quisiéramos insistir en el carácter esencialmente histórico de este yo que se
vuelve a mismo, como su propia materia. Esta escritura del yo va contra toda la
tradición filosófica y se presenta incluso como una destitución de toda filosofía. Por dos
razones: a) la filosofía clásica postula que sólo hay conocimiento de lo universal
(Aristóteles 1980, 981b); luego, todo discurso sobre el yo particular del autor no puede
enunciar ninguna verdad que pueda interesarle al lector, hecho que Montaigne asume al
admitir que no busca otorgarle ningún servicio al que abre su libro; b) según la tradición
ética clásica, aún vigente, el hombre virtuoso nunca habla de sí (Aristóteles 1981,
1125a), de manera tal que el hablar de sí mismo es una actividad ridícula que denota un
banal amor propio acusación de la que Montaigne se hace cargo al escribir que tratará
de un asunto «frívolo y vano»: la escritura del yo es una destitución de la metafísica y
necesita una justificación ética.
Ahora bien, Montaigne enfrenta y desarrolla una serie de tópicos que serán de
ahí en más ineludibles para toda la literatura del yo.
II. 1. La soledad. De manera solemne, Montaigne, testimonia su ruptura con los
asuntos públicos (de hecho, con su cargo en el Parlamento de Bordeaux) y establece el
recinto físico de su retiro, la biblioteca paterna, para establecer el ámbito de su distancia
al mundo. Es cierto que las vicisitudes del mundo, la guerra civil, la peste, en los que
tomará parte activa, lo arrancarán de su soledad. Pero la biblioteca será siempre un lugar
donde volver, esto es, un lugar donde volver a escribiendo sobre mismo. En una
inscripción que hace pintar sobre la pared, Montaigne escribe: «En el año de Cristo de
1571, a los treinta y ocho años,… la víspera de su aniversario, Michel de Montaigne,
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desde hace tiempo hastiado de la esclavitud de la corte del Parlamento… se hizo aparte
para reposar sobre el seno de las doctas vírgenes en la calma y la seguridad… [y] ha
consagrado estos dulces retiros paternos a su libertad, a su tranquilidad y sus ocios» (cit.
Por Starobinski 1982, 19). Cabe subrayar un punto importante: en ese nuevo
nacimiento, la víspera de su cumpleaños, Montaigne inaugura un lugar de privacidad
que es un lugar de libertad (contra la esclavitud de los trabajos del mundo) lo cual
invierte limpiamente la noción de libertad clásica la cual es una libertad esencialmente
política, ejercida en la condición de ciudadano en relación con otros ciudadanos, y, por
lo tanto, eminentemente pública. Además, la soledad de Montaigne se distingue de la
soledad estoica pues sólo admite la compañía de las Musas, las “doctas vírgenes” que
habitan en los libros de su biblioteca; la soledad exige pues una renuncia a toda
ocupación (incluso privada) y la ruptura o, al menos la suspensión de todo lazo no solo
político-público sino también familiar y privado. Tal como Montaigne mismo hace
explícito en su ensayo «De la soledad», el yo sólo se manifiesta mediante una
transformación en la cual «debe secuestrarse y retenerse a sí». «Hay que regresar y
retirar el alma en sí» (Montaigne 1992, 185). El léxico de la posesión se hace insistente:
«La cosa más grande del mundo es saber ser en sí» (Montaigne 1992, 187), el alma
debe «reconducirse a sí» (Montaigne 1992, 186); allí, de nuevo, reside nuestra
«verdadera libertad». «Tenemos una alma contornable en misma; ella puede hacerse
compañía» (ibíd.).
II. 2. La transformación. Pero ese reencuentro consigo mismo se ve inmediatamente
frustrado. En uno de sus primeros ensayos, que trata «Del ocio», Montaigne relata ese
dramático fracaso. Decidido a «retirarme en mí», a dejar a su espíritu en reposo para
«conversar consigo mismo…, detenerse y reposeerse a sí» (Montaigne 1992, 22),
Montaigne descubre que esta posesión de es ardua y fatigosa; su espíritu « se da a
mismo un trabajo mucho mayor del que le exigían los otros» porque, punto capital, su
propio espíritu «me da a luz tantas quimeras y monstruos fantásticos, …sin orden ni
propósito, tantos que, para contemplar su ineptitud y su extrañeza, he comenzado a
registrarlos esperando con el tiempo que se avergüence a mismo» (Montaigne 1992,
23). Es justamente esa extrañeza la que lleva al esfuerzo de escribir. La escritura no
pretende ni explicar, ni recordar. El esfuerzo reside por el contrario en registrar y
describir, esto es, en dar testimonio de la distancia entre el yo que escribe y el yo que
aparece, en la multiplicidad de monstruos fantásticos. «Es una empresa engañosa
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escribe Montaigne - seguir la marcha vagabunda de nuestro espíritu, y penetrar las
profundidades opacas de sus repliegues internos…» (Montaigne 1992, 291).
