MORIN, E. - INTRODUCCIÓN AL PENSAMIENTO
COMPLEJO
Introducción
Legítimamente, le pedimos al pensamiento que disipe las brumas y las oscuridades, que
ponga orden y claridad en lo real, que revele las leyes que lo gobiernan. El término
complejidad no puede más que expresar nuestra turbación, nuestra confusión, nuestra
incapacidad para definir de manera simple, para nombrar de manera clara, para poner
orden en nuestras ideas. Al mismo tiempo, el conocimiento científico fue concebido
durante mucho tiempo, y aún lo es a menudo, como teniendo por misión la de disipar la
aparente complejidad de los fenómenos, a fin de revelar el orden simple al que obedecen.
Pero si los modos simplificadores del conocimiento mutilan, más de lo que expresan,
aquellas realidades o fenómenos de lo que intentan dar cuenta, si se hace evidente que
producen más ceguera que elucidación, surge entonces un problema: ¿cómo encarar a la
complejidad de un modo no-simplificador? De todos modos este problema no puede
imponerse de inmediato. Debe probar su legitimidad, porque la palabra complejidad no
tiene tras de sí una herencia noble, ya sea filosófica, científica, o epistemológica.
Por el contrario, sufre una pesada tara semántica, porque lleva en su seno confusión,
incertidumbre, desorden. Su definición primera no puede aportar ninguna claridad: es
complejo aquello que no puede resumirse en una palabra maestra, aquello que no puede
retrotraerse a una ley, aquello que no puede reducirse a una idea simple. Dicho de otro
modo, lo complejo no puede resumirse en el término complejidad, retrotraerse a una ley
de complejidad, reducirse a la idea de complejidad. La complejidad no sería algo definible
de manera simple para tomar el lugar de la simplicidad. La complejidad es una palabra
problema y no una palabra solución.
La necesidad del pensamiento complejo no sabrá ser justificada en un prólogo. Tal
necesidad no puede más que imponerse progresivamente a lo largo de un camino en el
cual aparecerán, ante todo, los límites, las insuficiencias y las carencias del pensamiento
simplificante, es decir, las condiciones en las cuales no podemos eludir el desafío de lo
complejo. Será necesario, entonces, preguntarse si hay complejidades diferentes y si se
puede ligar a esas complejidades en un complejo de complejidades. Será necesario,
finalmente, ver si hay un modo de pensar, o un método, capaz de estar a la altura del
desafío de la complejidad. No se trata de retomar la ambición del pensamiento simple de
controlar y dominar lo real. Se trata de ejercitarse en un pensamiento capaz de tratar, de
dialogar, de negociar, con lo real.
Habrá que disipar dos ilusiones que alejan a los espíritus del problema del pensamiento
complejo.
La primera es crear que la complejidad conduce a la eliminación de la simplicidad. Por
cierto que la complejidad aparece allí donde el pensamiento simplificador falla, pero
integra en sí misma todo aquello que pone orden, claridad, distinción, precisión en el
conocimiento. Mientras que el pensamiento simplificador desintregra la complejidad de lo
real, el pensamiento complejo integra lo más posible los modos simplificadores de pensar,
pero rechaza las consecuencias mutilantes, reduccionistas, unidimensionales y finalmente
cegadoras de una simplificación que se toma por reflejo de aquello que hubiere de real en
la realidad.
La segunda ilusión es la de confundir complejidad con completud.
Ciertamente, la ambición del pensamiento complejo es rendir cuenta de las articulaciones
entre dominios disciplinarios quebrados por el pensamiento disgregador (uno de los
principales aspectos del pensamiento simplificador); éste aísla lo que separa, y oculta
todo lo que religa, interactúa interfiere. En este sentido el pensamiento complejo aspira al
conocimiento multidimensional. Pero sabe, desde el comienzo, que el conocimiento
complejo es imposible: uno de los axiomas de la complejidad es la imposibilidad, incluso
teórica, de una omni-ciencia.
Hace suya la frase de Adorno «la totalidad es la no-verdad». Implica el reconocimiento de
un principio de in-completud y de incertidumbre. Pero implica también, por principio, el
reconocimiento de los lazos entre las entidades que nuestro pensamiento debe
necesariamente distinguir, pero no aislar, entre sí.
