La economía en una lección
Henry Hazlitt
Traducción: Adolfo Rivero
PREFACIO
Este libro contiene un análisis de los sofismas económicos que han alcanzado en los
últimos tiempos preponderancia suficiente hasta convertirse casi en una nueva ortodoxia.
Tan sólo hubo de impedirlo sus propias contradicciones internas, que han dividido, a
quienes aceptan las mismas premisas, en cien «escuelas» distintas, por la sencilla razón
de que es imposible, en asuntos que tocan a la vida práctica, equivocarse de un modo
coherente. Pero la única diferencia entre dos cualesquiera de las nuevas escuelas consiste
en que unos u otros de sus seguidores se dan cuenta antes de los absurdos a que les
conducen sus falsas premisas y desde ese momento se muestran en desacuerdo, bien por
abandono de tales premisas, bien por aceptación de conclusiones menos nocivas o
fantásticas que las que la lógica exigiría.
Con todo, en este momento no existe en el mundo un gobierno importante cuya política
económica no se halle influida, cuando no totalmente determinada, por la aceptación de
alguna de aquellas falacias. Quizá el camino más corto y más seguro para el
entendimiento de la Economía sea una previa disección le los aludidos errores y
singularmente del error central del que todos parten. Tal es la pretensión del presente
volumen y de su título un tanto ambicioso y beligerante.
El libro ofrece, ante todo, un carácter expositivo, y no pretende ser original en cuanto a
las principales ideas que contiene. Trata más bien de evidenciar cómo muchos de los que
hoy pasan por brillantes avances e innovaciones son, de hecho, mera resurrección de
antiguos errores y prueba renovada del aforismo según el cual quienes ignoran el pasado
se ven condenados a repetirlo.
Sospecho que también el presente ensayo es vergonzosamente «clásico», «tradicional» y
«ortodoxo». Al menos, éstos son los epítetos con los que, sin duda, intentarán
desvirtuarlo aquellos cuyos sofismas se analizan aquí. Pero el estudioso, cuya intención
es alcanzar la mayor cantidad posible de verdad, no ha de sentirse intimidado por tales
adjetivos ni creer que ha de andar siempre buscando una revolución, un «lozano
arranque» en el pensamiento económico. Su mente debe, desde luego, estar tan abierta a
las nuevas como a la viejas ideas; y se complacerá en rechazar lo que es puro afán de
inquietud y sensacionalismo por lo nuevo y original. Tal vez, como Morris R. Cohen ha
apuntado, «la idea de que podemos desentendernos de las opiniones de cuantos
pensadores nos han precedido, quita todo fundamento a la esperanza de que nuestra obra
sea de algún valor para los que nos sucedan» (1).
(1) Reason and Nature (1931), pag. X.
Por tratarse de una obra expositiva, me he valido libremente de ideas ajenas sin indicar su
origen, con la salvedad de raras notas y citas Esto es inevitable cuando se escribe sobre
materia que ha sido ya tratada por muchas de las más esclarecidas mentes del mundo.
Pero mi deuda para con un mínimo de tres escritores es de naturaleza tan especial que no
puedo pasar por alto su mención. En primer lugar, y por lo que atañe al tipo de
argumentación expositiva empleado en mi obra, mi deuda es con el ensayo de Federico
Bastiat Ce qu'on voit et ce qu'on ne voit pas, con casi un siglo de antigüedad. El presente
trabajo puede, en efecto, ser considerado como una modernización, ampliación y
generalización de lo contenido en aquel opúsculo.
Mi segunda deuda es con Philip Wicksteed; y particularmente los capítulos sobre salarios
y el resumen final deben mucho a su Commonsense of Political Economy. La tercera
alude a Ludwig von Mises. Además de todo lo que en este tratado elemental pueda deber
al conjunto de sus escritos, lo que de una manera más específica me obliga a él es su
exposición de la forma como se ha extendido el proceso de inflación monetaria.
He considerado todavía menos procedente mencionar nombres en el análisis de los
sofismas. El hacerlo hubiera requerido una especial justicia para cada escritor criticado,
con citas exactas y teniendo en cuenta la particular importancia que concede a este o al
otro punto, las limitaciones que señala y sus personales ambigüedades, incoherencia, etc.
Por ello creo que a nadie le importará demasiado la ausencia en estas páginas de nombres
tales como Carlos Marx, Thorstein Veblen, Mayor Douglas, Lord Keynes, profesor Alvin
Hansen y tantos otros. El objeto de este libro no es exponer los errores propios de
determinado escritor, sino los errores económicos en su forma más frecuente, extendida e
influyente. Las falsedades, una vez pasan al dominio público, se hacen anónimas,
perdiendo las sutilezas o vaguedades que pueden observarse en los autores que más han
cooperado a su propagación. La doctrina se simplifica; y el sofisma, enterrado en una
maraña de distingos, ambigüedades o ecuaciones matemáticas, surge a plena luz. En su
consecuencia, espero no se me acuse de injusto ante el hecho de que cualquier doctrina en
boga, en la forma en que la presento, no coincida exactamente tal y como la formulara
Lord Keynes o algún otro autor determinado Lo que aquí nos interesa son las creencias
sostenidas por grupos políticamente influyentes o que deciden la acción gubernamental y
no sus orígenes históricos.
Espero, finalmente, ser perdonado por las escasas referencias estadísticas contenidas en
las siguientes páginas.
