DERECHO CIVIL Y COMERCIAL
CONTRATOS
3ª edición actualizada y ampliada
DIRECTOR
ALEJANDRO BORDA
AUTORES:
ALEJANDRO BORDA
ROBERTO ALFREDO MUGUILLO
WALTER FERNANDO KRIEGER
HUGO LLOBERA
EDUARDO BARBIER
Derecho Civil : contratos : 3ra. edición / Alejandro Borda ... [et al.] ;
dirigido por Alejandro Borda. - 3a ed . - Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : La Ley, 2019.
Libro digital, Book "app" for Android
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-03-3873-4
1. Derecho Civil. 2. Derecho de los Contratos. I. Borda, Alejandro,
dir.
CDD 346.02
© Alejandro Borda, 2020
© de esta edición, La Ley S.A.E. e I, 2020
Tucumán 1471 (C1050AAC) Buenos Aires
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
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ISBN 978-987-03-3873-4
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Argentina
CONTRATOS EN GENERAL
CAPÍTULO I - NOCIONES GENERALES
§ 1. Concepto
1. Definición; contrato, convención y convención jurídica
Según el artículo 957, "el contrato es el acto jurídico mediante el cual dos o más
partes manifiestan su consentimiento para crear, regular, modificar, transferir o extinguir
relaciones jurídicas patrimoniales".
La definición dada pFor el Código Civil y Comercial hace hincapié en dos aspectos
importantes. Por un lado, el acuerdo de voluntades manifestado en el consentimiento
tiende a reglar relaciones jurídicas con contenido patrimonial. Por el otro, recepta un
contenido amplio del contrato, desde que abarca no solo la creación de tal relación
jurídica, sino también las diferentes vicisitudes que ella puede tener, tales como las
modificaciones que las partes puedan introducir con posterioridad a la celebración del
contrato, la transferencia a terceros de las obligaciones y derechos que nacen del
contrato y hasta la extinción misma del contrato por acuerdo de voluntades.
Sobre el primer aspecto (el contenido patrimonial) nos hemos de referir más adelante
cuando abordemos el tema del objeto.
En cuanto al segundo, cabe señalar que la posición adoptada por nuestro Código
sigue un criterio mayoritario (entre otros, el art. 1321 del Cód. Civil italiano) aunque no
unánime, toda vez que en la legislación comparada existe otro, que puede calificarse
como restringido, para el cual el contrato solo es creador de obligaciones. Así, el Código
Napoleón dice que "el contrato es la convención por la cual una o más personas se
obligan, con otra u otras, a dar, hacer o no hacer alguna cosa" (art. 1101) y el Código
Civil español establece que "el contrato existe desde que una o varias personas
consienten en obligarse, respecto de otra u otras, a dar alguna cosa o prestar algún
servicio" (art. 1254).
No está de más señalar que otros Códigos omiten toda definición del contrato,
limitándose a reglar sus efectos (Cód. Civil alemán, portugués, etc.).
Cabe ahora preguntarse si contrato, convención y convención jurídica son sinónimos.
Tradicionalmente, se entiende que la convención es el acuerdo de voluntades sobre
relaciones ajenas al campo del derecho, como puede ser un acuerdo para jugar un
partido de fútbol o para formar un conjunto de música entre aficionados, etc. La
convención jurídica, en cambio, se refiere a todo acuerdo de voluntades de carácter no
patrimonial, pero que goza de coacción jurídica, como puede ser, por ejemplo, el
acuerdo sobre la forma de ejercer la denominada responsabilidad parental respecto de
los hijos, convenido por sus padres divorciados (art. 439). El contrato, como ya se ha
dicho, es un acuerdo de voluntades destinado a reglar los derechos patrimoniales.
Con todo, cabe señalar que otras leyes y autores no distinguen entre contrato y
convención jurídica, pues ambos comprenderían todo tipo de acuerdo, tenga o no un
objeto patrimonial.
Nuestro Código se inclina por formular la distinción antes señalada, pues el artícu-
lo 957 como ya se ha visto se refiere a las relaciones jurídicas patrimoniales, en
tanto que el artículo 1003 establece que el objeto del contrato debe ser susceptible de
valoración económica. Sin embargo, es necesario señalar que el Código no ha sido
prolijo en esta cuestión. Varias veces se refiere a convención, sin ningún calificativo,
aunque de la lectura de las normas surge claro que se trata de convenciones que tienen
contenido jurídico y que muchas veces configuran verdaderos contratos (arts. 12, 264,
776, 977, etc.).
2. La constitucionalización del contrato. Relación del derecho del contrato con
la Constitución
El Código Civil y Comercial ha puesto particular énfasis en que la ley sea aplicada de
conformidad con la Constitución y los tratados de derechos humanos. Así, el artículo
dispone que "los casos que este Código rige deben ser resueltos según las leyes que
resulten aplicables, conforme con la Constitución Nacional y los tratados de derechos
humanos en los que la República sea parte. A tal efecto, se tendrá en cuenta la finalidad
de la norma. Los usos, prácticas y costumbres son vinculantes cuando las leyes o los
interesados se refieren a ellos o en situaciones no regladas legalmente, siempre que no
sean contrarios a derecho".
El artículo 2º añade que "la ley debe ser interpretada teniendo en cuenta sus
palabras, sus finalidades, las leyes análogas, las disposiciones que surgen de los
tratados sobre derechos humanos, los principios y los valores jurídicos, de modo
coherente con todo el ordenamiento".