Pascal había planteado, correctamente, que todas las cosas son «causadas y causantes,
ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas, y que todas (subsisten) por un lazo natural
a insensible que liga a las más alejadas y a las más diferentes». Así es que el
pensamiento complejo está animado por una tensión permanente entre la aspiración a un
saber no parcelado, no dividido, no reduccionista, y el reconocimiento de lo inacabado e
incompleto de todo conocimiento.
Esa tensión ha animado toda mi vida. Nunca pude, a lo largo de toda mi vida, resignarme
al saber parcelarizado, nunca pude aislar un objeto del estudio de su contexto, de sus
antecedentes, de su devenir. He aspirado siempre a un pensamiento multidimensional.
Nunca he podido eliminar la contradicción interior. Siempre he sentido que las verdades
profundas, antagonistas las unas de las otras, eran para mí complementarias, sin dejar de
ser antagonistas. Nunca he querido reducir a la fuerza la incertidumbre y la ambigüedad.
Desde mis primeros libros he afrontado a la complejidad, que se transformó en el
denominador común de tantos trabajos diversos que a muchos le parecieron dispersos.
Pero la palabra complejidad no venía a mi mente, hizo falta que lo hiciera, a fines de los
años 1960, vehiculizada por la Teoría de la Información, la Cibernética, la Teoría de
Sistemas, el concepto de auto-organización, para que emergiera bajo mi pluma o, mejor
dicho, en mi máquina de escribir. Se liberó entonces de su sentido banal (complicación,
confusión), para reunir en sí orden, desorden y organización y, en el seno de la
organización, lo uno y lo diverso; esas nociones han trabajado las unas con las otras, de
manera a la vez complementaria y antagonista; se han puesto en interacción y en
constelación.
El concepto de complejidad se ha formado, agrandado, extendido sus ramificaciones,
pasado de la periferia al centro de mi meta, devino un macro-concepto, lugar crucial de
interrogantes, ligado en sí mismo, de allí en más, al nudo gordiano del problema de las
relaciones entre lo empírico, lo lógico, y lo racional. Ese proceso coincide con la gestación
de El Método, que comienza en 1970; la organización compleja, y hasta hiper-compleja,
está claramente en el corazón organizador de mi libro El Paradigma Perdido (1973). El
problema lógico de la complejidad es objeto de un artículo publicado en 1974 (Más alla de
la complicación, la complejidad, incluido en la primera edición de Ciencia con Conciencia).
El Método es y será, de hecho, el método de la complejidad.
Este libro, constituido por una colección de textos diversos, es una introducción a la
problemática de la complejidad. Si la complejidad no es la clave del mundo, sino un
desafío a afrontar, el pensamiento complejo no es aquél que evita o suprime el desafío,
sino aquél que ayuda a revelarlo e incluso, tal vez, a superarlo.
La necesidad del pensamiento complejo
¿Qué es la complejidad? A primera vista la complejidad es un tejido (complexus: lo que
está tejido en conjunto) de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados:
presenta la paradoja de lo uno y lo múltiple. Al mirar con más atención, la complejidad es,
efectivamente, el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones,
determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo fenoménico. Así es que la
complejidad se presenta con los rasgos inquietantes de lo enredado, de lo inextricable, del
desorden, la ambigüedad, la incertidumbre... De allí la necesidad, para el conocimiento,
de poner orden en los fenómenos rechazando el desorden, de descartar lo incierto, es
decir, de seleccionar los elementos de orden y de certidumbre, de quitar ambigüedad,
clarificar, distinguir, jerarquizar... Pero tales operaciones, necesarias para la inteligibilidad,
corren el riesgo de producir ceguera si eliminan los otros caracteres de lo complejo; y,
efectivamente, como ya lo he indicado, nos han vuelto ciegos.
Pero la complejidad ha vuelto a las ciencias por la misma vía por la que se había ido. El
desarrollo mismo de la ciencia física, que se ocupaba de revelar el Orden impecable del
mundo, su determinismo absoluto y perfecto, su obediencia a una Ley única y su
constitución de una materia simple primigenia (el átomo), se ha abierto finalmente a la
complejidad de lo real. Se ha descubierto en el universo físico un principio hemorrágico de
degradación y de desorden (segundo principio de la Termodinámica); luego, en el
supuesto lugar de la simplicidad física y lógica, se ha descubierto la extrema complejidad
microfísica; la partícula no es un ladrillo primario, sino una frontera sobre la complejidad
tal vez inconcebible; el cosmos no es una máquina perfecta, sino un proceso en vías de
desintegración y, al mismo tiempo, de organización.
