David Fischman - El secreto de las siete semillas
DAVID FISCHMAN
El secreto de las siete
semillas
EL EQUILIBRIO ENTRE LA EMPRESA Y LA VIDA
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David Fischman - El secreto de las siete semillas
© David Fischman
© EI Comercio (para la presente edición)
Edición, preprensa, impresión y distribución:
Empresa Editorial El Comercio, S. A.
Jirón Miró Quesada 300, Lima 1.
Editor: Gabriel Valle
Diseño y diagramación: Veruzka Noriega
Corrección de estilo: Ronaldo Menéndez
Cuidado de edición: Carolina Teillier
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede ser reproducida sin la autorización del autor.
ISBN: 9972–ó17–9ó–3
Hecho el depósito legal
N.° 150lo12002–0273
Impreso en el Perú
Febrero del 2002
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David Fischman - El secreto de las siete semillas
A mi esposa Cecilia
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David Fischman - El secreto de las siete semillas
CONTENIDO Pág.
Prólogo de El Comercio 05
Una estrategia para la vida 06
Presentación del Centro de Liderazgo Internacional
Escuela de Empresa de la UPC
La felicidad como arte 07
Presentación de ProFuturo AFP
Prefacio 09
Capítulo uno 10
Capitulo dos 20
Capitulo tres 35
Capitulo cuatro 54
Capitulo cinco 63
Capitulo seis 84
Capitulo siete 94
Capitulo ocho 107
Capitulo nueve 114
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David Fischman - El secreto de las siete semillas
PRÓLOGO
Algunos opinan, desalentados, que el estrés, desde que se instaló en el corazón de la
civilización, impulsado por el bombardeo de cosas que nos atosigan en la vida
cotidiana, ha venido para quedarse entre nosotros, como si ante sus efectos no
quedara más remedio que aguantarlo con paliativos. Otros en cambio, desde la otra
orilla, más esperanzados, piensan que la tensión y el desgaste son males reparables.
Mil fórmulas se han planteado para combatir ese desasosiego que causa la diaria
lucha contra los problemas cotidianos: son como frentes de batalla que se
multiplican frente a nosotros. Y no es cierto que estemos inermes. David Fischman, a
quien no necesitamos presentar porque es un viejo amigo de esta casa editora, y
que no por primera vez entrega sus obras al público al amparo de nuestro sello, es
de aquellos que aconsejan empuñar las armas para batallar contra los males que
turban el espíritu alejándolo de la paz duradera. Guerrero de la paz, para decirlo con
un oxímoron, David nos alienta a ponernos en la línea de vanguardia de nuestro
propio bienestar y, para hacerlo, ofrece un arsenal capaz de alcanzarlo. No duda, por
ejemplo, en descubrir ante nosotros las enseñanzas espirituales que, usadas en
auxilio del hombre común, pueden servirle para transitar el difícil camino de la paz
interior. Muchas de estas doctrinas tienen un origen remoto, en el tiempo y en el
espacio, porque brotan del pensamiento espiritual filosófico y religioso del mundo
oriental.
No son muchos los que, como David Fischman, conocen al mismo tiempo la
intensidad agobiante de la vida profesional y las edificantes doctrinas de la antigua
sabiduría, buscando en estas vías de equilibrio. Animado por las próximas páginas,
que buscan compartir con nuestros lectores la experiencia del autor, El Comercio
impulsa la divulgación de esta obra de inmenso valor para todo aquel que haga de su
vida una cruzada por fa armonía.
Bernardo Roca Rey Miro Quesada
Director de Publicaciones y Multimedios
El Comercio
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David Fischman - El secreto de las siete semillas
UNA ESTRATEGIA PARA LA VIDA
¿Por qué escribir una novela? ¿Por qué pasar horas y horas frente a una pantalla
golpeando el teclado, aislado, en permanente diálogo interior, presa del momento
creativo? ¿Por qué sufrir las interminables horas de vacío, cuando la inspiración se
aleja y las palabras, que antes fluían libres, se debaten en la viscosidad de la
negación? ¿Por qué pasar por el terror del fracaso que nos asalta cada vez que el
escrito se somete al lector y enfrentar la agonía del primer instante en el que alguien
nos relata su experiencia al leerlo? ¿Por qué, decía, escribir una novela, cuando es
tan simple no hacerlo y tan tranquilizador el no intentar penetrar en la mente de
otros?