He tratado de escribir este libro con cuanta sencillez y ausencia de tecnicismo eran
compatibles con la necesaria precisión, de modo que pueda ser perfectamente
comprendido por el lector que carece de una previa preparación económica.
Aunque fue compuesto de un modo unitario, tres de los capítulos de este libro se
publicaron como artículos sueltos, y desde aquí deseo expresar mi agradecimiento a The
New York Times, The American Scholar y The New Leader por su autorización para
reproducir lo anteriormente aparecido en sus páginas. Quedo reconocido al profesor Von
Mises por la lectura del manuscrito y sus sugerencias, que tan útiles me han sido. Y,
naturalmente, asumo la responsabilidad de las opiniones que aquí se expresan.
H. H.
1. LA LECCIÓN
La Economía se halla asediada por mayor número de sofismas que cualquier otra
disciplina cultivada por el hombre. Esto no es simple casualidad, ya que las dificultades
inherentes a la materia, que en todo caso bastarían, se ven centuplicadas a causa de un
factor que resulta insignificante para la Física, las Matemáticas o la Medicina: la marcada
presencia de intereses egoístas. Aunque cada grupo posee ciertos intereses económicos
idénticos a los de todos los demás, tiene también, como veremos, intereses contrapuestos
a los de los restantes sectores; y aunque ciertas políticas o directrices públicas puedan a la
larga beneficiar a todos, otras beneficiarán sólo a un grupo a expensas de los demás. E1
potencial sector beneficiario, al afectarle tan directamente, las defenderá con entusiasmo
y constancia; tomará a su servicio las mejores mentes sobornables para que dediquen
todo su tiempo a defender el punto de vista interesado, con el resultado final de que el
público quede convencido de su justicia o tan confundido que le sea imposible ver claro
en el asunto.
Además de esta plétora de pretensiones egoístas existe un segundo factor que a diario
engendra nuevas falacias económicas. Es éste la persistente tendencia de los hombres a
considerar exclusivamente las consecuencias inmediatas de una política o sus efectos
sobre un grupo particular, sin inquirir cuáles producirá a largo plazo no sólo sobre el
sector aludido, sino sobre toda la comunidad. Es, pues, la falacia que pasa por alto las
consecuencias secundarias.
En ello consiste la fundamental diferencia entre la buena y la mala economía. E1 mal
economista sólo ve lo que se advierte de un modo inmediato, mientras que el buen
economista percibe también más allá. El primero tan sólo contempla las consecuencias
directas del plan a aplicar; el segundo no desatiende las indirectas y más lejanas. Aquél
sólo considera los efectos de una determinada política, en el pasado o en el futuro, sobre
cierto sector; éste se preocupa también de los efectos que tal política ejercerá sobre todos
los grupos.
El distingo puede parecer obvio. La cautela de considerar todas las repercusiones de
cierta política quizá se nos antoje elemental. ¿Acaso no conoce todo el mundo, por su
vida particular, que existen innumerables excesos gratos de momento y que a la postre
resultan altamente perjudiciales? ¿No sabe cualquier muchacho el daño que puede
ocasionarle una excesiva ingestión de dulces? ¿No sabe el que se embriaga que va
despertarse con el estómago revuelto y la cabeza dolorida? ¿Ignora el dipsómano que está
destruyendo su hígado y acortando su vida? ¿No consta al don Juan que marcha por un
camino erizado de riesgos, desde el chantaje a la enfermedad? Finalmente, para volver al
plano económico, aunque también humano, ¿dejan de advertir el perezoso y el
derrochador, en medio de su despreocupada disipación, que caminan hacia un futuro de
deudas y miseria?
Sin embargo, cuando entramos en el campo de la economía pública, verdades tan
elementales son ignoradas. Vemos a hombres considerados hoy como brillantes
economistas condenar el ahorro y propugnar el despilfarro en el ámbito público como
medio de salvación económica; y que cuando alguien señala las consecuencias que a la
larga traerá tal política, replican petulantes, como lo haría el hijo pródigo ante la paterna
admonición: «A la larga, todos muertos.» Tan vacías agudezas pasan por ingeniosos
epigramas y manifestaciones de madura sabiduría.
Por consiguiente, bajo este aspecto, puede reducirse la totalidad de la Economía a una
lección única, y esa lección a un solo enunciado: El arte de la Economía consiste en
considerar los efectos más remotos de cualquier acto o política y no meramente sus
consecuencias inmediatas; en calcular las repercusiones de tal política no sobre un grupo,
sino sobre todos los sectores.
Nueve décimas partes de los sofismas económicos que están causando tan terrible daño
en el mundo actual son el resultado de ignorar esta lección. Derivan siempre de uno de
estos dos errores fundamentales o de ambos: el contemplar sólo las consecuencias
inmediatas de una medida o programa y el considerar únicamente sus efectos sobre un
determinado sector, con olvido de los restantes.
Naturalmente, cabe incidir en el error contrario. Al ponderar un cierto programa
económico no debemos atenernos exclusivamente a sus resultados remotos sobre toda la
comunidad. Es éste un error que a menudo cometieron los economistas clásicos, lo cual
engendró una cierta insensibilidad frente a la desgracia de aquellos sectores que
resultaban inmediatamente perjudicados por unas directrices o sistemas que a largo plazo
beneficiarían a la colectividad.