Finalmente, se hizo evidente que la vida no es una sustancia, sino un fenómeno de auto-
eco-organización extraordinariamente complejo que produce la autonomía. Desde
entonces es evidente que los fenómenos antropo-sociales no podrían obedecer a
principios de inteligibilidad menos complejos que aquellos requeridos para los fenómenos
naturales. Nos hizo falta afrontar la complejidad antropo-social en vez de disolverla u
ocultarla.
La dificultad del pensamiento complejo es que debe afrontar lo entramado (el juego infinito
de inter-retroacciones), la solidaridad de los fenómenos entre sí, la bruma, la
incertidumbre, la contradicción. Pero nosotros podemos elaborar algunos de los útiles
conceptuales, algunos de los principios, para esa aventura, y podemos entrever el
aspecto del nuevo paradigma de complejidad que debiera emerger.
Ya he señalado, en tres volúmenes de El Metodo, algunos de los útiles conceptuales que
podemos utilizar. Así es que, habría que sustituir al paradigma de disyunción /reducción
/unidimensionalización por un paradigma de distinción/ conjunción que permita distinguir
sin desarticular, asociar sin identificar o reducir. Ese paradigma comportaría un principio
dialógico y tanslógico, que integraría la lógica clásica teniendo en cuenta sus límites de
facto (problemas de contradicciones) y de jure (límites del formalismo). Llevaría en sí el
principio de la Unitas multiplex, que escapa a la unidad abstracta por lo alto (holismo) y
por lo bajo (reduccionismo).
Mi propósito aquí no es el de enumerar los «mandamientos» del pensamiento complejo
que he tratado de desentrañar, sino el de sensibilizarse a las enormes carencias de
nuestro pensamiento, y el de comprender que un pensamiento mutilante conduce,
necesariamente, a acciones mutilantes. Mi propósito es tomar conciencia de la patología
contemporanea del pensamiento.
La antigua patología del pensamiento daba una vida independiente a los mitos y a los
dioses que creaba. La patología moderna del espíritu está en la hiper-simplificación que
ciega a la complejidad de lo real. La patología de la idea está en el idealismo, en donde la
idea oculta a la realidad que tiene por misión traducir, y se toma como única realidad. La
enfermedad de la teoría está en el doctrinarismo y en el dogmatismo, que cierran a la
teoría sobre ella misma y la petrifican. La patología de la la razón es racionalización, que
encierra a lo real en un sistema de ideas coherente, pero parcial y unilateral, y que no
sabe que una parte de lo real es irracionalizable, ni que la racionalidad tiene por misión
dialogar con lo irracionalizable.
Aún somos ciegos al problema de la complejidad. Las disputas epistemológicas entre
Popper, Kuhn, Lakatos, Feyerabend, etc., lo pasan por alto.(1) Pero esa ceguera es parte
de nuestra barbarie. Tenemos que comprender que estamos siempre en la era bárbara de
las ideas. Estamos siempre en la prehistoria del espíritu humano. Sólo el pensamiento
complejo nos permitiría civilizar nuestro conocimiento.
(1) Sin embargo, Bachelard, el filósofo de las ciencias, había descubierto que lo simple no
existe: sólo existe lo simplificado. La ciencia construye su objeto extrayéndolo de su
ambiente complejo para ponerlo en situaciones experimentales no complejas. La ciencia
no es el estudio del universo simple, es una simplificación heurística necesaria para
extraer ciertas propiedades, ver ciertas leyes.
George Lukacs, el filósofo marxista, decía en su vejez, criticando su propia visión
dogmática: «Lo complejo debe ser concebido como elemento primario existente. De
donde resulta que hace falta examinar lo complejo de entrada en tanto complejo y pasar
luego de lo complejo a sus elementos y procesos elementales.»
El paradigma de complejidad
No hace falta creer que la cuestión de la complejidad se plantea solamente hoy en día, a
partir de nuevos desarrollos científicos. Hace falta ver la complejidad allí donde ella
parece estar, por lo general, ausente, como, por ejemplo, en la vida cotidiana.