Creo que no existe una sola respuesta a tan sencilla pregunta; aunque, desde el
punto de vista del lector, me atrevería a arriesgar algunas hipótesis. Trascender el
tiempo, el espacio y el lenguaje como en el Ulises de Joyce; crear un universo
imaginario tan o más complejo que el real como en El señor de los anillos de Tolkien;
retratar una nación y una época como en La comedia humana de Balzac; o romper
con la novelística tradicional como en el San Camilo 193ó de Cela.
Cada novelista conoció, aunque no siempre hizo pública, su razón. Cada uno sintió
un impulso interior; una necesidad que lo llevó a urdir una historia en prosa. Creo
conocer la razón de David Fischman: el servicio.
El secreto de las siete semillas es una novela de autoayuda. En ella, en lenguaje
sencillo y claro, con un estilo simple y directo, el autor plantea una estrategia para la
vida. Sintetizando filosofía oriental y tradición judeo–cristiana con psicoanálisis, el
autor nos lleva a través de la relación de un hombre común, Ignacio, un joven
empresario, y su maestro. La historia nos parece familiar: la vida de un hombre en
busca de equilibrio nos es común, sus necesidades son las nuestras y su deseo de
felicidad es el mío, el de cualquier lector; el de todos.
Julio Fernando Llosa Farfán
Director del Centro de Liderazgo lnternacional
Escuela de Empresa de la UPC
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Sea o no creyente, y fuere cual fuere su religión,
es deber del hombre perseguir la felicidad
–Dalai Lama
LA FELICIDAD COMO ARTE
La novela que nos regala David tiene, una vez más, una riqueza espiritual y
enseñanzas de vida propias de otras obras del autor, que nos sirven de guía para
conocernos mejor. Quiere dotar al lector de siete herramientas básicas o autoayudas
para llevar una vida más orientada a los fines que nos trazamos, ya sea en el ámbito
personal o profesional. En la casa y en el trabajo, estamos inmersos en un escenario
donde es muy fácil perder la brújula: vidas vertiginosas cargadas de angustia,
nerviosismo, pesimismo, mal humor, frustración, depresión, etc.
Al leer El secreto de las siete semillas, el lector probablemente se identificará con
Ignacio –personaje principal– pues todos somos un poco los Ignacios de esta era,
movidos por el “apúrate”, “sé fuerte”, “sé perfecto”, que generan un gran desgaste.
Vernos reflejados en el espejo de Ignacio nos ofrece la posibilidad de ser dueños de
la llave que abre las puertas de nuestros barrotes, pues no hay peor carcelero que
uno mismo.
David nos muestra elementos que nos son cotidianos: no los vemos, los
sufrimos, sin ver lo que realmente sucede dentro de nosotros, sin advertir que el
cambio oportuno puede llegar a salvar nuestras vidas; y el actor de este salvataje es
nada menos que uno mismo.
Las "siete semillas" llegan a nosotros para ayudarnos a despejar caminos. A
menudo las cosas simples son las más difíciles de explicar, pero David, en forma
amena y clara, logra que el lector "viva" la obra y crezca desactivando fantasmas e
incorporando las fortalezas dadas por el amor, la voluntad y la capacidad de saber
escuchar al maestro que llevamos dentro para alcanzar lo que todos deseamos: la
felicidad.
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David Fischman - El secreto de las siete semillas
Profuturo AFP, colaborando en la publicación de esta obra, está manteniendo una
trayectoria de cinco años de difundir las ideas que nos permiten crecer como
individuos y fomentar valores para crecer como sociedad. De esta manera seguimos
fieles a nuestra misión de “construir con cada uno de nuestros afiliados un respaldo
que les permita vivir dignamente”, no sólo en el ámbito financiero, sino en el de
valores personales.
Mariano Felipe Paz Soldán F.
Gerente General
ProFuturo AFP
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PREFACIO
A través de El secreto de las siete semillas. El equilibrio entre la empresa y la vida,
he querido proponer al lector, ofreciéndosela bajo la forma de una novela, una
herramienta de autoayuda para la vida, en especial para el que vive sumido en el
quehacer empresarial. Para escribirla he echado mana de dos recursos: mi propio
conocimiento de la vida empresarial, en la que llevo muchos años inmerso, y mi
experiencia con rigurosas prácticas espirituales que nacen de filosofías orientales. No
hace falta decir que hay ciertos vestigios autobiográficos que se traslucen en este
relato, puestos al servicio del fin último de la trama, que es compartir una gama de
enseñanzas psicológicas, valores espirituales y consejos útiles para conducir con
firmeza las riendas de nuestra vida profesional y personal.