Pues bien, quisiéramos destacar que la extrañeza monstruosa que siente el yo que
escribe ante el yo que describe se debe a una razón bien precisa, esta es, el tiempo,
entendido no como sucesión de instantes, sino como flujo de metamorfosis. El yo de
Montaigne es un «yo proteico» (Gusdorf 1976, 321) en alusión al dios Proteo, la antigua
deidad marina, quien era capaz de tomar mil formas diferentes. «No solamente me
mueve el viento de los accidentes… sino que además yo mismo me muevo y me turbo a
mismo…; y aquel que mira bien, no se encuentra nunca dos veces en el mismo
estado. Todas las contrariedades se encuentran en mí… No tengo nada que decir de mí,
entera, simple y sólidamente, sin confusión y sin mezcla, ni en una palabra» (Montaigne
1992, 260). De modo que, una vez acometida la empresa de una re-posesión de
mismo, el yo constata que no puede poseerse a sí en el flujo continuo y contradictorio de
sus transformaciones. Esa multiplicidad de identidades hacen imposible toda forma de
identidad; en efecto, los distintos yo que danzan ante Montaigne son totalmente
discretos; nada liga a uno con los otros de manera que la diferencia entre ellos es igual a
la diferencia que existe entre el yo y otro. «Estamos hechos de pequeños pedacitos de
una contextura tan informe y diversa que cada pieza, cada momento, toma su decisión.
Y hay tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos como la que hay entre nosotros
y otro» (Montaigne 1992, 261). Queda claro que el tiempo, entendido como
transformación y metamorfosis, impide cualquier recurso a la memoria para fijar la
identidad del que escribe. En el flujo temporal no hay traza; sólo queda el pasaje de los
distintos yo, extraños uno al otro. «No pinto el ser, pinto el pasaje» (Montaigne 1992,
872). Este texto nos permite discutir una afirmación de Gusdorf, por la cual los
ensayos de Montaigne tejerían una especie de “autobiografía en desorden (Gusdorf,
1976, 322).
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Por el contrario, dado el tiempo metamorfosis, la escritura de impide
toda autobiografía, incluso una autobiografía “desordenada”; de hecho, Montaigne
opina sobre todo pero no habla sobre su vida y escribe como si no tuviera historia, sino
sólo experiencias. Esta es la principal diferencia de esta literatura del yo con la
autobiografía que inaugura Rousseau, dos siglos después.
II. 3. La identidad del autor. Pero hay finalmente, si no una identidad, una unidad
recuperada, la del yo que escribe, al menos mientras escribe. Brevemente, la única
2
En p. 8 de la traducción castellana incluida en la página de nuestra cátedra:
www.elseminario.com.
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unidad del yo es, para Montaigne, la de aquel que, asombrado, se mira a mismo, en la
imposible reposesión de sí. Luego, no hay otra identidad que la del testigo que escribe la
serie de transformaciones confusas que se despliegan en sí y ante . El yo de Montaigne
es el nombre del autor y su identidad queda pues transferida a la unidad del libro. «Yo a
esta hora y yo s temprano somos bien dos…» insiste Montaigne. Sin embargo,
agrega en seguida, esta metamorfosis no atenta contra la unidad del libro. «Mi libro es
siempre uno» (Montaigne 1992, 741). Luego, Montaigne no escribe su libro, es escrito
por él. «No he hecho mi libro; mi libro me hizo a mí, libro consubstancial a su autor…»
(Montaigne 1992, 741). La identidad pasa a ser la de la obra, la del testigo de la
mutabilidad que es tal sólo si escribe y que sólo aparece en el texto, ya no a los ojos de
Montaigne, sino a los ojos del lector. Luego, este yo, como asunto del cual trata el libro,
no sólo irrumpe en la historia de la literatura sino que inaugura una nueva forma de
literatura: el yo se escribe bajo la forma del ensayo, es decir, el yo se ensaya. Los
Ensayos de Montaigne inauguran una escritura del yo, porque inauguran un yo de la
escritura. Puede decirse lo mismo, agreguemos nosotros, en cualquier caso, oral o
escrito, en el cual el sujeto del enunciado es el objeto de enunciación: el yo aparece
siempre como objeto de un discurso y la identidad, problemática para el que habla o
escribe solo se constituye en función de quien lee o escucha.