La complejidad en ese dominio ha sido percibida y descrita por la novela del siglo XIX y
comienzos del XX. Mientras que en esa misma época, la ciencia trataba de eliminar todo
lo que fuera individual y singular, para retener nada más que las leyes generales y las
identidades simples y cerradas, mientras expulsaba incluso al tiempo de su visión del
mundo, la novela, por el contrario (Balzac en Francia, Dickens en Inglaterra) nos mostraba
seres singulares en sus contextos y en su tiempo. Mostraba que la vida cotidiana es, de
hecho, una vida en la que cada uno juega varios roles sociales, de acuerdo a quien sea
en soledad, en su trabajo, con amigos o con desconocidos. Vemos así que cada ser tiene
una multiplicidad de identidades, una multiplicidad de personalidades en sí mismo, un
mundo de fantasmas y de sueños que acompañan su vida. Por ejemplo, el tema del
monólogo interior, tan importante en la obra de Faulkner, era parte de esa complejidad.
Ese inner.speech, esa palabra permanente es revelada por la literatura y por la novela,
del mismo modo que ésta nos reveló también que cada uno se conoce muy poco a sí
mismo: en inglés, se llama a eso self-deception, el engaño de sí mismo. Sólo conocemos
una apariencia del sí mismo; uno se engaña acerca de sí mismo. Incluso los escritores
más sinceros, como Jean-Jacques Rousseau, Chateaubriand, olvidan siempre, en su
esfuerzo por ser sinceros, algo importante acerca de sí mismos.
La relación ambivalente con los otros, las verdaderas mutaciones de personalidad como
la ocurrida en Dostoievski, el hecho de que somos llevados por la historia sin saber
mucho cómo sucede, del mismo modo que Fabrice del Longo o el príncipe Andrés, el
hecho de que el mismo ser se transforma a lo largo del tiempo como lo muestran
admirablemente A la recherche du temps perdu y, sobre todo, el final de Temps retrouvé
de Proust, todo ello indica que no es solamente la sociedad la que es compleja, sino
también cada átomo del mundo humano.
Al mismo tiempo, en el siglo XIX, la ciencia tiene un ideal exactamente opuesto. Ese ideal
se afirma en la visión del mundo de Laplace, a comienzos del siglo XIX. Los científicos, de
Descartes a Newton, tratan de concebir un universo que sea una máquina determinista
perfecta. Pero Newton, como Descartes, tenia necesidad de Dios para explicar cómo ese
mundo perfecto había sido producido. Laplace elimina a Dios. Cuando Napoleón le
pregunta: «¿Pero señor Laplace, qué hace usted con Dios en su sistema?», Laplace
responde: «Señor, yo no necesito esa hipótesis.» Para Laplace, el mundo es una máquina
determinista verdaderamente perfecta, que se basta a sí misma. El supone que un
demonio que poseyera una inteligencia y unos sentidos casi infinitos podría conocer todo
acontecimiento del pasado y todo acontecimiento del futuro. De hecho, esa concepción,
que creía poder arreglárselas sin Dios, había introducido en su munto los atributos de la
divinidad: la perfección, el orden absoluto, la inmortalidad y la eternidad. Es ese mundo el
que va a desordenarse y luego desintegrarse.
El paradigma de simplicidad
Para comprender el problema de la complejidad, hay que saber, antes que nada, que hay
un paradigma de simplicidad. La palabra paradigma es empleada a menudo. En nuestra
concepción, un paradigma está constituido por un cierto tipo de relación lógica
extremadamente fuerte entre nociones maestras, nociones clave, principios clave. Esa
relación y esos principios van a gobernar todos los discursos que obedecen,
inconscientemente, a su gobierno.
Así es que el paradigma de simplicidad es un paradigma que pone orden en el universo, y
persigue al desorden. El orden se reduce a una ley, a un principio. La simplicidad ve a lo
uno y ve a lo múltiple, pero no puede ver que lo Uno puede, al mismo tiempo, ser Múltiple.
El principio de simplcidad o bien separa lo que está ligado (disyunción), o bien unifica lo
que es diverso (reducción).
Tomemos como ejemplo al hombre. El hombre es un ser evidentemente biológico. Es, al
mismo tiempo, un ser evidentemente cultural, meta-biológico y que vive en universo de
lenguaje, de ideas y de conciencia. Pero, a esas dos realidades, la realidad biológica y la
realidad cultural, el paradigma de simplificación nos obliga ya sea a desunirlas, ya sea a
reducir la más compleja a la menos compleja. Vamos entonces a estudiar al hombre
biológico en el departamento de Biología, como un ser anatómico, fisiológico, etc., y
vamos a estudiar al hombre cultural en los departamentos de ciencias humanas y
sociales. Vamos a estudiar al cerebro como órgano biológico y vamos a estudiar al
espíritu, the mind, como función o realidad psicológica. Olvidamos que uno no existe sin el
otro; más aún, que uno es, al mismo tiempo, el otro, si bien son tratados con términos y
conceptos diferentes.