Cierto es que la pirámide normativa consagrada por la Constitución Nacional, en el
artículo 75, inciso 22, párrafos 2º y 3º, pone por encima de todo a la propia Constitución
y a los tratados de derechos humanos, pero debe recordarse también que la referida
norma, en su párrafo , otorga a los tratados y concordatos jerarquía superior a las
leyes, por lo que la aplicación del propio Código no podrá prescindir de tales tratados y
concordatos, a pesar de que no hayan sido mencionados.
Entrando particularmente al tema de los contratos, entre los tratados de derechos
humanos es necesario destacar a la Convención Americana sobre Derechos Humanos
(Pacto de San José de Costa Rica) y a la Declaración Universal de Derechos Humanos.
La primera proclama la necesidad de que los Estados parte procuren lograr
progresivamente la plena efectividad de los derechos que se derivan de las normas
económicas contenidas en la Carta de la Organización de los Estados Americanos
(art. 26); la segunda, que toda persona tiene derecho a obtener la satisfacción de los
derechos económicos indispensables a su dignidad y el libre desarrollo de su
personalidad (art. 22).
Estos tratados, entre otros, tienen particular relevancia para el derecho de los
contratos. Es que si entre los objetivos se encuentra el desarrollo económico de las
personas, una de las vías para lograrlo quizás la más importante sea el contrato,
que resulta central para facilitar la circulación de bienes y servicios. Desde luego, no
cualquier contrato será aceptable, pues si éste persigue fines ilícitos, contrarios a la
moral y a las buenas costumbres, o agrede la dignidad de la persona humana, carece
de todo valor.
Por ello, con razón, las XIII Jornadas Nacionales de Derecho Civil, en el año 1991,
concluyeron a través de la comisión 9 que el contrato como instrumento para la
satisfacción de las necesidades del hombre debe conciliar la utilidad con la justicia, el
provecho con el intercambio equilibrado. Con otras palabras, el contrato no puede
contradecir las pautas que fija la Constitución Nacional y su interpretación debe respetar
el orden normativo que ella impone.
3. La importancia del contrato; su significación ética y económica
El contrato es el principal instrumento de que se valen los hombres para urdir entre
ellos el tejido infinito de sus relaciones jurídicas, es decir, es la principal fuente de
obligaciones. El hombre vive contratando o cumpliendo contratos, desde operaciones
de gran envergadura (por ej., compraventa de inmuebles, constitución de sociedades,
construcción de obras de distinto tipo edificios, represas, transporte de gas, etc.),
hasta contratos cotidianos que el hombre realiza muchas veces sin advertir que está
contratando: así ocurre cuando trabaja en relación de dependencia (contrato de trabajo),
cuando sube a un colectivo (contrato de transporte), cuando compra cigarrillos o
golosinas (compraventa manual), cuando adquiere entradas para ir al cine o al fútbol
(contrato de espectáculo público).
Es claro que el contrato adquiere su máxima importancia en un régimen de economía
capitalista liberal; pero no por eso hay que creer que no la tiene en los pocos países que
aún conservan un modelo de economía colectivista, que ha suprimido la propiedad
privada sobre los bienes de producción. Aun en ellos, el papel del contrato es constante
en relación a los bienes de consumo e, incluso, con relación a los bienes de producción
hay que destacar que las empresas del Estado conciertan entre ellas importantísimos
contratos para el cumplimiento de los planes económicos.
De cualquier modo ya veremos (nros. 7 y ss.) que el creciente intervencionismo
estatal en los contratos, si bien ha limitado el marco en que se desenvuelve la autonomía
de la voluntad, no ha disminuido ni el número ni la importancia de los contratos.
Desde el punto de vista ético, la importancia de los contratos se aprecia desde un
doble ángulo: por una parte, hay una cuestión moral envuelta en el deber de hacer honor
a la palabra empeñada; por la otra, los contratos deben ser un instrumento de la
realización del bien común. Ya veremos que este último aspecto moral del contrato es
una de las razones que justifica el intervencionismo del Estado moderno (véanse nros. 7
y ss.).
4. Los derechos resultantes del contrato y el derecho de propiedad
El contrato es fuente de obligaciones y derechos. En efecto, al celebrarse cualquier
contrato, nacen obligaciones en cabeza de las partes contratantes, quienes deberán
cumplirlas de acuerdo con las pautas fijadas por ellas.
La obligación que cada una de las partes asuma importa un derecho en cabeza de la
otra. Así, en una compraventa, la obligación que asume el comprador de pagar el precio
estipulado importa el derecho del vendedor a cobrarlo, o la obligación que este último
ha asumido de entregar la cosa vendida importa el derecho del comprador a recibirla.
Estos derechos que nacen del contrato forman parte del patrimonio de las personas
involucradas, del mismo modo que lo integran los derechos reales (como, por ejemplo,
el de dominio) que se puedan tener. Por ello, el artículo 965 del Código Civil y Comercial
dispone, con razón, que "los derechos resultantes de los contratos integran el derecho
de propiedad del contratante", lo que le otorga también la jerarquía constitucional que la
propia Constitución da al derecho de propiedad (art. 17), consagrando legalmente lo que
ya pacíficamente había establecido la jurisprudencia.
5. Metodología del Código Civil y Comercial en materia de contratos.
Antecedentes. Legislación comparada
El Libro Tercero se dedica a los "Derechos personales". Este Libro se divide a su vez
en cinco títulos, que se refieren respectivamente a las "Obligaciones en general", a los
"Contratos en general", a los "Contratos de consumo", a los "Contratos en particular" y,
finalmente, a "Otras fuentes de las obligaciones", en donde se refiere a la
responsabilidad civil, la gestión de negocios, el empleo útil, el enriquecimiento sin causa,
la declaración unilateral de voluntad y a los títulos valores.