Pero son ya relativamente muy pocos quienes incurren en tal error, y esos pocos, casi
siempre economistas profesionales. La falacia más frecuente en la actualidad; la que
emerge una y otra vez en casi toda conversación referente a cuestiones económicas; el
error de mil discursos políticos; el sofisma básico de la «nueva» Economía, consiste en
concentrar la atención sobre los efectos inmediatos de cierto plan en relación con sectores
concretos e ignorar o minimizar sus remotas repercusiones sobre toda la comunidad. Los
«nuevos» economistas se jactan de que su actitud supone un enorme, casi revolucionario,
avance en orden a los métodos de los economistas «clásicos» u «ortodoxos», por cuanto a
menudo descuidan los efectos que ellos tienen siempre presentes. Ahora bien, cuando, a
su vez, ignoran o desprecian los efectos remotos, están incidiendo en un error de mayor
gravedad. Su preciso y minucioso examen de cada árbol les impide ver el bosque. Sus
métodos y las conclusiones deducidas son, con harta frecuencia, de profunda índole
reaccionaria y a menudo asómbrales el constatar su plena coincidencia con el
mercantilismo del siglo XVII. De hecho vienen a caer en aquellos antiguos errores (o
caerían si no fueran tan inconsecuentes) de los que creíamos haber sido definitivamente
liberados por los economistas clásicos.
Suele observarse con disgusto que los malos economistas propagan sus sofismas entre las
gentes de manera harto más atractiva que los buenos sus verdades. Laméntase a menudo
que los demagogos logren mayor asenso al exponer públicamente sus despropósitos
económicos que los hombres de bien al denunciar sus fallos. En esto no hay ningún
misterio. Demagogos y malos economistas presentan verdades a medias. Aluden
únicamente a las repercusiones inmediatas de la política a aplicar o de sus consecuencias
sobre un solo sector. En este aspecto pueden tener razón; y la réplica adecuada se reduce
a evidenciar que tal política puede también producir efectos más remotos y menos
deseables o que tan sólo beneficia a un sector a expensas de todos los demás. La réplica
consiste, pues, en completar y corregir su media verdad con la otra mitad omitida. Ahora
bien, tener en cuenta todas y cada una de las repercusiones importantes del plan en
ejecución requiere a menudo una larga, complicada y enojosa cadena de razonamientos.
La mayoría del auditorio encuentra difícil seguir esta cadena dialéctica y, aburrido,
pronto deja de prestar atención. Los malos economistas aprovechan esta flaqueza y
pereza intelectual indicando a su público que ni siquiera ha de esforzarse en seguir el
discurso o juzgarlo según sus méritos, porque se trata sólo de «clasicismo», «laissez
faire», «apologética capitalista» o cualquier otro término denigrante, de seguros efectos
sobre el auditorio.
Hemos precisado la naturaleza de la lección y de los sofismas que aparecen en el camino
en términos abstractos. Pero la lección no será aprovechada y los sofismas continuarán
ocultos a menos que ambos sean ilustrados con ejemplos. Con su ayuda podremos pasar
de los más elementales problemas de la Economía a los más complejos y difíciles.
Mediante ellos aprenderemos a descubrir y evitar, en primer lugar, las falacias más
crudas y tangibles, y finalmente, otras más profundas y huidizas. A esta tarea procedemos
a continuación.
2. LOS BENEFICIOS DE LA DESTRUCCIÓN
Comencemos con la más sencilla ilustración posible: elijamos, emulando a Bastiat, una
luna de vidrio rota.
Supongamos que un golfillo lanza una piedra contra el escaparate de una panadería. El
panadero aparece furioso en el portal, pero el pilluelo ha desaparecido. Empiezan a acudir
curiosos, que contemplan con mal disimulada satisfacción los desperfectos causados y los
trozos de vidrio sembrados sobre el pan y las golosinas. Pasado un rato, la gente
comienza a reflexionar y algunos comentan entre sí o con el panadero, que después de
todo la desgracia tiene también su lado bueno: ha de reportar beneficio a algún cristalero.
Al meditar de tal suerte elaboran otras conjeturas. ¿Cuánto cuesta una nueva luna?
¿Cincuenta dólares? Desde luego es una cifra importante, pero al fin y al cabo, si los
escaparates no se rompieran nunca, ¿qué harían los cristaleros? Por tales cauces la
multitud se dispara. E1 vidriero tendrá cincuenta dólares más para gastar en las tiendas de
otros comerciantes, quienes, a su vez, también incrementarán sus adquisiciones en otros
establecimientos, y la cosa seguirá hasta el infinito. El escaparate roto irá engendrando
trabajo y riqueza en artículos cada vez más amplios. La lógica conclusión sería, si las
gentes llegasen a deducirla, que el golfillo que arrojó la piedra, lejos de constituir díscola
amenaza, convertiríase en un auténtico filántropo.
Pero sigamos adelante y examinemos el asunto desde otro punto de vista. Los que
presenciaron el suceso tenían, al menos en su primera conclusión, completa razón. Este
pequeño acto de vandalismo significa, en principio, beneficios para algún cristalero,
quien recibirá la noticia con satisfacción análoga a la del dueño de una funeraria que sabe
de una defunción. Pero el panadero habrá de desprenderse de cincuenta dólares que
destinaba a adquirir un traje nuevo. A1 tener que reponer la luna se verá obligado a
prescindir del traje o de alguna necesidad o lujo equivalente. En lugar de una luna y
cincuenta dólares sólo dispondrá de la primera o bien, en lugar de la luna y el traje que
pensaba comprar aquella misma tarde, habrá de contentarse con el vidrio y renunciar al
traje. La comunidad, como conjunto, habrá perdido un traje que de otra forma hubiera
podido disfrutar; su pobreza se verá incrementada justamente en el correspondiente valor.
