David Fischman - El secreto de las siete semillas
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Esa mañana, al llegar a su oficina, el jefe de ventas corporativo le comentó que
habían perdido su cuenta más grande. La tienda de departamentos más importante
del país les dejaría de comprar a ellos para trabajar con su competidor más cercano.
Ignacio empezó a dar de alaridos, a insultar al jefe de ventas, a decirle que todo era
su culpa. En medio del conflicto empezó a sentir nuevamente un dolor ligero en el
pecho. Se sentó, asustado, y dejó de gritar. Trató de serenarse y poco a poco logró
nivelarse. Sentía que la vida le mandaba una última advertencia, que ya no habría
más. Si no se esforzaba en reducir su estrés, su vida corría peligro.
Recordó que tenía la dirección del gurú en su billetera. La sacó con desespe-
ración, pensando que no la encontraría. Recogió su saco y partió rumbo a Surquillo.
La casa del maestro era de apariencia humilde, pero atractiva. Tenía paredes
blancas y un portón azul bien pintado. Por su limpieza y buen mantenimiento,
destacaba en el vecindario como una isla. Ignacio permanecía dubitativa en el exte-
rior de la casa y no sabía si tocar la puerta o no. ¿Qué diablos hacia parado ahí?
Jamás en su vida había visitado ninguna bruja, vidente ni gurú. Él era un empresario
profesional, muy racional, y no creía en cosas raras. Sin embargo, la sensación de
falta de aire lo había asustado y finalmente se había convencido de que debía hacer
algo por su salud. Tocó la puerta y entró.
Al otro lado del portón había un jardín muy cuidado, con una gran variedad de
flores y árboles frutales. Entrar a esa casa era como instalarse en otro mundo; una
especie de Shangrilá en medio de Surquillo. La casa estaba retirada de la calle unos
veinte metros, y entre el portón y la fachada se extendía el jardín. Al lado de la
puerta principal había seis sillas de paja. Allí, sentadas, cuatro señoras conversaban.
Interrumpieron su diálogo al ver a Ignacio, y lo miraron como si fuese un ser de otro
planeta. Ignacio se sintió cortado en pedazos. "¡Qué vergüenza! iQué pensarán de
mí! –se dijo–. Un empresario como yo... ¡consultando a brujos! ¡Sólo falta que una
de ellas me reconozca, o que sea la esposa de algún amigo, para que toda la
comunidad empresarial se entere y se burle de mi!".
Ignacio se sentó en el extremo opuesto del jardín. Mientras esperaba, reparo en el
exagerado tamaño de los helechos y en una hilera de bonsáis alineados contra una
de las paredes laterales, pero sobre todo notó que casi ninguna planta se repetía.
Era como si en aquella atmósfera serena se hubiera reunido una diversidad de
representantes exclusivos del reino vegetal. No obstante lo placentero de la
circunstancia, se imaginaba todo tipo de catástrofes. Podían venir de algún canal de
televisión a grabar al "brujo" y el saldría en todas las noticias. Finalmente, se acercó
un joven y lo hizo pasar al interior.