Las "siete semillas" son el camino simbólico que un maestro escoge para orientar
a su discípulo, y en cada una se encierran enseñanzas que van desde el auto-
conocimiento y dominio del ego hasta la búsqueda de la felicidad en el servicio hacia
el prójimo, pasando por el sentido de justicia en la toma de decisiones
empresariales. Muchas de las historias recogidas en la doctrina del maestro tienen
un origen inmemorial y brotan de diferentes fuentes.
Es este un libro dedicado a todos aquellos que sufren las diversas presiones del
mundo moderno, desde empresarios hasta jóvenes profesionales que luchan por el
éxito, y aquellos cuyo fin en la vida personal y profesional no sólo es rendir al
máximo sino también lograr la felicidad. No se trata de proponer un camino utópico
hacia el bienestar sino de un conjunto de enseñanzas prácticas para alcanzar ese fin
supremo que es la felicidad. El secreto de las siete semillas aspira pues a convertirse
en una experiencia de vida.
El autor
David Fischman - El secreto de las siete semillas
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CAPÍTULO 1
Ignacio Rodríguez esperaba angustiado su turno can el cardiólogo. A sus cuarenta
y dos años, aun no podía creer que él tuviera problemas con el corazón. Siempre
había sido un hombre sano. Últimamente trabajaba dieciocho horas diarias, de lunes
a sábado, y sólo paraba para dormir. Había descuidado a sus hijos, a su esposa y a
su cuerpo. Jamás practicaba deportes. Bebía alcohol y fumaba en exceso. Se
alimentaba principalmente de comida rápida, ya que con frecuencia almorzaba en la
oficina mientras trabajaba.
Todavía recordaba el día en que murió su padre. Antes de morir, don José le pidió
que asumiera la gerencia general de R & G, un importante negocio familiar de
importaciones. Don José había logrado que R & G fuera líder del mercado y ahora él
tenía la responsabilidad de mantener esta posición. Pero las casas se habían com-
plicado. En verdad, se sentía como esos tablistas que reman contra la corriente para
avanzar entre las olas sin lograr entrar al mar. Las olas de cambio que afectaban a R
& G eran tan fuertes que con cada una retrocedía más de lo que avanzaba,
quedándose en un círculo vicioso de esfuerzo y desgaste.
La apertura de los mercados y la globalización habían llevado a que grandes
empresas, con economías de escala, se instalaran en el país. Existía una guerra de
precios y una mayor competencia en un mercado más pequeño afectado por la re-
cesión. Los pocos competidores nacionales que quedaban estaban aliándose con
empresas transnacionales. R & G era la: única que trabajaba sólo con capital
nacional. El incremento de la competencia los había afectado en el peor momento.
Hacía dos años que los balances arrojaban perdidas económicas y la empresa estaba
sobre endeudada. Por ello, los bancos le habían cortado el crédito e inclusive algunos
estaban tomando acciones legales para recuperar sus préstamos. Los fines de mes
eran una tortura para Ignacio, porque muchas veces no contaba con liquidez para
pagar las planillas. Había hecho ya dos reducciones de personal, pero aún no era
suficiente.
En R & G se vivía un ambiente tenso y lleno de incertidumbre. El personal estaba
desmotivado y se comentaba a voces lo diferente que eran las cosas cuando don
José manejaba la empresa. El personal había perdido la confianza en Ignacio y
añoraba los tiempos en que todo era éxito.
Una semana atrás, el gerente de ventas le había presentado su carta de renuncia
confesándole que se iba con la competencia por el doble del sueldo. Ignacio,
enfurecido, grito y lo insulto, pero en pleno episodio le vino un dolor muy fuerte
debajo del esternón. Sintió una presión en el pecho y se le adormeció el brazo
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izquierdo. Luego se sintió muy agitado, le empezó a faltar el aire y se desmayó.
Horas después, ya en la clínica, le informaron que había sufrido una angina dolorosa,
conocida comúnmente como preinfarto, y que tenía mucha suerte de estar vivo. A su
edad, un alto porcentaje de personas que sufrían dolencias al corazón perdían la
vida.
Una semana después del incidente, Ignacio se sentía tan bien que en realidad
creía que estaba perdiendo su tiempo esperando al doctor. Tres días en la clínica
habían sido más que suficientes para llenarlo de ansiedad por regresar a la empresa
a poner en orden el trabajo acumulado.