En una palabra, lo que gana el cristalero lo pierde el sastre. No ha habido, pues, nueva
oportunidad de «empleo». La gente sólo consideraba dos partes de la transacción: el
panadero y el cristalero; olvidaba una tercera parte, potencialmente interesada: el sastre.
Este olvido se explica por la ausencia del sastre de la escena. E1 público verá reparado el
escaparate al día siguiente, pero nunca podrá ver el traje extra, precisamente porque no
llegó a existir. Sólo advierten tales espectadores aquello que tienen delante de los ojos.
Queda así aclarado el problema del escaparate roto: una falacia elemental. Cualquiera
se piensa la desecharía tras unos momentos de meditación. Sin embargo, este tipo de
sofismas, bajo mil disfraces, es el que más ha persistido en la historia de la Economía,
mostrándose en la actualidad más pujante que nunca. A diario vuelve a ser solemnemente
proclamado por grandes capitanes de la industria, cámaras de comercio, jefes sindicales,
autores de editoriales, columnistas de prensa y comentaristas de radio, sabios estadísticos
que se sirven de refinadas técnicas y profesores de Economía de nuestras mejores
universidades. Por diversos caminos todos ponderan las ventajas de la destrucción.
Aunque algunos no suponen que se puedan derivar beneficios de pequeños actos de
destrucción, ven incalculables ventajas si se trata de enormes actos destructivos. Nos
hablan de cuánto mejor nos hallamos económicamente en la guerra que en la paz; ven
«milagros de producción» que sólo la guerra origina y un mundo posbélico
verdaderamente próspero gracias a la enorme demanda «acumulada» o «diferida».
Enumeran alegremente las casas y ciudades que quedaron arrasadas en Europa y que
«tendrán que ser reconstruidas». En América señalan las viviendas que no pudieron ser
edificadas durante la conflagración, las medias de nylon que no pudieron ser
suministradas, los automóviles y neumáticos inutilizados, los aparatos de radio y
frigoríficos anticuados, etcétera. Así acumulan totales formidables.
Se trata, una vez más, del viejo tema: el sofisma del escaparate roto, vestido de nuevo y
tan lozano que resulta difícil reconocerlo. Esta vez viene respaldado por un sinnúmero de
falacias conexas. Se confunde necesidad con demanda. Cuanto más destruye la guerra,
cuanto mayor es el empobrecimiento a que da lugar, tanto mayor es la necesidad
posbélica. Indudablemente. Pero necesidad no es demanda. La verdadera demanda
económica requiere no sólo necesidad, sino también poder de compra correspondiente.
Las necesidades de China son hoy incomparablemente mayores que las de los Estados
Unidos, pero su poder adquisitivo y, por consiguiente, el volumen de «nuevos negocios»
que puede estimular es incomparablemente menor.
Pero cuando abandonamos el tema surge un nuevo sofisma que de ordinario esgrimen los
mismos que sostenían el anterior. Consideran la «capacidad adquisitiva» meramente en
su aspecto monetario y añaden que actualmente para disponer de dinero basta con
imprimir billetes. Como alguien ha dicho, imprimir billetes es, efectivamente, la mayor
industria del mundo, si se mide el producto en términos monetarios. Pero cuanto más
dinero se crea de esta forma tanto más desciende el valor de la unidad monetaria. La
depreciación puede medirse por el alza que experimentan los precios de las mercancías.
No obstante, como la mayoría de los seres se halla tan firmemente habituada a valorar su
riqueza e ingresos en términos dinerarios, se consideran beneficiados cuando aumentan
esos totales monetarios, aunque puedan verse reducidos a adquirir y poseer menor
número de bienes. La mayor parte de los «buenos» resultados económicos que la gente
atribuye a la guerra son realmente debidos a la inflación propia de los tiempos bélicos.
Pueden ser producidos de la misma manera por una inflación equivalente en tiempos de
paz. Más adelante volveremos sobre esta ilusión monetaria.
verdad a medias, como ocurría con el sofisma del escaparate roto. Este reportó,
efectivamente, más negocio al cristalero y la destrucción bélica proporcionará mayores
beneficios a los productores de ciertos bienes. La destrucción de casas y ciudades
incrementará el negocio de las industrias de la construcción. La imposibilidad de producir
automóviles, radios y frigoríficos durante la guerra acumulará una demanda posbélica
para estos determinados productos.
A la mayor parte de las gentes se les antojará que todo ello equivale a un aumento en la
demanda; y puede serlo, en efecto, en términos de dólares de inferior valor adquisitivo.
Pero en realidad se produce una desviación de la demanda hacia aquellos productos
determinados. Los europeos edificarán nuevas viviendas porque se hallan obligados a
hacerlo, pero al construirlas restarán mano de obra y capacidad productiva a otras
actividades. A1 producir nuevas casas disminuirá en igual medida su capacidad
adquisitiva de otras cosas. Siempre que se incrementen los negocios en una dirección han
de reducirse correlativamente en otras, excepto en la medida en que las energías
productivas sean en general estimuladas por el sentido de necesidad y urgencia, En una
palabra, la guerra modificará la dirección del esfuerzo posbélico, cambiará el equilibrio
industrial, la estructura de la industria. Y con el tiempo, esto tendrá también sus
consecuencias; se producirá una nueva distribución de la demanda cuando se hayan
satisfecho las necesidades acumuladas de casas y otros bienes duraderos. Entonces estas
industrias temporalmente favorecidas tendrán que decaer en cierto grado para permitir
elevarse a otras que atiendan a distintas necesidades.