Lo más importante del método de nuestro Código es la reunión de las disposiciones
comunes a todos los contratos en un título particular. Éste es el criterio seguido por los
Códigos Civil español, francés, brasileño, peruano, paraguayo e italiano, entre otros.
También siguen esta línea los Proyectos de 1993 (del Poder Ejecutivo) y de 1998. Nos
parece que éste es el sistema más apropiado.
En otros Códigos, en cambio, estas reglas comunes no están tratadas
inmediatamente antes de los contratos, sino en la parte de obligaciones en general,
junto con las restantes fuentes (Códigos alemán, ecuatoriano, portugués, de las
obligaciones suizo); y esta es la idea seguida en el Anteproyecto de BIBILONI, en el
Proyecto de 1936 y en el Anteproyecto de 1954.
De todos modos, nos parece importante poner de relieve que esta parte general de
los contratos no se agota en el título II del Libro Tercero. En efecto, no podrá
prescindirse: a) de los contratos de consumo, regulados en el título III de este mismo
libro; b) de las reglas referidas a la capacidad y a sus restricciones, fijadas en el Libro
Primero, título I, capítulos 2 y 3; c) de lo previsto en materia de hechos y actos jurídicos
(Libro Primero, título IV), sobre todo en lo que se trata de los elementos del acto jurídico
y de los vicios tanto del consentimiento como del acto jurídico, y d) las disposiciones de
derecho internacional privado fijadas en las secciones 10, 11 y 12, del capítulo 3, del
título IV, del Libro Sexto.
6. Origen y evolución del derecho de los contratos. Derecho romano
Hemos dicho ya que el contrato es un acuerdo de voluntades capaz de crear, regular,
modificar, transferir o extinguir derechos con contenido patrimonial. Ahora bien: ¿cuáles
son los alcances y límites de la voluntad como poder jurígeno, o sea, como fuente de
derechos y obligaciones? Éste es un delicado problema que ha recibido diversas
soluciones a lo largo del transcurso de la civilización humana. Y es actualmente uno de
los problemas más vivos del derecho privado, puesto que tiene contactos con la
economía y la política. Conviene por lo tanto detenerse en él y hacer una reseña
histórica de su evolución.
En el derecho romano primitivo, lo que nosotros designamos como contrato era
el pactum o conventio. Contractus, por el contrario, derivaba de contrahere y se
aplicaba a toda obligación contraída como consecuencia de la conducta humana, fuera
lícita o ilícita, pactum o delictum. Sin embargo, el uso fue limitando la
palabra contractus a los acuerdos de voluntades y ese es el significado que tiene ya en
el derecho clásico.
Pero en Roma la voluntad nunca tuvo el papel soberano que más tarde adquiriría. No
bastaba por ella misma; era indispensable el cumplimiento de las formas legales, la más
importante y difundida de las cuales era la stipulatio. No era esto solo una cuestión de
prueba; primaba el concepto de que la mera voluntad no bastaba para crear
obligaciones si no recibía el apoyo de la ley, para lo cual debían cumplirse las
formalidades que esta establecía. Si no se observaba la forma establecida, el contrato
carecía de fuerza vinculante. Se distinguía, entonces, entre la pacta nuda y la pacta
vestita; mientras que la primera generaba solo una obligación natural, la segunda,
revestida de las formas legales, le daba al acreedor la facultad de poder accionar en pos
del cumplimiento de la obligación asumida por el deudor.
Fuera de los contratos formales, se reconocía la validez de los siguientes: a) los
contratos reales, que eran cuatro (depósito, comodato, mutuo y prenda), en los que la
obligación de una de las partes nacía del hecho de que la otra hubiera entregado una
cosa antes; b) los literis, que eran aquellos contratos que se registraban en los libros del
acreedor con la conformidad del deudor, y c) los consensuales, limitados también a
cuatro (compraventa, arrendamiento, mandato y sociedad), en los que la obligación
nacía del consentimiento dado, aunque ajustado a un castigo legal.
Más tarde se fueron reconociendo otros pactos, pero se trataba siempre de pactos
de contenido típico; vale decir que se atendía más bien al interés económico-social de
ciertos negocios y se les prestaba protección legal, no porque fueran solamente el fruto
de un acuerdo de voluntades, sino porque eran socialmente útiles. En el derecho
posclásico y justinianeo se acordó también una acción contractual (la actio praescriptis
verbis) para cualquier promesa y convención sinalagmática no típica (contratos
innominados) siempre que una de las partes hubiera entregado la cosa o cumplido la
prestación convenida; es decir, no bastaba el mero acuerdo de voluntades sino que era
necesario probar el cumplimiento de la prestación. Una prueba más de que la
obligatoriedad del contrato no dependía de la pura voluntad sino de la protección de
ciertos intereses legítimos.
La pollicitatio era una promesa unilateral; mientras ella no era aceptada carecía de
fuerza obligatoria, salvo dos supuestos en que valía pormisma: cuando era hecha en
favor de una comuna o se trataba de consagrar una cosa a Dios. También aquí se ve
claro que la obligatoriedad dependía más del interés protegido que de la pura voluntad.
7. Código Napoleón. La concepción liberal del contrato. El dirigismo
contractual. El análisis económico del derecho
El siglo XIX fue testigo de la máxima exaltación de la voluntad como poder jurígeno.