III. El yo autobiográfico. Rousseau.
Las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau se publican en 1781, tres años después de la
muerte de su autor. El título es altamente provocativo porque evoca inmediatamente las
Confesiones de san Agustín. Ya hemos señalado más arriba que la literatura confesional
de inspiración agustiniana, escrita en forma de diario íntimo o ayuda memoria, es muy
vigente en el siglo XVIII particularmente en el ámbito pietista (Gusdorf 1976, 343-354).
Estos relatos de vida siguen siempre el mismo orden, que es el del drama cristiano:
inocencia original, caída en el pecado, el amor de (que Rousseau llamará el amor
propio), luego la más o menos lenta o súbita conversión y finalmente la firme esperanza
en una redención por el ejercicio de un ministerio fecundo. La literatura del yo tiene sus
orígenes en la conciencia religiosa. Pero hasta allí, la confesión, en tanto tal, se dirige a
Dios y da testimonio de una búsqueda tortuosa, de un sufrimiento y, finalmente, de una
conversión. Cierto es que el que confiesa bucea en su interioridad. Pero en las
Confesiones de san Agustín, la interioridad es el lugar de una búsqueda de Dios, de
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Aquél que es en pero no soy yo: «Tú estabas en y yo estaba fuera de mí» escribe
el santo (Agustín 1947, I 161). Lejos de llevar al conocimiento de un yo (que se
presenta desde el primer momento como fuente de error y pecado, enceguecido en el
amor de mismo y la avidez del deseo), la investigación agustiniana de la interioridad
sólo puede escribirse después de la conversión, justamente porque aspira a ser, al fin,
testimonio de la Gracia. Hay aquí una autobiografía, sí, pero no hay una literatura del
yo. En esta misma tradición se ubica Blaise Pascal quien leyó muy bien a Montaigne,
cuyos Pensamientos (1670) tendrán enorme influencia en los siglos venideros, mucho
más allá de Port Royal y del jansenismo. Pues bien, recordemos de nuevo que el yo,
según esta tradición, no tiene otra realidad que ser el objeto del amor propio: La
naturaleza de ese amor propio y de ese yo humano es la de amarse sólo a mismo y no
considerar más que a sí mismo” (Pascal 1963, 636). Según esto, el yo, por definición, se
agota en un amor que comienza en él y siempre se dirige a él, en una suerte de
narcisismo primario irrevocable. Luego, el yo que accede a amar al semejante, por
definición, no es un yo; brevemente, la ruptura del narcisismo, condición para amar a
alguien que no sea yo mismo, exige la aniquilación del yo. El yo (moi) es aborrecible”,
dice Pascal, porque pertenece a su misma naturaleza la aspiración de ser “el centro de
todo” (1963, 637). El subrayado de la palabra yo indica que se trata de un neologismo.
En efecto, es la primera vez que el yo deja de ser un pronombre personal y pasa a ser un
sustantivo. La primera edición de los Pensamientos, póstuma, incluía una explicación
necesaria para el lector del siglo XVII: “[Al escribir el yo] El autor –precisaba- quiere
decir el amor propio. Es un término que el autor tenía la costumbre de usar entre
algunos de sus amigos”.
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La sustantivación del yo aparece en el momento en que pierde realidad, como
pura imagen en el espejo, objeto del amor a mismo. Pascal y la sensibilidad religiosa
de Port Royal ya temen y anticipan, un siglo antes, la empresa inaugurada por Rousseau
y de la cual no salimos, la constitución de una identidad personal en la confesión
perpetua y laica. Parece, en efecto - escribía Sainte-Beuve en 1859 - que …nuestros
Señores [Pascal, entre otros] presienten y querrían asfixiar anticipadamente en sus
ensayos, las Confesiones de Jean-Jacques [Rousseau] y toda esa serie de obras que son
las Confesiones de san Agustín secularizadas y profanadas, las confesiones sin
conversión, por diversión, por arte, por hastío” (Sainte-Beuve 1953, 839).