Con esa voluntad de simplificación, el conocimiento científico se daba por misión la de
desvelar la simplicidad escondida detrás de la aparente multiplicidad y el aparente
desorden de los fenómenos. Tal vez sea que, privados de un Dios en que no podían creer
más, los científicos tenían una necesidad, inconscientemente, de verse reasegurados.
Sabiéndose vivos en un universo materialista, mortal, sin salvación, tenían necesidad de
saber que había algo perfecto y eterno: el universo mismo. Esa mitología
extremadamente poderosa, obsesiva aunque oculta, ha animado al movimiento de la
Física. Hay que reconocer que esa mitología ha sido fecunda porque la búsqueda de la
gran ley del universo ha conducido a descubrimientos de leyes mayores tales como las de
la gravitación, el electromagnetismo, las interacciones nucleares fuertes y luego, débiles.
Hoy, todavía, los científicos y los físicos tratan de encontrar la conexión entre esas
diferentes leyes, que representaría una verdadera ley única.
La misma obsesión ha conducido a la búsqueda del ladrillo elemental con el cual estaba
construido el universo. Hemos, ante todo, creído encontrar la unidad de base en la
molécula. El desarrollo de instrumentos de observación ha revelado que la molécula
misma estaba compuesta de átomos. Luego nos hemos dado cuenta que el átomo era, en
sí mismo, un sistema muy complejo, compuesto de un núcleo y de electrones. Entonces,
la partícula devino la unidad primaria. Luego nos hemos dado cuenta que las partículas
eran, en sí mismas, fenómenos que podían ser divididos teóricamente en quarks. Y, en el
momento en que creíamos haber alcanzado el ladrillo elemental con el cual nuestro
universo estaba construido, ese ladrillo ha desaparecido en tanto ladrillo. Es una entidad
difusa, compleja, que no llegamos a aislar. La obsesión de la complejidad condujo a la
aventura científica a descubrimientos imposibles de concebir en términos de simplicidad.
Lo que es más, en el siglo XX tuvo lugar este acontecimiento mayor: la irrupción del
desorden en el universo físico. En efecto, el segundo principio de la Termodinamica,
formulado por Carnot y por Clausius, es, primeramente, un principio de degradación de
energía. El primer principio, que es el principio de la conservación de la energía, se
acompaña de un principio que dice que la energía se degrada bajo la forma de calor.
Toda actividad, todo trabajo, produce calor; dicho de otro modo, toda utilización de la
energía tiende a degradar dicha energía.
Luego nos hemos dado cuenta, con Boltzman, que eso que llamamos calor, es en
realidad, la agitación en desorden de moléculas y de átomos. Cualquiera puede verificar,
al comenzar a calentar un recipiente con agua, que aparecen vibraciones y que se
produce un arremolinamiento de moléculas. Algunas vuelan hacia la atmósfera hasta que
todas se dispersan. Efectivamente, llegamos al desorden total. El desorden está,
entonces, en el universo físico, ligado a todo trabajo, a toda transformación.
La complejidad y la acción
La acción es también una apuesta. Tenemos a veces la impresión de que la acción
simplifica porque, ante una alternativa, decidimos, optamos. El ejemplo de acción que
simplifica todo lo aporta la espada de Alejandro que corta el nudo gordiano que nadie
había sabido desatar con sus manos. Ciertamente, la acción es una decisión, una
elección, pero es también una apuesta.
Pero en la noción de apuesta está la conciencia del riesgo y de la incertidumbre. Toda
estrategia, en cualquier dominio que sea, tiene conciencia de la apuesta, y el pensamiento
moderno ha comprendido que nuestras creencias más fundamentales con objeto de una
apuesta. Eso es lo que nos había dicho, en el siglo XVII, Blaise Pascal acerca de la fe
religiosa. Nosotros también debemos ser conscientes de nuestras apuestas filosóficas o
políticas.
La acción es estrategia. La palabra estrategia no designa a un programa predeterminado
que baste para aplicar ne variatur en el tiempo. La estrategia permite, a partir de una
decisión inicial, imaginar un cierto número de escenarios para la acción, escenarios que
podrán ser modificados según las informaciones que nos lleguen en el curso de la acción
y según los elementos aleatorios que sobrevendrán y perturbarán la acción.