El nuevo orden instaurado por la Revolución Francesa hizo concebir a sus teóricos la
ilusión de una sociedad compuesta por hombres libres, fuertes y justos. El ideal era que
esos hombres regularan espontáneamente sus relaciones recíprocas. Toda intervención
del Estado que no fuere para salvaguardar los principios esenciales del orden público,
aparecía altamente dañosa, tanto desde el punto de vista individual como del social. Los
contratos valían porque eran queridos; lo que es libremente querido es justo, decía
FOUILLÉ. Esta confianza en el libre juego de la libertad individual, en el contractualismo,
trascendió del derecho privado al público. La sociedad fue concebida como el resultado
del acuerdo entre los hombres. La obra fundamental de ROUSSEAU una de las que
mayor influencia haya tenido en el pensamiento político de su época se llamó
precisamente El contrato social.
El Código Napoleón recogese pensamiento y así ha podido decirse de él que es
"un monumento levantado a la gloria de la libertad individual" (PONCEAU, Robert, La
volonté dans le contrat suivant le Code Civil, París, 1921, p. 2). En el artículo 1134 dice:
"Las convenciones legalmente formadas sirven de ley para las partes". VÉLEZ recogió
esta idea en el artículo 1197 del Código Civil, que modifica ligeramente, mejorándolo, el
texto francés: "Las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una
regla a la cual deben someterse como a la ley misma". Y sin referencia analógica a la
ley, el artículo 959 del Código Civil y Comercial recoge la misma idea: "Todo contrato
válidamente celebrado es obligatorio para las partes. Su contenido sólo puede ser
modificado o extinguido por acuerdo de partes o en los supuestos en que la ley lo prevé".
Es el reconocimiento pleno del principio de la autonomía de la voluntad: el contrato
es obligatorio porque es querido; la voluntad es la fuente de las obligaciones
contractuales. Reina soberana en todo este sector del derecho. No hay otras
limitaciones que aquellas fundadas en la defensa de un interés de orden público. Así, el
artículo 12 dispone que "las convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las
leyes en cuya observancia está interesado el orden público"; y el artículo 279
(reproducido casi textualmente en el art. 1004) establece que el objeto del acto jurídico
no debe ser un hecho imposible o prohibido por la ley, contrario a la moral, a las buenas
costumbres, al orden público, o lesivo de los derechos ajenos o de la dignidad humana,
ni un bien que por un motivo especial se haya prohibido que lo sea. Salvando este
interés de orden público, la voluntad contractual impera sin restricciones.
Sin embargo, la experiencia social ha puesto de manifiesto que no es posible dejar
librados ciertos contratos al libre juego de la voluntad de las partes sin perturbar la
pacífica convivencia social. Este motivo de interés público ha motivado al Estado a dictar
leyes que reglamentan minuciosamente el contrato de trabajo, los arrendamientos
urbanos y rurales y el contrato de consumo, entre otros. Esas leyes (incluso algunas
incorporadas al Cód. Civ. y Com.) fijan plazos mínimos y máximos de las locaciones,
otorgan derechos particulares a quienes ostenten trato familiar con el locatario, dan
derechos particulares a los consumidores y consideran ciertas cláusulas como abusivas.
En el marco del derecho laboral, las leyes regulan la jornada de trabajo, el horario en
que éste ha de cumplirse, las condiciones de salubridad que deben llenar los locales
donde se trabaja, las indemnizaciones de despido y preaviso. Esta legislación está
completada con los convenios colectivos de trabajo, a los cuales la ley confiere fuerza
obligatoria para todos los obreros pertenecientes al mismo gremio y para todos los
industriales de ese ramo. En verdad, tanto patrón como obrero no pueden ya hacer otra
cosa que proponer o aceptar el trabajo; todo lo demás está regido por la ley o los
convenios colectivos.
Más recientemente, ha aparecido una nueva posición: el llamado análisis económico
del derecho, que intenta explicar el sentido o función de las instituciones jurídicas
contractuales partiendo de la idea de que estas crean incentivos diversos y trata de
determinar sus efectos en las conductas pasadas o futuras de los contratantes efectivos
o potenciales observando si ese derecho inducirá o no resultados eficientes.
Como se puede advertir, el método del análisis económico del derecho se utiliza para
analizar los efectos económicos de las normas jurídicas, es decir, estudiarlas con el
objeto de comprobar si ellas constituyen respuestas eficientes a los problemas de
asignación de recursos. Estos problemas están dados por la necesidad de repartir
recursos escasos, o de resolver o mitigar la situación de una pluralidad de acreedores
cuando no existen activos suficientes para satisfacerlos completamente. La
comprobación de que las normas examinadas no contribuyen a la eficiencia del sistema
suele traer como consecuencia la formulación de una propuesta de lege ferenda para
sustituirlas por otras que permitan mejorarlo.
Se advierte de lo expuesto que el análisis económico del derecho coloca a la
eficiencia como criterio supremo tanto para la interpretación de las normas como para
la defensa de propuestas de lege ferenda. Sin embargo, ya hemos señalado (nro. 2)
que el contrato debe conciliar la utilidad (o eficiencia) con la justicia. Como se ha dicho
(GARRIDO, José María, Garantías reales, privilegios y par conditio, p. 16, Centro de
Estudios Regionales, Madrid, 1999), la utilización de técnicas de análisis económico del
derecho no puede ser excluyente, pues se corre el riesgo de degenerar en una falacia
eficientista, en tanto que se interpretan las normas de acuerdo con el principio de
eficiencia y se olvida que ellas, antes que nada, encarnan valores. A lo sumo, se añade
que la eficiencia es uno de esos valores, pero nada indica que se trate del valor supremo
al que supuestamente debe tender toda la regulación del derecho privado. Y, se
concluye, "la función del Derecho es la de realizar valores, y el valor supremo al que
tiende el ordenamiento jurídico es la justicia".