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Citado por Brunschvicg en Pascal (1946, 343). Sobre esta substantivación del pronombre personal,
véase Carraud 2010.
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Rousseau se apodera del título de un clásico de la literatura cristiana, todavía
muy vigente, y escribe la primera confesión laica: el autor ya no se confiesa a Dios, se
confiesa al público. La autobiografía confesional se hace literatura del yo a condición de
la muerte de Dios. Cierto es que en la página inicial, Rousseau invoca a Dios, pero sólo
como Aquél conocedor del corazón de Jean-Jacques, quien a su vez conoce su corazón
tanto como Dios: “Dios y yo conocemos nuestro corazón”, escribe en el Prefacio a las
Confesiones. Luego, evidentemente, no necesita invocarlo, como san Agustín, para
conocerse. Dios, entonces, ve a Rousseau tal como él mismo se muestra al público; ya
no lo necesitaremos de aquí en más. La prueba está en que enseguida se llama a un Dios
teatral, invocado para que haga el favor de reunir alrededor del autor al público, es
decir, a todos los lectores de Europa (Rousseau 1968, 43). Dios no es el fin de mi
palabra y de mi oración; es el acomodador.
Sabemos hoy que Rousseau abre una época, la nuestra. Pascal y Sainte-Beuve
tenían razón. El primero anticipa en el siglo XVII y el segundo ve el triunfo, en el siglo
XIX, de una época donde el yo será el ídolo, fútil y cruel, de la adoración de los
hombres, enamorados de la intimidad propia y ajena. La confesión, al hacerse laica,
marcará con su sello nuestra subjetividad, un yo que no quiere más que hablar de sí ante
otros, familiares, amigos, los innumerables expertos en escuchar o el público en general,
y que se constituye en el acto mismo de esa confesión. Somos una “sociedad
confesional” (Foucault 1983, 177) y gran parte de nuestra literatura, y en general, de
nuestro arte, todavía aspira a una estética de la “expresión” de nuestros sentimientos
íntimos y de nuestra historia personal, afectiva.
IV. Decir todo.
Rousseau inaugura la autobiografía y al mismo tiempo permite una formulación de
nuestra identidad personal como resultado de una historia (que nos compromete a
nosotros, a los otros, a la situación histórica del mundo) y esa historia es la historia de lo
que sentimos. Rousseau inaugura nuestro yo, entidad histórica y sensible. Hay dos
puntos principales en esta inauguración que debemos señalar y que nos permiten
compararla con la de Montaigne.
IV.1. Transparencia y narración. El yo de Rousseau es transparente a sí
mismo. «Siento mi corazón» (Rousseau 1968, 43). No hay aquí monstruos, ni
metamorfosis, y si hay opacidad, es temporaria. El fin de la confesión es mostrar esa
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transparencia a los ojos del lector. «Quiero hacerme transparente a los ojos del lector»
(Rousseau 1968, 211).
Este pasaje de la transparencia a sí y a otros marca el sentido de las Confesiones
(1781) (Starobinski 1971). Soy transparente a mí, pero esa transparencia es vana,
porque los otros me conocen mal: ellos atribuyen mis actos a motivos que no son los
míos y son los suyos, en un malentendido que exige ser rectificado. La conciencia de
es insuficiente hasta que no se haga pública y sea vista por los otros.
Este abismo entre el yo privado y el yo público se dramatiza en las Confesiones
en una experiencia que marcará definitivamente la vida y la filosofía del autor. A los
once años, Rousseau es pupilo en la casa de la familia Lambercier. El amor a sus
maestros, la alegre amistad con sus condiscípulos hacen de esa residencia un «paraíso
terrenal» (Rousseau 1968, 58). Pero súbitamente, el joven Rousseau es acusado de un
delito banal, la ruptura de un peine, delito del cual se dice inocente, aunque todas las
circunstancias lo acusen, y por el cual es castigado al ostracismo y la reclusión. Esa
injusticia marca la expulsión del paraíso terrenal. A partir de aquí «…el respeto, la
intimidad, la confianza, ya no ligaban a los alumnos con sus maestros; ya no los
mirábamos como dioses que leían en nuestros corazones; ya no nos avergonzábamos
sobre los males que hacíamos y temíamos ser acusados: comenzamos a escondernos, a
amotinarnos, a mentir» (ibíd.). Rousseau dramatiza lúcidamente esta pérdida de la
inocencia, que es la de todo hombre civilizado, la cual se traduce en la distancia entre un
yo público, la máscara, y un yo privado, subjetivo y escondido; distancia en la cual la
máscara finalmente agota toda autenticidad y se pega al rostro. Este desdoblamiento,
que Rousseau, denuncia como una verdadera «caída» se repetirá varias veces y culmina
en 1762, cuando el Parlamento de París condene sus últimos libros, el Contrato Social
(1761) y el Emilio o de la Educación (1761), a ser quemados en hoguera pública y
ordena el arresto de su autor. Advertido, Rousseau se escapa a Suiza y la ciudad de
Ginebra, su patria, le cierra las puertas, en el inicio de un largo y sufriente periplo por
media Europa. En la confesión, en el intento de hacer transparente su corazón a los ojos
del lector, Rousseau quiere salvar la distancia entre su yo privado y su yo público, para
recuperar su inocencia original, el paraíso perdido.