Finalmente, el doctor lo hizo pasar. En un principio corroboró el optimismo de
Ignacio.
–¡Es sorprendente! –le dijo–. Tu corazón se ha recuperado más rápido de lo
normal.
Ignacio se levanto rápidamente de la silla.
–¡Qué bueno! Ahora, doctor, creo que es el momento de regresar a la oficina y
ponerme al día...
–¡No tan rápido –le dijo el doctor con tono enérgico y agarrándolo del brazo–.
Tómalo seriamente, Ignacio. Comprende que tienes dos posibilidades: si sigues
viviendo una vida desbalanceada, con permanente angustia y estrés, te doy sólo
algunos años más antes del infarto fatal. Pero si cambias tu estilo de vida radical-
mente, tendrás una vida más sana y prolongada. Tú decides. Será mejor que te
cuides. Tener un infarto a tu edad es muy riesgoso. No existe una estadística de
muerte por infarto por edades, pero según mi experiencia con mis pacientes, a tu
edad aproximadamente la mitad de las personas que tienen un infarto mueren.
–¡Vamos, no exagere! –Ignacio mira con un gesto de incredulidad la cara del
médico–. Ya ve usted como me he recuperado fácilmente. No se preocupe, soy de
hierro y tengo para rato. Ahora me disculpará; tengo que regresar a la empresa para
evitar males mayores. Uno nunca puede estar totalmente tranquilo con sus
subordinados.
El doctor lo miró con ternura, como si Ignacio fuera un niño incapaz de darse
cuenta de los errores que comete.
–Mira, Ignacio. Eres libre para decidir que haces con tu vida. Si eliges morir, es tu
decisión. Pero por favor deja de pensar tanto en ti mismo y piensa en tus hijos.
Tienes dos hijos chicos, no permitas que pierdan a su padre a esta edad. Eso los
marcaría para siempre.
–Ok –dijo Ignacio y se sentó con resignación–. ¿Que tengo que hacer?
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El doctor le sugirió vivir una vida más balanceada e iniciar una dieta alimenticia
sana; le pidió que dejara de fumar, que si tomaba alcohol lo hiciera muy moderada-
mente, y que bajara el ritmo de trabajo y el estrés.
–Doctor, puedo hacer todo eso; pero lo que no puedo evitar ni controlar son los
problemas en la oficina, la agresividad de la competencia, la falta de liquidez de la
empresa y la recesión.
–De acuerdo –respondió el doctor–. Pero lo que sí puedes controlar es tu reacción
ante esos estímulos. Para esto necesitas relajarte y aprender a tomar la vida con una
perspectiva diferente. ¿Has oido hablar de la meditación oriental?
–Disculpe doctor, pero yo no creo en ninguna de esas cosas esotéricas –respondió
Ignacio con un aire de autosuficiencia–. Eso le encanta a mi mujer. A mí me parece
ridículo.
Mientras hablaba, Ignacio miraba su reloj y se movía como si no cupiera en su
asiento. El medico sintió que la única manera de convencerlo era llegando al fondo
de la explicación.
Ignacio, el tema de la meditación ya no se considera esotérico. Incluso ha sido
investigado por universidades muy serias como la de California. El doctor Benson, de
Harvard, estudió los efectos de la meditación en monjes budistas del Tibet. Los
resultados fueron sorprendentes. Nuestro cuerpo tiene un mecanismo llamado efecto
pelea–fuga, que data de la época de las cavernas. En aquel entonces, cuando
percibíamos un estímulo amenazante como el rugido de una bestia, nuestro cuerpo
se preparaba para pelear o fugar. El hipotálamo, una glándula cercana al cerebro,
orquestaba toda una reacción fisiológica. Aún hoy, nuestro ritmo cardiaco aumenta
ante una amenaza, para bombear más sangre hacia los brazos y las piernas; se
acelera el ritmo de la respiración, se evacua la sangre del estómago para proteger la
zona más débil del cuerpo y se genera adrenalina y cortisol, que nos mantienen muy
alertas.
