establecimientos, y la cosa seguirá hasta el infinito. El escaparate roto irá engendrando
trabajo y riqueza en artículos cada vez más amplios. La lógica conclusión sería, si las
gentes llegasen a deducirla, que el golfillo que arrojó la piedra, lejos de constituir díscola
amenaza, convertiríase en un auténtico filántropo.
Pero sigamos adelante y examinemos el asunto desde otro punto de vista. Los que
presenciaron el suceso tenían, al menos en su primera conclusión, completa razón. Este
pequeño acto de vandalismo significa, en principio, beneficios para algún cristalero,
quien recibirá la noticia con satisfacción análoga a la del dueño de una funeraria que sabe
de una defunción. Pero el panadero habrá de desprenderse de cincuenta dólares que
destinaba a adquirir un traje nuevo. A1 tener que reponer la luna se verá obligado a
prescindir del traje o de alguna necesidad o lujo equivalente. En lugar de una luna y
cincuenta dólares sólo dispondrá de la primera o bien, en lugar de la luna y el traje que
pensaba comprar aquella misma tarde, habrá de contentarse con el vidrio y renunciar al
traje. La comunidad, como conjunto, habrá perdido un traje que de otra forma hubiera
podido disfrutar; su pobreza se verá incrementada justamente en el correspondiente valor.
En una palabra, lo que gana el cristalero lo pierde el sastre. No ha habido, pues, nueva
oportunidad de «empleo». La gente sólo consideraba dos partes de la transacción: el
panadero y el cristalero; olvidaba una tercera parte, potencialmente interesada: el sastre.
Este olvido se explica por la ausencia del sastre de la escena. E1 público verá reparado el
escaparate al día siguiente, pero nunca podrá ver el traje extra, precisamente porque no
llegó a existir. Sólo advierten tales espectadores aquello que tienen delante de los ojos.
Queda así aclarado el problema del escaparate roto: una falacia elemental. Cualquiera —
se piensa— la desecharía tras unos momentos de meditación. Sin embargo, este tipo de
sofismas, bajo mil disfraces, es el que más ha persistido en la historia de la Economía,
mostrándose en la actualidad más pujante que nunca. A diario vuelve a ser solemnemente
proclamado por grandes capitanes de la industria, cámaras de comercio, jefes sindicales,
autores de editoriales, columnistas de prensa y comentaristas de radio, sabios estadísticos
que se sirven de refinadas técnicas y profesores de Economía de nuestras mejores
universidades. Por diversos caminos todos ponderan las ventajas de la destrucción.
Aunque algunos no suponen que se puedan derivar beneficios de pequeños actos de
destrucción, ven incalculables ventajas si se trata de enormes actos destructivos. Nos
hablan de cuánto mejor nos hallamos económicamente en la guerra que en la paz; ven
«milagros de producción» que sólo la guerra origina y un mundo posbélico
verdaderamente próspero gracias a la enorme demanda «acumulada» o «diferida».
Enumeran alegremente las casas y ciudades que quedaron arrasadas en Europa y que
«tendrán que ser reconstruidas». En América señalan las viviendas que no pudieron ser
edificadas durante la conflagración, las medias de nylon que no pudieron ser
suministradas, los automóviles y neumáticos inutilizados, los aparatos de radio y
frigoríficos anticuados, etcétera. Así acumulan totales formidables.
Se trata, una vez más, del viejo tema: el sofisma del escaparate roto, vestido de nuevo y
tan lozano que resulta difícil reconocerlo. Esta vez viene respaldado por un sinnúmero de