Es importante no olvidar, por último, que no sólo se registrarán cambios de la demanda
de posguerra comparada con la de preguerra. La demanda no se limitará a desplazarse de
una a otra mercancía, sino que en la mayoría de los países se producirá una reducción en
su totalidad.
Ello es inevitable si se considera que demanda y oferta son sólo dos caras de una misma
moneda; son la misma cosa vista desde ángulos distintos. La oferta crea demanda porque
en el fondo es demanda. La oferta de lo que se tiene es de hecho lo que puede ofrecerse a
cambio de lo que se necesita. En este sentido, la oferta de trigo por parte del agricultor
constituye su demanda de automóviles y otras mercancías. La oferta de automóviles
representa la demanda de trigo y otras mercancías por parte de la industria
automovilística. Todo ello es inherente a la moderna división del trabajo y a la economía
de cambio.
Este hecho fundamental pasa en verdad inadvertido para la mayoría de la gente, incluso
para algunos economistas de brillante reputación, por efecto de ciertas complicaciones
tales como el pago de salarios y la forma indirecta en que se llevan a cabo virtualmente,
mediante el dinero, todos los cambios modernos. John Stuart Mill y otros escritores
clásicos, aunque en ocasiones no supieran apreciar exactamente las complejas
consecuencias que provoca el uso del dinero, vieron al menos, a través del velo
monetario, las realidades que ocultaba. En ese sentido aventajaron a muchos de los
críticos actuales, a los que el mecanismo monetario confunde más que ayuda. La simple
inflación, es decir, la mera emisión de más dinero, con la consecuencia de salarios y
precios más elevados, puede aparecer como creación de mayor demanda. Pero en
términos de producción real e intercambio de mercancías efectivas no lo es. No obstante,
un descenso en la demanda de posguerra puede permanecer oculto a mucha gente en
razón a las ilusiones que provocan los mayores salarios, sobradamente rebasados por el
incremento de los precios.
La demanda posbélica en muchos países, repitámoslo, disminuirá en valor absoluto en
relación con la de la preguerra porque la oferta posbélica habrá disminuido. Esto resulta
evidente en Alemania y Japón, donde decenas de grandes ciudades quedaron arrasadas.
Es decir, que la cosa aparece lo suficientemente clara cuando formulamos un ejemplo
extremado. Si Inglaterra hubiese perdido todas sus grandes ciudades con ocasión de la
guerra, en lugar de haber sufrido sus consecuencias sólo en un grado reducido; si sus
instalaciones industriales hubiesen quedado arrasadas y la casi totalidad de su capital
acumulado y bienes de consumo aniquilados, de tal suerte que su población se hubiera
visto reducida al nivel económico de los chinos, pocos se atreverían a hablar de demanda
acumulada y diferida a causa de la guerra. Sería obvio que el poder adquisitivo habría
quedado disminuido en igual medida que la capacidad productiva. Una inflación
monetaria desenfrenada, al multiplicar por mil. el nivel de precios, podría
indudablemente elevar las cifras de la «renta nacional» en términos monetarios respecto a
las de la preguerra; pero los que sobre tal supuesto pensaran, con error notorio, ser más
ricos que antes, demostrarían su incapacidad para entender una argumentación lógica. Sin
embargo, los mismos principios son aplicables tanto a una pequeña destrucción bélica
como a otra de vastas proporciones.
Pueden darse, sin embargo, e n compensación, otros factores positivos. Los adelantos
técnicos y su perfeccionamiento durante la contienda, por ejemplo, pueden incrementar
en mayor o menor grado la productividad individual o nacional. La destrucción bélica
desviará ciertamente la demanda posbélica de unos cauces a otros. Y un cierto número de
personas continuará engañándose indefinidamente al imaginar que goza de verdadero
bienestar económico a través de aumentos de salarios y precios originados por un exceso
de papel moneda. Pero la idea de que pueda alcanzarse una auténtica prosperidad
mediante una «demanda supletoria» de bienes destruidos o no creados durante la guerra
constituye evidentemente un sofisma.
3. LAS OBRAS PUBLICAS INCREMENTAN LAS CARGAS FISCALES
1
No existe en el mundo actual creencia más arraigada y contagiosa que la provocada por
las inversiones estatales. Surge por doquier, como la panacea de nuestras congojas
económicas. ¿Se halla parcialmente estancada la industria privada? Todo puede
normalizarse mediante la inversión estatal. ¿Existe paro? Sin duda alguna ha sido
provocado por el «insuficiente poder adquisitivo de los particulares». E1 remedio es fácil.
Basta que el Gobierno gaste lo necesario para superar la «deficiencia».
Existe abundante literatura basada en tal sofisma que, como a menudo ocurre con
doctrinas semejantes se ha convertido en parte de una intrincada red de falacias que se
sustentan mutuamente. No podemos detenernos ahora en el examen de toda la red; más
adelante analizaremos algunas de sus ramificaciones. Pero sí que vamos a adentrarnos en
el estudio del sofisma matriz, del que la progenie de errores deriva, el hilo maestro de la
red.