§ 2. Naturaleza jurídica
8. Naturaleza jurídica del contrato. Ubicación del contrato en la teoría general
del acto jurídico. Su distinción de la ley, el acto administrativo y la sentencia
El contrato es un acto jurídico. Recordemos la definición del artículo 259: "El acto
jurídico es el acto voluntario lícito, que tiene por fin inmediato la adquisición, modificación
o extinción de relaciones o situaciones jurídicas". Obvio es que dentro de ese concepto
cabe el contrato. En otras palabras, acto jurídico es el género, contrato la especie. El
contrato es, entonces, un acto jurídico que tiene las siguientes características
específicas: a) es bilateral, es decir, requiere el consentimiento de dos o más personas
(sin perjuicio de lo que se dirá más adelante del auto-contrato, nro. 98); b) es un acto
entre vivos; y c) tiene naturaleza patrimonial.
Para precisar la naturaleza del contrato, veamos sus puntos de contacto y sus
diferencias con la ley, el acto administrativo y la sentencia.
a) Con la ley
Ley y contrato tienen un punto de contacto: ambos constituyen una regla jurídica a la
cual deben someterse las personas. El artículo dispone que "las leyes son
obligatorias para todos los que habitan el territorio de la República", mientras que el
artículo 959 establece que "todo contrato válidamente celebrado es obligatorio para las
partes". Y, con vigor expresivo, el artículo 1197 del Código Civil afirmaba que "las
convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual deben
someterse como a la ley misma".
Pero las diferencias son profundas y netas: la ley es una regla general a la cual están
sometidas todas las personas; ella se establece teniendo en mira un interés general o
colectivo; el contrato, en cambio, es una regla solo obligatoria para las partes que lo han
firmado y sus sucesores; se contrae teniendo en mira un interés individual. De ahí que
los contratos estén subordinados a la ley; las normas imperativas (también llamadas
indisponibles) no pueden ser dejadas de lado por los contratantes, quienes están
sometidos a ellas, no importa lo que hayan convenido en sus contratos. Además, la ley
no requiere de prueba, y difiere del contrato en sus efectos y vigencia.
b) Con el acto administrativo
Son actos administrativos los que emanan de un órgano administrativo en el
cumplimiento de sus funciones; son, pues, de la más variada naturaleza y, en principio,
no exigen el acuerdo de voluntades propio del contrato, aunque hay actos
administrativos de naturaleza contractual. Normalmente, los actos administrativos tienen
efectos análogos a la ley, siempre que se dicten ajustándose a ella y a la Constitución.
Si se trata de actos administrativos de naturaleza contractual, hay que distinguir entre
aquellos en los cuales el Estado actúa como poder público, esto es, como poder
concedente (por ej., la concesión a un particular de la prestación de un servicio público),
y aquellos otros en los que actúa como persona de derecho privado. En el primer caso,
Estado y concesionario no se encuentran en un plano de igualdad: el Estado, como
poder concedente, mantiene la totalidad de sus prerrogativas inalienables y en cualquier
momento, sin que se haya extinguido el término contractual, puede ejercitar su derecho
de intervención, exigir la mejora del servicio, su ampliación o modificación. En el
segundo caso, o sea, cuando el Estado actúa en su calidad de persona de derecho
privado, los contratos que celebra están regidos supletoriamente por el derecho civil, es
decir que en aquello que no está específicamente regulado se aplicarán las normas de
derecho común. Así ocurre, por ejemplo, cuando el Estado toma en alquiler la casa de
un particular para instalar allí sus oficinas, escuelas, etc., en cuyo caso el contrato se
rige por las normas administrativas y, en subsidio, por las de la locación, establecidas
en el Código Civil y Comercial (art. 1193).
c) Con la sentencia
Tanto la sentencia como el contrato definen y precisan los derechos de las partes.
Pero hay entre ellos profundas diferencias: 1) el contrato es un acuerdo de dos o más
personas; la sentencia es la decisión del órgano judicial y, por lo tanto, un acto unilateral;
2) el contrato señala generalmente el comienzo de una relación jurídica entre dos o más
personas (aunque también hay contratos extintivos); la sentencia da solución a las
divergencias nacidas de ese contrato; 3) la sentencia tiene ejecutoriedad, es decir,
puede pedirse su cumplimiento por medio de la fuerza pública; el contrato carece de
ella, pues para que tenga ejecutoriedad es preciso que previamente los derechos que
surgen de él hayan sido reconocidos por una sentencia; 4) la sentencia resuelve
cuestiones patrimoniales y no patrimoniales, el contrato solamente tiene como objeto lo
que sea susceptible de valoración económica.
Hay, sin embargo, una hipótesis en que la aproximación del contrato y la sentencia
es bastante acentuada: la transacción que pone fin a un pleito por acuerdo de
voluntades de los propios litigantes. La transacción, como la sentencia, pone fin a un
pleito, define los derechos de las partes y, una vez homologada judicialmente, tiene
ejecutoriedad. Subsiste empero una diferencia sustancial: que la transacción no emana,
como la sentencia, de un órgano judicial.
9. El contrato como fuente de obligaciones. Su distinción respecto de otras
áreas del derecho civil
Si bien existen varias fuentes de las obligaciones (el propio Cód. Civ. y Com. regula
en el Libro Tercero, título V, la responsabilidad civil, la gestión de negocios, el empleo
útil, el enriquecimiento sin causa, la declaración unilateral de voluntad y los títulos
valores, debiéndose añadir también a la ley, la costumbre, el abuso del derecho y la
equidad), es claro que la fuente principalísima es el contrato.