La estrategia lucha contra el azar y busca a la información. Un ejército envía
exploradores, espías, para informarse, es decir, para eliminar la incertidumbre al máximo,
Más aún, la estrategia no se limita a luchar contra el azar, trata también de utilizarlo. Así
fue que el genio de Napoleón en Austerlitz fue el de utilizar el azar metereológico, que
ubicó una capa de brumas sobre los pantanos, considerados imposibles para el avance
de los soldados. Él construyó su estrategia en función de esa bruma y tomar por sorpresa,
por su flanco más desguarnecido, al ejército de los imperios.
La estrategia saca ventaja del azar y, cuando se trata de estrategia con respecto a otro
jugador, la buena estrategia utiliza los errores del adversario. En el fútbol, la estrategia
consiste en utilizar las pelotas que el equipo adversario entrega involuntariamente. La
construcción del juego se hace mediante la de-construcción del juego del adversario y,
finalmente, la mejor estrategia -si se beneficia con alguna suerte- gana. El azar no es
solamente el factor negativo a reducir en el dominio de la estrategia. Es también la suerte
a ser aprovechada.
El problema de la acción debe también hacernos conscientes de las derivas y las
bifurcaciones: situaciones iniciales muy vecinas pueden conducir a desvíos irremediables.
Así fue que, cuando Martín Lutero inició su movimiento, pensaba estar de acuerdo con la
Iglesia, y que quería simplemente reformar los abusos cometidos por el papado en
Alemania. Luego, a partir del momento en que debe ya sea renunciar, ya sea continuar,
franquea un umbral y, de reformador, se vuelve contestatario. Una deriva implacable lo
lleva - eso es lo que pasa en todo desvío- y lleva a la declaración de guerra, a las tesis de
Wittemberg (1517).
El dominio de la acción es muy aleatorio, muy incierto. Nos impone una conciencia muy
aguda de los elementos aleatorios, las derivas, las bifurcaciones, y nos impone la
reflexión sobre la complejidad misma.
La acción escapa a nuestras intenciones itinerario o no, si hay que violar el código: hace
falta hacer uso de Aquí interviene la noción de ecología de la acción. En el momento en
que un individuo emprende una acción, cualesquiera que fuere, ésta comienza a escapar
a sus intenciones. Esa acción entra en un universo de interacciones y es finalmente el
ambiente el que toma posesión, en un sentido que puede volverse contrario a la intención
inicial. A menudo, la acción se volverá como un boomerang sobre nuestras cabezas. Esto
nos obliga a seguir la acción, a tratar de corregirla -si todavía hay tiempo- y tal vez a
torpedearla, como hacen los responsables de la NASA que, si un misil se desvía de su
trayectoria, le envían otro misil para hacerlo explotar.
La acción supone complejidad, es decir, elementos aleatorios, azar, iniciativa, decisión,
conciencia de las derivas y de las transformaciones. La palabra estrategia se opone a la
palabra programa. Para las secuencias que se sitúan en un ambiente estable, conviene
utilizar programas. El programa no obliga a estar vigilante. No obliga a innovar. Así es que
cuando nosotros nos sentamos al volante de nuestro coche, una parte de nuestra
conducta está programada. Si surge un embotellamiento inesperado, hace falta decidir si
hay que cambiar el estrategias.
Es por eso que tenemos que utilizar múltiples fragmentos de acción programada para
poder concentrarnos sobre lo que es importante, la estrategia con los elementos
aleatorios.
No hay un dominio de la complejidad que incluya el pensamiento, la reflexión, por una
parte, y el dominio de las cosas simples que incluiría la acción, por la otra. La acción es el
reino de lo concreto y, tal vez, parcial de la complejidad.
La acción puede, ciertamente, bastarse con la estrategia inmediata que depende de las
intuiciones, de las dotes personales del estratega. Le sería también útil beneficiarse de un
pensamiento de la complejidad. Pero el pensamiento de la complejidad es, desde el
comienzo, un desafío. Una visión simplificada lineal resulta fácilmente mutilante. Por
ejemplo, la política del petróleo crudo tenía en cuenta únicamente al factor precio sin
considerar el agotamiento de los recursos, la tendencia a la independencia de los países
poseedores de esos recursos, los inconvenientes políticos. Los políticos habían
descartado a la Historia, la Geografía, la Sociología, la política, la religión, la mitología, de
sus análisis. Esas disciplinas se tomaron venganza.