Todo lo que obtenemos, aparte de los dones gratuitos con que nos obsequia la naturaleza,
ha de ser pagado de una u otra manera. Sin embargo, el mundo está lleno de
seudoeconomistas cargados de proyectos para conseguir algo por nada. Aseguran que el
Gobierno puede gastar y gastar sin acudir a la imposición fiscal; que puede acumular
deudas que jamás saldará puesto que «nos las debemos a nosotros mismos». Más adelante
volveremos; sobre tan sorprendente doctrina. Por el momento, mucho me temo que
hayamos de ponernos dogmáticos para afirmar que tan plácidos sueños condujeron
siempre a la bancarrota nacional o a una desenfrenada inflación. Ahora nos limitaremos a
señalar que cuantos gastos realizan los gobiernos son satisfechos mediante la
correspondiente exacción fiscal; que aplazar el vencimiento sólo sirve para agravar el
problema, y en fin, que la propia inflación no es más que una manera particularmente
viciosa de tributar.
A1 dejar para ulterior examen la maraña de sofismas íntimamente relacionados con la
deuda pública y la inflación crónicas, habremos de dejar bien sentado a través de este
capítulo que de una manera inmediata o remota cada dólar que el Gobierno gasta procede
inexcusablemente de un dólar obtenido a través del impuesto. Cuando consideramos la
cuestión de esta manera, los supuestos milagros de las inversiones estatales aparecen a
una luz muy distinta. Una cierta cantidad de gasto público es indispensable para cumplir
las funciones esenciales del Gobierno. Cierto número de obras públicas calles,
carreteras, puentes y túneles, arsenales y astilleros, edificios para los cuerpos legislativos,
la policía y los bomberos son necesarias para atender los servicios públicos
indispensables. Tales obras públicas, útiles por sí mismas y por tanto necesarias, no
conciernen a nuestro estudio. Aquí me refiero a las obras públicas consideradas como
medio de «combatir el pato» o de proporcionar a la comunidad una riqueza de la que en
otro caso se habría carecido.
Se ha construido un puente. Si se ha hecho así para atender una insistente demanda
pública; si se resuelve un problema de tráfico o de transporte de otro modo insoluble; si,
en una palabra, incluso es más necesario que las cosas en que los contribuyentes hubiesen
gastado su dinero de no habérselo detraído mediante la exacción fiscal, nada cabe objetar.
Ahora bien, un puente que se construye primordialmente «para proporcionar trabajo» es
de una clase muy distinta. Cuando el facilitar empleo se convierte en finalidad, la
necesidad pasa a ser una cuestión secundaria. Los «proyectos» han de insertarse, y en
lugar de pensar sólo dónde deben construirse los puentes, los burócratas empiezan por
preguntarse dónde pueden ser construidos. ¿Descúbrense plausibles razones para que el
nuevo puente una Este con Oeste? Inmediatamente se convierte en una necesidad
absoluta y los que se permitan formular la menor reserva son tachados de
obstruccionistas y reaccionarios.
Una doble argumentación se formula en pro del puente: la primera se esgrime
principalmente antes de su construcción; la segunda, cuando ya está terminado.
Inicialmente se afirma que tal obra proporcionará trabajo. Facilitará, pongamos por caso,
500 jornales diarios durante un año, dándose a entender que tales jornales no hubiesen de
otro modo existido.
Esto es lo que se advierte a primera vista. Pero si nos hallamos algo avezados en el
ejercicio de considerar las consecuencias remotas sobre las inmediatas y no prescindimos
de quienes son indirectamente afectados por el proyecto gubernamental para proteger a
quienes se benefician de una manera directa, el cuadro ofrece perspectivas bien distintas.
Es cierto que un grupo determinado de obreros encontrará colocación. Pero la obra ha
sido satisfecha con dinero detraído mediante los impuestos. Por cada dólar gastado en el
puente habrá un dólar menos en el bolsillo de los ,contribuyentes. Si el puente cuesta un
millón de dólares, los contribuyentes habrán de abonar un millón de dólares, y se
encontrarán sin una cantidad que de otro modo hubiesen empleado en las cosas que más
necesitaban.
En su consecuencia, por cada jornal público creado con motivo de la construcción del
puente, un jornal privado ha sido destruido en otra parte. Podemos ver a los hombres
ocupados en la construcción del puente podemos observarles en el trabajo. E1 argumento
del empleo usado por los inversores oficiales resulta así tangible y sin duda convencerá a
la mayoría. Ahora bien, existen otras cosas que no vemos porque desgraciadamente se ha
impedido que lleguen a existir. Son las realizaciones malogradas como consecuencia del
millón de dólares arrebatado a los contribuyentes. En el mejor de los casos, el proyecto
de puente habrá provocado una desviación de actividades. Más constructores de puentes
y menos trabajadores en la industria del automóvil, radiotécnicos, obreros textiles o
granjeros.
Pero estamos ya en el segundo argumento. El puente se halla terminado. Supongamos
que se trata de un airoso puente y no de una obra antiestética. Ha surgido merced al poder
mágico de los inversores estatales. ¿Qué habría sido de él si obstruccionistas y
reaccionarios se hubiesen salido con la suya? No habría existido tal puente y el país
hubiese sido más pobre, exactamente en tal medida.