Es necesario distinguir el contrato de otras áreas del derecho civil. Veamos:
a) De los derechos reales
El derecho real es el poder jurídico que se ejerce sobre el todo o una parte indivisa
de una cosa, en forma autónoma, y que atribuye a su titular las facultades entre
otras de persecución y preferencia (arts. 1882 y 1883). Son claras, entonces, las
diferencias que existen con el contrato. Importa destacar, sin embargo, que el contrato
es, muchas veces, antecedente del derecho real. Así, por ejemplo, la celebración de un
contrato (compraventa, permuta o donación) es insuficiente para adquirir el dominio de
un inmueble, pues se necesita además que se haga tradición de la cosa.
b) De los derechos personalísimos
Los derechos personalísimos son aquellos que son innatos al hombre como tal, y de
los cuales no puede ser privado. Se trata de derechos no patrimoniales, imprescriptibles,
irrenunciables e intransmisibles (derecho a la vida, a la integridad física, a la libertad, al
honor, a la identidad, etc.). Con todo debe señalarse que existe algún punto de contacto
con el contrato, desde que ciertos derechos personalísimos pueden ser dispuestos si el
acto no es contrario a la ley, a la moral o a las buenas costumbres (art. 55).
Es importante destacar que están prohibidos los actos de disposición sobre el propio
cuerpo que ocasionen una disminución permanente de su integridad, excepto que sean
requeridos para el mejoramiento de la salud de la persona, y excepcionalmente de otra
persona, de conformidad a lo dispuesto en el ordenamiento jurídico (art. 56). Y para
acentuar el carácter restrictivo se dispone que "los derechos sobre el cuerpo humano o
sus partes no tienen un valor comercial, sino afectivo, terapéutico, científico, humanitario
o social y sólo pueden ser disponibles por su titular siempre que se respete alguno de
esos valores y según lo dispongan las leyes especiales" (art. 17).
c) De los actos jurídicos familiares
Los actos jurídicos familiares difieren del contrato tanto en su naturaleza como en su
objeto. Más allá de que para la celebración de aquellos actos se requiera también el
consentimiento de las partes, la regulación jurídica se rige imperativamente por las
pautas legales. Así, por ejemplo, una vez contraído el matrimonio, los derechos y
deberes de los cónyuges se rigen exclusivamente por las disposiciones de la ley.
Hasta en el régimen patrimonial del matrimonio se ve lo dicho anteriormente. Es cierto
que el Código Civil y Comercial regula las denominadas convenciones matrimoniales y
que ellas permiten a los cónyuges optar entre uno de los dos regímenes patrimoniales
que se establecen (arts. 446 y 463 y ss.), pero hasta allí llega el derecho de los
cónyuges. Una vez elegido uno de los dos regímenes, se lo aplica enteramente, sin
posibilidad alguna de que los cónyuges lo modifiquen parcialmente.
d) De los derechos hereditarios
La diferencia entre sucesión y contrato es clara. Aun cuando haya existido un
testamento, no hay contrato. El testamento es un acto jurídico unilateral, por el que se
dispone de los bienes y que necesita, con posterioridad al fallecimiento del testador, la
aceptación del heredero para que pueda hacerse efectiva la transmisión de tales bienes.
Como regla, los pactos sucesorios están prohibidos (art. 1010), a menos que exista
una disposición legal que lo autorice o se trate de un pacto relativo a una explotación
productiva o a participaciones societarias de cualquier tipo, que tenga en miras la
conservación de la unidad de la gestión empresaria o la prevención o solución de
conflictos, siempre que se establezcan compensaciones en favor de los otros
legitimarios y no se afecten la legítima hereditaria, los derechos del cónyuge, ni los
derechos de terceros.
§ 3. Evolución del contrato
10. El contrato en el derecho contemporáneo. Opiniones acerca de su crisis
Uno de los fenómenos más notorios (y para muchos más alarmantes) del derecho
contemporáneo es la llamada crisis del contrato. La voluntad ya no impera
soberanamente como otrora; el Estado interviene en los contratos, modificando sus
cláusulas, forzando a veces a celebrarlos a pesar de la voluntad contraria de los
interesados o dispensándolos, otras, de cumplir sus promesas. Para muchos, ha dejado
de ser una cuestión de honor el respeto de la palabra empeñada.
Muchas son las causas que han contribuido a desencadenar esta crisis. Ante todo,
causas económicas. El reinado del contractualismo parte del supuesto de la libertad y
la igualdad de las partes. Para que el contrato sea justo y merezca respeto, debe ser el
resultado de una negociación libre. Pero la evolución del capitalismo ha concentrado
cada vez mayores fuerzas en manos de pocos (sean particulares o empresas); la
igualdad y la libertad de consentimiento subsisten hoy en el plano jurídico, pero tienden
a desaparecer en el económico. Quien compra en nuestros días una máquina valiosa,
un televisor, una radio, un automóvil, no discute con el industrial o con el vendedor las
condiciones del contrato; tampoco puede hacerlo el que adquiere cualquier cosa en los
supermercados o en los llamados hipercentros de consumo, o quien toma un medio de
transporte público. Él no tiene sino una opción: lo toma o lo deja. Y si lo necesita, lo
toma, por más inconvenientes que sean las condiciones del contrato. Una exigencia de
justicia reclama la intervención del Estado para evitar el aprovechamiento de una parte
por la otra. No se cree ya que lo libremente querido sea necesariamente justo. El campo
de acción de las leyes llamadas de orden público (contra las cuales el acuerdo de
voluntades es impotente) tiende a ensanchar paulatinamente su radio de acción en la
vida de los contratos.