El doctor hizo una pausa para cerciorarse de que sus palabras surtían algún
efecto. Luego continuó:
–El problema que tenemos hoy es que seguimos percibiendo estímulos
amenazantes: crisis económicas o familiares, problemas en la oficina... y nuestro
cuerpo activa automáticamente el efecto pelea–fuga. A diferencia de la época de las
cavernas, cuando los estímulos amenazantes eran esporádicos, en nuestro tiempo
vivimos bajo amenazas constantes. Peor aún: como las amenazas son psicológicas,
no tenemos que correr ni pelear con nadie. En consecuencia, no realizamos el ejer-
cicio físico, vital para minimizar los efectos de estos químicos en el cuerpo. Al
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contrario: como en el caso de la mayoría de ejecutivos, el exceso de trabajo hace
que dejemos de lado el ejercicio físico. Esto provoca que nuestro cuerpo este
recibiendo permanentemente hormonas y químicos que no descargamos y que nos
sobre estimulan, causándonos estrés y dolencias.
Ignacio seguía mirando incrédulo. No cesaba de consultar su reloj.
–Mira, Ignacio –continuó el doctor–. Es como si nuestro cuerpo fuese un auto que
esta en neutro, no avanza, pero nosotros lo aceleramos al equivalente de 150 kilo-
metros por hora. Nos pasamos la vida acelerando el auto en neutro ante cada
amenaza que percibimos. Por ello, cuando queramos pasear, el motor estará
fundido. La consecuencia típica de vivir en este estado permanentemente es fundir el
motor; es decir, provocar hipertensión y dolencias cardiacas. La que el doctor
Benson encontró al estudiar a los monjes budistas fue que la misma glándula, el
hipotálamo, responsable del efecto pelea-fuga, también produce el mecanismo
inverso, el efecto relajamiento, resultado de la meditación. El doctor encontró que
los monjes, al entrar en un estado de meditación, disminuían su ritmo cardiaco, su
respiración y su consumo de oxigeno, y sentían una sensación de paz y tranquilidad.
Ignacio, lo que necesitas es enseñarle a tu cuerpo a que el mismo elimine los efectos
del estrés.
–Muchas gracias –le dijo Ignacio. Después de hilvanar un par de excusas y
comentarios superfluos, partió.
El comentario sobre la meditación había sido muy completo. Sin embargo, Ignacio,
no había quedado del todo convencido. Era uno de los asuntos en los que estaba
metida Miriam, su esposa, y que él siempre había considerado una estafa, una suerte
de pasatiempo para señoras snob que no tenían nada que hacer.
En su casa, cuando le contó a Miriam las recomendaciones del doctor, ella no pudo
reprimir su entusiasmo:
–Ignacio, ¡Qué bueno que finalmente vas a probar la maravilla de la meditación!
¡Te va a hacer mucho bien! Sé de un maestro hindú que vive en Surquillo.
Miriam le entregó un papel con un nombre y una dirección. Ignacio lo guardó en
su billetera con desgano. "No te imagines que voy a hacer las mismas estupideces
que tú haces todo el día –pensó–. Yo tengo que trabajar y ocuparme de cosas
importantes. No puedo andar perdiendo el tiempo".
Había pasado un mes desde el preinfarto y se sentía bien. Para Ignacio, su
enfermedad había terminado. Los problemas continuaban, pero... ¿quién no tenía
problemas hoy en día? Había dejado de beber y fumar en exceso y se sentía muy
orgulloso de sus logros.
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Esa mañana, al llegar a su oficina, el jefe de ventas corporativo le comentó que
habían perdido su cuenta más grande. La tienda de departamentos más importante
del país les dejaría de comprar a ellos para trabajar con su competidor más cercano.
Ignacio empezó a dar de alaridos, a insultar al jefe de ventas, a decirle que todo era
su culpa. En medio del conflicto empezó a sentir nuevamente un dolor ligero en el
pecho. Se sentó, asustado, y dejó de gritar. Trató de serenarse y poco a poco logró
nivelarse. Sentía que la vida le mandaba una última advertencia, que ya no habría
más. Si no se esforzaba en reducir su estrés, su vida corría peligro.
Recordó que tenía la dirección del gurú en su billetera. La sacó con desespe-
ración, pensando que no la encontraría. Recogió su saco y partió rumbo a Surquillo.
La casa del maestro era de apariencia humilde, pero atractiva. Tenía paredes
blancas y un portón azul bien pintado. Por su limpieza y buen mantenimiento,
destacaba en el vecindario como una isla. Ignacio permanecía dubitativa en el exte-
rior de la casa y no sabía si tocar la puerta o no. ¿Qué diablos hacia parado ahí?