Una vez más los jerarcas disponen de la dialéctica más eficaz para convencer a quien; s
no ven más allá del alcance de sus ojos. Contemplan el puente. Pero si hubiesen
aprendido a ponderar las consecuencias indirectas tanto como las directas, serían capaces
de ver con los ojos de la imaginación las posibilidades malogradas. En efecto,
contemplarían las casas que no se construyeron, los automóviles y radios que no se
fabricaron, los vestidos y abrigo; que no se confeccionaron e incluso quizá los productos
del campo que ni se vendieron ni llegaron a ser sembrados. Para ver tales cosas increadas
se requiere un tipo de imaginación que pocas personas poseen. Acaso podamos pensar
una vez en tales objetos inexistentes, pero no cabe tenerlos siempre presentes, como
ocurre con el puente que a diario cruzamos. Lo ocurrido ha sido, sencillamente, que se ha
creado una cosa a expensas de otras.
2
E1 mismo razonamiento es aplicable, por supuesto, a cualquier otro tipo de obras
públicas. Por ejemplo, a la construcción con fondos estatales de viviendas para personas
económicamente más débiles. Lo que realmente sucede es que mediante la e exacción
fiscal se obtiene de familias de ingresos más cuantiosos (y quizá también un poco de
otras con no tan altos ingresos) recursos, obligándose a los grupos aludidos a
subvencionar a familias modestas que en definitiva dispondrán de viviendas mejores por
unos alquileres iguales o más bajos que los que venían satisfaciendo.
No pretendo analizar en este momento los argumentos alegados en pro y en contra de la
construcción de viviendas por el Estado. He de limitarme a señalar el error que contienen
dos de los argumentos que con mayor frecuencia se esgrimen en favor de tal género de
construcciones. Uno es el de que tales edificaciones «proporcionan trabajo», y el
segundo, que se crea una riqueza que en otro supuesto sería inexistente. Ambas
argumentaciones son falaces por cuanto olvidan lo que los impuestos malogran. Las
exacciones destinadas a la construcción de viviendas destruyen tantos jornales en otros
sectores como crean en el de la vivienda. Igualmente son causa de que no se edifiquen
viviendas por particulares, no se fabriquen lavadoras y frigoríficos y escaseen numerosas
mercancías y servicios.
Es inconsistente el razonamiento que, por ejemplo, arguye, a modo de réplica, que dicha
construcción oficial de viviendas no será financiada por la aportación de capitales
ingentes, sino sencillamente mediante aportaciones anuales. Esto sólo significa que el
costo se reparte entre varios años en lugar de concentrarse en uno. Implica igualmente
que 'lo que se obtiene de los contribuyentes se reparte a lo largo de los años en lugar de
concentrarse en un ejercicio. Tales sutilezas nada tienen que ver con la cuestión
fundamental.
La gran ventaja psicológica de quienes abogan por la construcción de esta clase de
viviendas radica en que se observa a los obreros trabajando en las mismas mientras se
construyen y se contemplan las casas una vez terminadas. Las gentes viven en ellas y con
orgullo las muestran a sus amistades. Nadie ve los jornales destruidos por los impuestos
percibidos para la edificación de aquellas viviendas, como tampoco las mercancías y
servicios que nunca llegaron a existir. Hace falta un gran esfuerzo mental renovado cada
vez que se contemplan las casas y sus felices moradores para pensar en la riqueza
increada. ¿:Es sorprendente que los partidarios de la construcción estatal de viviendas
desprecien la argumentación contraria, cual si se tratara de un cúmulo de entelequias y de
meras objeciones teóricas, en tanto señalan las viviendas construidas? Este modo de
reaccionar es igual al de aquel personaje de Santa Juana, de Bernard Shaw, que cuando
se le habla de la teoría de Pitágoras sobre la esfericidad de la tierra y su movimiento
alrededor del sol, replica: «¡Qué majadería! ¿Pero es que no tiene ojos para ver»?
Análogo razonamiento hemos de aplicar, una vez más, a grandes proyectos como el
Tennessee Valley Authority. En este caso, debido a sus ingentes dimensiones, el peligro
de ilusión óptica es mayor que nunca. He aquí una gigantesca presa, Un formidable arco
de acero y hormigón, «superior a todo lo que el capital privado hubiera podido construir»,
ídolo de fotógrafos, paraíso de socialistas y el símbolo más utilizado de los milagros de la
construcción, la propiedad y la administración públicas. Han surgido gigantescos
generadores y centrales. Toda una región ha sido elevada a un más alto nivel económico
y cubierta por factorías e industrias que de otra forman no hubieran existido. Y todo ello
se presenta, en los panegíricos de sus entusiastas, como claro logro económico sin
contrapartida.
No es el caso de analizar ahora los méritos del TVA o los de otros proyectos públicos
semejantes. Pero esta vez hace falta un especial esfuerzo de imaginación, que poca gente
parece capaz de realizar, para considerar el debe del libro mayor. Si los impuestos
obtenidos de los ciudadanos y empresas son invertidos en un lugar geográfico concreto,
¿qué tiene de sorprendente ni de milagroso que dicho lugar disfrute una mayor riqueza en
comparación con el resto del país? No es lícito olvidar en tal supuesto que otras regiones
serán por ello relativamente más pobres. De todas suertes, lo que «el capital privado no
podía construir» lo ha sido, de hecho, por el capital privado; por aquel capital extraído
mediante la exacción fiscal, o si se obtuvo mediante empréstitos, habrá de ser finalmente
amortizado con cargo a impuestos que también en su día soportará el contribuyente. De
nuevo hay que hacer un esfuerzo de imaginación para ver las centrales eléctricas y
viviendas privadas, las máquinas de escribir y los aparatos de radio que nunca llegaron a
cobrar realidad porque el capital necesario fue tomado a los ciudadanos de todo el país y
dedicado a la construcción de la fotogénica Presa Norris.