Hay también causas políticas. El individualismo está dejando paso a una concepción
social de los problemas humanos. Aun sin llegar al extremo del colectivismo (postura
que se encuentra hoy en día en vías de extinción), hay una mayor preocupación por la
justicia distributiva. El individuo (y su voluntad) ceden ante consideraciones sociales.
Hay razones de filosofía jurídica. Se ha puesto en duda el poder jurígeno de la
voluntad. Si ella fuera la justificación exclusiva de la obligación contractual, no podría
explicarse que los contratos siguieran obligando cuando ya no se desee continuar ligado
a ellos. Ocurre, sin embargo, que más allá de que desaparezca la voluntad de
permanecer obligado, es necesario resguardar la seguridad económico-social. No sería
posible que los hombres tejieran la intrincada red de sus relaciones recíprocas si
pudieran desligarse de sus compromisos a capricho. No se trata solo de la voluntad; hay
también una cuestión de interés general comprometido en el respeto de los contratos.
Finalmente, hay razones de orden moral. La fuerza obligatoria de los contratos no se
aprecia ya tanto a la luz del deber moral de hacer honor a la palabra empeñada como
desde el ángulo que ellos deben ser un instrumento de la realización del bien común.
No es que haya una declinación de la moral individual; es que esa moral tiene una mayor
sensibilidad que otrora para la justicia conmutativa. El hombre moderno no está ya
dispuesto a aceptar como verdad dogmática que lo que es libremente querido es justo.
Quiere penetrar en lo hondo de la relación y examinar si la equidad esa ley esencial
de los contratos ha sido respetada.
Esta llamada crisis del contrato se manifiesta principalmente a través de tres
fenómenos: el dirigismo contractual (al que nos hemos referido antes, nro. 7), las nuevas
formas del contrato (como los contratos por adhesión, de consumo y forzosos) y la
intervención judicial en las relaciones contractuales para dejar a salvo la equidad de las
contraprestaciones (como ocurre, por ejemplo, cuando se aplica la denominada teoría
de la imprevisión).
Un importante sector de la doctrina ha acogido con alarma este fenómeno de la crisis
de la noción clásica del contrato. Se señala que el dirigismo contractual y la intervención
de los jueces en la vida de los contratos generan confusión, desorden y falta de
confianza en la palabra empeñada. Todo ello va en desmedro de la seguridad jurídica y
paraliza el esfuerzo creador. Bueno es que los hombres puedan contar con que han de
ser amparados en el ejercicio de sus derechos y estén garantizados contra el riesgo de
que sus previsiones no sean más tarde defraudadas por el intervencionismo legal o
judicial.
Es necesario reconocer que esta alarma está en alguna medida justificada por la
experiencia: cuando el Estado empieza a deslizarse por el plano inclinado del dirigismo
o intervencionismo, difícilmente se detiene en el momento oportuno. En nuestro país,
las leyes sobre locaciones urbanas agravaron el problema de la vivienda en vez de
resolverlo. Las leyes dictadas para combatir el agio y la especulación causaron quizá
más daño que beneficios; en muchos casos contribuyeron a desarticular la producción
y, paradójicamente, a beneficiar a los comerciantes e industriales deshonestos en
perjuicio de los honrados.
Pero al lado de estos inconvenientes, sin duda serios, el dirigismo contractual ha sido
la solución de graves problemas que afectan el interés público. Esto es particularmente
claro en lo que atañe al contrato de trabajo, lo que indica que el dirigismo no es en
mismo malo; más aún, muchas veces es indispensable. Lo malo es su abuso.
En verdad, la llamada crisis del contrato es más bien una evolución reclamada por
las circunstancias (particularmente económicas) en que actualmente se desenvuelven
las relaciones jurídicas y por una mayor sensibilidad del espíritu moderno que se rebela
contra toda forma de injusticia. El intervencionismo del Estado en el contrato de trabajo
ha restablecido la igualdad de las partes; las nuevas formas contractuales permiten un
ajuste más realista de las relaciones jurídicas a las circunstancias económicas; el
contralor judicial, por vía de la lesión o de la teoría de la imprevisión, permite una mejor
realización de la justicia conmutativa. Salvo algunos supuestos excepcionales (el más
notorio de los cuales fue el de la locación) no se ha producido ni inseguridad ni pérdida
de la confianza en el contrato como instrumento de regulación espontánea de las
relaciones interpersonales. En ningún momento de la historia humana ha sido más
activa e importante la contratación privada. No hay crisis del contrato; hay una evolución
que debe ser saludada como un hecho auspicioso porque procura una más perfecta
realización de la justicia.
Claro está que todo recurso para lograr una mejor justicia entre los hombres tiene
necesariamente un mecanismo delicado. Eso es también lo que ocurre en nuestro caso.
El dirigismo contractual, las nuevas formas de los contratos, la intervención judicial,
deben ser manejados con suma prudencia para evitar graves males. En manos de un
legislador demagogo, el dirigismo es funesto; también es malo que una excesiva
preocupación por el valor justicia haga olvidar el valor seguridad, porque sin seguridad
ni orden no hay justicia humana posible. Hecha esta indispensable reserva, debemos
mirar la evolución del contrato con esperanzada confianza.
11. La autonomía de la voluntad, la fuerza obligatoria y el efecto relativo en la
realidad de nuestro tiempo
Si bien nos hemos de referir más adelante a estas cuestiones, es necesario
dedicarnos a ellas ahora muy brevemente.