La máquina no trivial
Los seres humanos, la sociedad, la empresa, son máquinas no triviales: es trivial una
máquina de la que, cuando conocemos todos sus inputs, conocemos todos sus outputs;
podemos predecir su comportamiento desde el momento que sabemos todo lo que entra
en la máquina. De cierto modo, nosotros somos también máquinas triviales, de las cuales
se puede, con amplitud, predecir los comportamientos.
En efecto, la vida social exige que nos comportemos como máquinas triviales. Es cierto
que nosotros no actuamos como puros autómatas, buscamos medios no triviales desde el
momento que constatamos que no podemos llegar a nuestras metas. Lo importante, es lo
que sucede en momentos de crisis, en momentos de decisión, en los que la máquina se
vuelve no trivial: actúa de una manera que no podemos predecir. Todo lo que concierne al
surgimiento de lo nuevo es no trivial y no puede ser predicho por anticipado. Así es que,
cuando los estudiantes chinos están en la calle por millares, la China se vuelve una
máquina no trivial... ¡En 1987-89, en la Unión Sovietica, Gorbachov se condujo como una
máquina no trivial! Todo lo que sucedió en la historia, en especial en situaciones de crisis,
son acontecimientos no triviales que no pueden ser predichos por anticipado. Juana de
Arco, que oye voces y decide ir buscar al rey de Francia, tiene un comportamiento no
trivial. Todo lo que va a suceder de importante en la política francesa o mundial surgirá de
lo inesperado.
Nuestras sociedades son máquinas no triviales en el sentido, también, de que conocen,
sin cesar, crisis políticas, económicas y sociales. Toda crisis es un incremento de las
incertidumbres. La predictibilidad disminuye. Los desórdenes se vuelven amenazadores.
Los antagonismos inhiben a las complementariedades, los conflictos virtuales se
actualizan. Las regulaciones fallan o se desarticulan. Es necesario abandonar los
programas, hay que inventar estrategias para salir de la crisis. Es necesario, a menudo,
abandonar las soluciones que solucionaban las viejas crisis y elaborar soluciones
novedosas.
Prepararse para lo inesperado
La complejidad no es una receta para conocer lo inesperado. Pero nos vuelve prudentes,
atentos, no nos deja dormirnos en la mecánica aparente y la trivialidad aparente de los
determinismos. Ella nos muestra que no debemos encerrarnos en el contemporaneísmo,
es decir, en la creencia de que lo que sucede ahora va a continuar indefinidamente.
Debemos saber que todo lo importante que sucede en la historia mundial o en nuestra
vida es totalmente inesperado, porque continuamos actuando como si nada inesperado
debiera suceder nunca. Sacudir esa pereza del espíritu es una lección que nos da el
pensamiento complejo.
El pensamiento complejo no rechaza, de ninguna manera, a la claridad, el orden, el
determinismo. Pero los sabe insuficientes, sabe que no podemos programar el
descubrimiento, el conocimiento, ni la acción. La complejidad necesita una estrategia. Es
cierto que, los segmentos programados en secuencias en las que no interviene lo
aleatorio, son útiles o necesarios. En situaciones normales, la conducción automática es
posible, pero la estrategia se impone siempre que sobreviene lo inesperado o lo incierto,
es decir, desde que aparece un problema importante.
El pensamiento simple resuelve los problemas simples sin problemas de pensamiento. El
pensamiento complejo no resuelve, en sí mismo, los problemas, pero constituye una
ayuda para la estrategia que puede resolverlos. Él nos dice: «Ayúdate, el pensamiento
complejo te ayudará.» Lo que el pensamiento complejo puede hacer, es darle a cada uno
una señal, una ayuda memoria, que le recuerde: «No olvides que la realidad es
cambiante, no olvides que lo nuevo puede surgir y, de todos modos, va a surgir.»
La complejidad se sitúa en un punto de partida para una acción más rica, menos
mutilante. Yo creo profundamente que cuanto menos mutilante sea un pensamiento,
menos mutilará a los humanos. Hay que recordar las ruinas que las visiones simplificantes
han producido, no solamente en el mundo intelectual, sino también en la vida. Suficientes
sufrimientos aquejaron a millones de seres como resultado de los efectos del
pensamiento parcial y unidimensional.
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