Pero, para que esta empresa sea posible, Rousseau recupera aquí una exigencia
de la confesión religiosa y la hace laica: la confesión debe ser total, sin pliegue alguno;
Rousseau no sólo declara que dirá la verdad sobre sí, sino que dirá toda la verdad con el
fin, justamente, de salvar este quiebre entre público-privado, entre ser y aparecer. Este
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yo no hace un simple retrato de sí, aspira a decir todo: «todo lo que hice, todo lo que
pensé, todo lo que sentí» (Rousseau 1968, 211). El siglo XIX y luego el XX explotarán
las enormes posibilidades estéticas, filosóficas, (a)políticas de este yo sensible, pero
recuperarán quizás definitivamente la opacidad y la metamorfosis de Montaigne,
abandonando la transparencia de Rousseau. El tiempo pasado sigue allí, actuando en
nuestras acciones pero no todo pasado puede acceder a la representación y forma parte
íntima de nosotros mismos pero sin acceder a la conciencia, como un fondo escondido o
que se esconde, más o menos inaccesible o interpretable; este es el yo de la filosofía en
el tránsito al siglo XX (Bergson), de la monumental autobiografía de Marcel Proust, del
psicoanálisis, en el que terminará por escindirse de un inconsciente amenazante al que
reprime para sobrevivir.
Quizás pueda decirse que el culto a nuestro yo personal se juega todavía en la
doble alternativa de un yo autobiográfico que en el relato de su vida quiere hacerse
transparente a otros para hacerse transparente a y se enfrenta a la laboriosa tarea de
decir todo pero que en ese relato se enfrenta a una distancia insalvable, de una opacidad
de laboriosa elucidación, los “monstruos fantásticos” de Montaigne.
IV.2. El tiempo de la memoria. Pero hay una decisión inaugural que todavía es
vigente: para mostrarse entero al lector, es decir, para mostrar la intimidad de Jean
Jacques, Rousseau, por primera vez en la historia de la literatura, decide contar su
historia personal, es decir, todo su pasado. “He prometido pintarme tal como soy; y para
conocerme en mi edad avanzada, hace falta haberme conocido bien en mi juventud”
(Rousseau 1968, 211) y, agreguemos, para conocerlo en su juventud hay que conocer
su niñez. La autobiografía es posible porque la profundidad del yo no admite una
topografía espacial: el yo es esencialmente histórico; su ser presente está determinado
por el conjunto integral de su pasado y no puede presentarse de otra manera que
relatando su historia personal, íntima, sentida. Pues bien, este relato, a su vez, es
posible porque lo vivido, lo pensado y lo sentido, dejan una traza: «los primeros rasgos
que se han grabado en mi cabeza, han permanecido y aquellos que se grabaron luego,
antes de borrarlos, se han combinado con aquellos». Rousseau se remonta entonces a las
«primeras causas» que lo hacen ser como es, y a partir de allí reconstruye, en una
verdadera novela, “el encadenamiento de los efectos” (Rousseau 1968, 211), el hilo y la
combinación de sus “disposiciones interiores” (Rousseau 1968, 122). Nace aquí, junto
con la autobiografía íntima, un yo puramente narrativo, que como tal, no recuerda su
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vida narrando los grandes acontecimientos históricos, políticos, públicos, en los que ha
participado, según la tradición de las Memorias, si no que, al contrario, recuerda para
narrarse a mismo, en una historia que en principio prescinde de o se privilegia sobre
la historia del mundo.