La autonomía de la voluntad, que etimológicamente importa el poder que tiene la
voluntad de darse su propia ley, es la cualidad de la voluntad en cuya virtud el hombre
tiene la facultad de autodeterminarse y de responsabilizarse por el cumplimiento de las
obligaciones que asume.
La autonomía de la voluntad se vincula estrechamente con la fuerza obligatoria del
contrato, en tanto lo que se procura es que el contrato libremente pactado (esto es, que
haya sido celebrado con pleno discernimiento, intención y libertad, art. 260) obligue, sin
más, a las partes. En otras palabras, el acuerdo contractual obliga a los contrayentes,
pues si bien las personas son libres de obligarse o no, una vez que lo han hecho deben
cumplir la obligación asumida o responder por su incumplimiento.
Finalmente, debe señalarse que los efectos generados por el contrato y, en general,
por todo acto jurídico, recaen sobre las partes intervinientes y sobre sus sucesores
(arts. 1021, 1023 y 1024). Son partes aquellos sujetos que, por o por representante,
o a través de corredor o agente sin representación, se han obligado a cumplir
determinadas prestaciones y han adquirido ciertos derechos.
Por otra parte, el Código Civil y Comercial consagra, en el artículo 1022, el
principio res inter alios acta, aliis neque nocere, neque prodesse potest ("Las cosas
hechas entre otros, no pueden perjudicar ni aprovechar a los demás"); esto es, que los
actos jurídicos obligan solamente a las partes y, consecuentemente, no producen
efectos respecto de terceros. Sin embargo, hemos de ver, cuando nos refiramos en
extenso a los efectos de los contratos, que esta cuestión no es tan lineal.
12. Intervención del Estado en las convenciones de los particulares
La intervención del Estado en los contratos se da a través del dictado de leyes o
decretos que impactan en ellos, o con la intervención de los jueces en los casos llevados
a los tribunales.
Numerosos ejemplos existen para demostrar la intervención del Estado a través de
normas jurídicas. Sin duda, la más importante de las últimas ha sido el denominado
proceso pesificador, iniciado con la ley 25.561 y el decreto 214/2002, que afectaron
todos los contratos celebrados en moneda extranjera, disponiendo que debían ser
cumplidos en moneda de curso legal en nuestro país, fijando una paridad cambiaria que
no se correspondía con el valor de la moneda extranjera en el mercado.
El juez, por su parte, desempeña hoy el papel de guardián de la equidad en los
contratos. Su contralor se desenvuelve a través de los siguientes recursos, entre otros:
1) La teoría de la lesión, que le permite reducir las prestaciones excesivas y, a veces,
anular los contratos en los que las contraprestaciones resultan groseramente
desproporcionadas.
2) La teoría de la imprevisión, que le permite restablecer la equidad gravemente
alterada por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles que han transformado las
bases económicas tenidas en mira al contratar.
13. Contratos civiles y comerciales: unificación de sus normas en la doctrina y
la legislación comparada. Antecedentes nacionales. Nuestro derecho
positivo
Históricamente, el derecho privado argentino se reguló en dos cuerpos normativos:
el Código Civil y de Comercio. Ellos incluían la mayoría de los contratos legislados e
incluso, a veces, hasta los mismos contratos. Se siguió así el método que podemos
llamar clásico en los países de derecho codificado. Pero desde fines del siglo XIX
comenzó un movimiento cada vez más pujante en el sentido de la unificación del
régimen de las obligaciones y contratos. En efecto, la legislación dual de los mismos
contratos no parece justificarse. No hay diferencias de naturaleza, ni de estructura, ni
de funcionamiento entre la compraventa, el mandato, la fianza, el depósito, el mutuo,
etc., sean ellas legisladas en el Código Civil o en el de Comercio. Una regulación única
no solo resulta así conforme con la naturaleza de las obligaciones y contratos, sino
también con las necesidades modernas de las transacciones; además, esa unificación
suprime discordancias que no se justifican entre las regulaciones de los contratos civiles
y comerciales y, finalmente, evita las cuestiones de competencia en las jurisdicciones
en las que se mantiene la competencia civil separadamente de la comercial.
El Código suizo de las obligaciones fue el primero que introdujo la unificación en el
derecho positivo entre los países de derecho codificado; luego lo han seguido el Código
de las obligaciones de Polonia de 1933, el Código italiano de 1942, el Código paraguayo
de 1987 y el Código Civil brasileño de 2002. Es, también, el sistema del common
law vigente en los países de derecho anglosajón.
Debe citarse también, como antecedente notable en este sentido, el Proyecto Franco-
Italiano de las obligaciones de 1928.
En nuestro país, la opinión francamente predominante era la de que el régimen de
los contratos civiles y comerciales debía unificarse. Así lo postuló el Tercer Congreso
Nacional de Derecho Civil reunido en Córdoba en 1961 que propició la unificación del
régimen de las obligaciones civiles y comerciales, elaborando un cuerpo único de reglas
sobre obligaciones y contratos como libro del Código Civil. En el acta quedó constancia
de que esa ponencia fue aprobada por unanimidad. También se pronunciaron en igual
sentido el Primer Congreso Nacional de Derecho Comercial y la Sexta Conferencia de
Abogados. Y, finalmente, lo propiciaron los nuevos proyectos de reformas al Código Civil
de los años 1987, 1993 (impulsado por el Poder Ejecutivo) y 1998.
Este camino ha concluido con la ley 26.994 que sancionó el llamado Código Civil y
Comercial de la Nación, que regula en un cuerpo legal el derecho privado argentino y,
consiguientemente, unifica el régimen de las obligaciones y de los contratos.

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