Jamás en su vida había visitado ninguna bruja, vidente ni gurú. Él era un empresario
profesional, muy racional, y no creía en cosas raras. Sin embargo, la sensación de
falta de aire lo había asustado y finalmente se había convencido de que debía hacer
algo por su salud. Tocó la puerta y entró.
Al otro lado del portón había un jardín muy cuidado, con una gran variedad de
flores y árboles frutales. Entrar a esa casa era como instalarse en otro mundo; una
especie de Shangrilá en medio de Surquillo. La casa estaba retirada de la calle unos
veinte metros, y entre el portón y la fachada se extendía el jardín. Al lado de la
puerta principal había seis sillas de paja. Allí, sentadas, cuatro señoras conversaban.
Interrumpieron su diálogo al ver a Ignacio, y lo miraron como si fuese un ser de otro
planeta. Ignacio se sintió cortado en pedazos. "¡Qué vergüenza! iQué pensarán de
mí! –se dijo–. Un empresario como yo... ¡consultando a brujos! ¡Sólo falta que una
de ellas me reconozca, o que sea la esposa de algún amigo, para que toda la
comunidad empresarial se entere y se burle de mi!".
Ignacio se sentó en el extremo opuesto del jardín. Mientras esperaba, reparo en el
exagerado tamaño de los helechos y en una hilera de bonsáis alineados contra una
de las paredes laterales, pero sobre todo notó que casi ninguna planta se repetía.
Era como si en aquella atmósfera serena se hubiera reunido una diversidad de
representantes exclusivos del reino vegetal. No obstante lo placentero de la
circunstancia, se imaginaba todo tipo de catástrofes. Podían venir de algún canal de
televisión a grabar al "brujo" y el saldría en todas las noticias. Finalmente, se acercó
un joven y lo hizo pasar al interior.
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La casa tenía un fuerte olor a incienso. En las paredes colgaban varios cuadros de
personas semidesnudas en posición de loto. Entraron a una habitación donde había
un hombre de unos setenta años, con barba blanca y cejas pronunciadas. Era
delgado y trigueño, e iba vestido con una túnica color salmón. Estaba sentado en
unos cojines de color blanco. En el muro de atrás pendían cerca de doce cuadros.
Destacaba uno mayor, con la foto de un hombre que vestía túnica y parecía tener
casi cien años. En otros cuadros pequeños podían verse las fotos de hombres que
mostraban el pecho desnudo. También colgaban algunos cuadros con dibujos de
dioses de alguna religión oriental. En el altar había varias velas encendidas.
El maestro le hizo un gesto en silencio y le indicó que se sentara en un cojín. Lue-
go lo miró fijamente a los ojos durante unos segundos. Mientras el maestro lo mira-
ba, no le decía nada. Ignacio se sentía totalmente fuera de lugar. "¿Cuando empe-
zara a hablar este hombre extraño? ¿Será mudo?", se preguntaba mientras maldecía
para sus adentros la hora en que se le había ocurrido aparecerse por ahí. Finalmente
el maestro habló:
–¿Cuál es tu nombre?
–Ignacio Rodríguez.
–¡Qué te trae por acá?
–Quiero que me enseñe a relajarme, eso que ustedes llaman meditación.
El maestro nuevamente se quedó mudo. Se limitó a mirarlo a los ojos. Ignacio
estaba totalmente incómodo. Sentía que su mirada lo penetraba. No sabía si pararse,
irse o quedarse. Después de unos minutos de silencio, que para Ignacio fueron
horas, el maestro le volvió a preguntar:
–¿Para qué has venido?
–Ya le dije, ¡quiero que me enseñe a relajarme! –Ignacio subió el tono de voz para
demostrar que además de tiempo, había perdido también la paciencia.
El maestro se quedó mudo unos minutos más. Ignacio se sentía agredido por el
silencio del maestro. "¿Qué le pasa a este idiota? –pensó–. ¿Acaso es sordo?". El
estaba acostumbrado a la acción. El tiempo valía oro y sentía que lo estaba
desperdiciando.
Finalmente el hombre volvió a hablar, esta vez como si supiera algo que Ignacio
no era capaz siquiera de vislumbrar:
–Ese no es el verdadero motivo que te trae por acá. Dime, Ignacio Rodríguez,
¿para qué has venido si realmente no crees que puedo ayudarte?
–iJustamente yo me estaba haciendo esa misma pregunta! –respondió Ignacio
indignado–. En realidad creo que todo esto ha sido una perdida de tiempo y una

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