Pues bien, en todos los casos, aquél y cualquier relato del yo es posible gracias a
una noción original del tiempo de la conciencia, en general, y, en particular, de la
naturaleza de la memoria. Para entender esta noción de tiempo-memoria, debemos
compararla con la noción opuesta, predominante en el siglo XVIII, tal como ella se
formula en la filosofía de David Hume. Según ésta, el tiempo de la conciencia es el de
una sucesión lineal de percepciones que se siguen unas a otras en instantes excluyentes,
tal como se excluyen entre las posiciones de los diferentes puntos en una línea; este es
precisamente el tiempo entendido como cuarta dimensión del espacio, el tiempo público
del reloj. Ahora bien, dado el principio por el cual sólo percibimos percepciones, el yo
se deshace en la sucesión temporal y no es más que “un haz o colección de percepciones
diferentes que se suceden entre con rapidez inconcebible y están en continuo flujo y
movimiento” (Hume [1739] 1967, 252) una sucesión en la que no hay “ni simplicidad
en un tiempo ni identidad alguna en momentos diferentes” (Hume 1967, 252). Luego, el
yo pierde irrevocablemente su carácter sub-stancial, pues ese pretendido sub-strato
jamás se da a la experiencia, en tanto no es ni podría ser una percepción. Así escribe
Hume para suprimir la discontinuidad, fingimos la existencia continua de las
percepciones… y llegamos a la noción de alma, yo o sustancia para enmascarar la
variación” (Hume 1967, 254). Luego, el yo es apenas una creencia ilegítima, una
“ficción” que oculta tras una identidad substancial lo que no es más que un frágil
puñado de percepciones asociadas por semejanza y causalidad.
Para Hume y, a partir de él, para toda la psicología asociacionista, el recuerdo es
una imagen más débil que la impresión original (Hume 1967, 8). Rousseau invierte el
orden de intensidades, esto quiere decir: siente el recuerdo más intensamente que la
impresión original. “Los objetos hacen menor impresión en mí que sus recuerdos”
(Rousseau 1968, 211). Luego de abandonar a su pobre suerte a su amigo M. Le Maître,
escribe que “no es cuando acabamos de cometer una acción vil que ella nos atormenta,
es cuando mucho tiempo después la recordamos; el recuerdo nunca se apaga” (Rousseau
1968, 171). Cabe recordar aquí el candente recuerdo de la primera vez que se lo acusa y
se lo castiga injustamente, la “caída” que tendrá como consecuencia la pérdida de la
inocencia originaria y el clivaje entre un yo público y un yo privado, cuya unidad las
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Confesiones aspiran a restituir (Rousseau, 1968, 56); o los remordimientos que lo
acompañan toda su vida, hasta su última vejez (Rousseau 1968, 121) por la cobarde
vileza y las nefastas consecuencias de su primera mentira (Rousseau 1960, 64). Estos
recuerdos, por lo tanto, no son pasados sino que aún actúan en todo lo que es quien
recuerda pues ellos se prolongan en su odio a la injusticia y en el “entusiasmo por la
libertad, la verdad, la virtud” (Rousseau 1968, 99) que lo llevan a hacerse escritor. Esto
quiere decir que el recuerdo no es una copia débil, es una re-vivencia de una experiencia
que siempre estuvo allí, una reaparición del sentimiento original que no sólo es más
intenso que la impresión sino que revela ahora un sentido que se perpetúa en el presente
y se proyecta en el futuro (Pavesi 2021).
Luego, la memoria es manifestación de un pasado que nunca se fue, que está ahí
inclinado sobre el presente y que determina mi modo de ser y de proyectarme hacia
otros y hacia el mundo. De aquí, la posibilidad de cumplir con la de otra manera
imposible empresa de decir todo. No debo recordar mi vida, nos dice Rousseau; mi
vida es todo lo que recuerdo; lo que viene a porque me acompaña ahora, es decir,
porque no se fue. Lo olvidado es banal porque lo olvidado, de hecho, no soy yo, es
ajeno a si la experiencia original no sigue jugando sobre mi presente, en mi
sensibilidad actual, en su traza indeleble y en el conjunto de causalidades y actos que
de ella se siguen y que la actualizan. Esta es la inflexión histórica que hace posible la
autobiografía: gracias a la memoria, la verdad ya no reside en el hecho objetivo, sino en
la autenticidad del que recuerda (Miraux 2005).
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