3
He escogido deliberadamente los ejemplos más favorables para la inversión estatal, es
decir, los que con mayor frecuencia y fervor recomiendan los jerarcas y gozan de más
cálida acogida por parte del público. He pasado por alto los centenares de descabellados
proyectos que invariablemente se ejecutan persiguiendo como principal finalidad
«proporcionar empleos» y «dar trabajo», aun cuando aparezca más o menos dudosa su
práctica utilidad. Por lo demás, cuanto más ruinosa sea la obra, más elevado el coste de la
mano de obra invertido, mejor cumplirá el propósito de proporcionar mayor empleo. En
tales circunstancias, es poco probable que los proyectos madurados por los burócratas
proporcionen la misma suma de riqueza y el mismo bienestar por dólar gastado que los
que proporcionarían los propios contribuyentes si, en lugar de verse constreñidos a
entregar parte de sus ingresos al Estado, los invirtieran con arreglo a sus deseos.
4. LOS IMPUESTOS DESALIENTAN LA PRODUCCIÓN
Existe todavía otro factor que contribuye a hacer improbable que la riqueza creada por la
inversión estatal compense plenamente la riqueza destruida por los impuestos percibidos
y destinados al pago de aquellas inversiones. No se trata simplemente, como a menudo se
supone, de tomar algo del bolsillo derecho de la nación para ponerlo en el izquierdo. Los
inversionistas estatales nos dicen, por ejemplo, que si la renta nacional asciende a
200.000.000.000 de dólares (siempre son generosos al fijar esta cifra), unos impuestos de
50.000.000.000 de dólares al año significa transferir tan sólo el 25 por 100 de fines
privados a fines públicos. Esto es hablar como si el país fuera una gigantesca empresa
mercantil y como si tales operaciones implicaran meros apuntes contables. Los inversores
estatales olvidan que están tomando el dinero de A para entregarlo a B. Mejor dicho, lo
saben muy bien; pero en tanto extensamente aluden a los beneficios que el proceso
reporta a B y se refieren a las cosas maravillosas de que disfrutará y que no hubiera
soñado si tal dinero no le hubiera sido entregado, pasan por alto las consecuencias que A
habrá de soportar. Ven sólo a B y olvidan a A.
En el mundo moderno no se aplica a todas las gentes igual porcentaje de impuesto sobre
los ingresos personales. La mayor carga fiscal recae sobre un sector limitado de los
contribuyentes y dicha contribución sobre la renta ha de ser suplementada mediante otros
tipos de imposición. Tales exacciones inevitablemente afectan a las acciones e incentivos
de las personas que tienen que soportarlas. Cuando una empresa pierde cien centavos por
cada dólar perdido y sólo se le permite conservar sesenta de cada dólar ganado; cuando
no puede compensar sus años de pérdidas con sus años de ganancias, o no puede hacerlo
adecuadamente, su línea de conducta queda perturbada. No intensifica su actividad
mercantil, o si lo hace, sólo incrementa aquellas operaciones que implican un mínimo de
riesgo. Aquellos que se percatan de esta realidad se retraen de iniciar nuevas empresas.
De esta suerte, los empresarios establecidos no provocan la creación de nuevas fuentes de
trabajo o lo hacen en grado mínimo; muchos deciden no convertirse en empresarios. E1
perfeccionamiento de la maquinaria y la renovación de los equipos industriales se
produce a ritmo más lento, y el resultado, a la larga se traduce en impedir a los
consumidores la adquisición de productos mejores y más baratos, con lo que disminuyen
los salarios reales.
Un efecto semejante se produce cuando los ingresos personales son gravados en un 50,
60, 75 ó 90 por 100. Las gentes comienzan a preguntarse por qué tienen que trabajar seis,
ocho o diez meses del año para el Gobierno y sólo seis, cuatro o dos meses para ellos
mismos y sus familias. Si pierden el dólar completo cuando pierden, pero sólo pueden
conservar una parte de él cuando lo ganan, llegan a la conclusión de que es una tontería
arriesgar su capital. De esta suerte, el capital disponible decrece de modo alarmante.
Queda sujeto a imposición fiscal aun antes de ser acumulado. En definitiva, al capital
capaz de impulsar la actividad mercantil privada se le impide, en primer lugar, existir, y
el escaso que se acumula se ve desalentado para acometer nuevos negocios. El poder
público engendra el paro que tanto deseaba evitar.
Una cierta carga fiscal es, naturalmente, indispensable para cumplir las funciones
esenciales de todo Gobierno. Unos impuestos razonables, adecuados a estos fines, no
interfieren seriamente la producción. Los servicios públicos que ofrecen a cambio y que,
por lo demás, salvaguardan la producción misma, suponen más que suficiente
compensación. Ahora bien, cuanto mayor sea el porcentaje de renta nacional que
absorban las cargas fiscales, tanto mayor será la disuasión ejercida sobre la producción y
la actividad privada. Cuando la carga total tributaria rebasa unos límites soportables, el
problema de buscar nuevos impuestos que no desalienten y obstaculicen la producción
resulta insoluble.
5. EL CRÉDITO ESTATAL PERTURBA LA PRODUCCIÓN
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La «ayuda» estatal a los negocios resulta tan temible a veces como su hostilidad. En
especial, cuando como a menudo ocurre el supuesto estímulo adopta la forma de
concesión directa de anticipos estatales reintegrables o bien el aval de préstamos
privados.
La cuestión relacionada con el crédito estatal adquiere mayor complejidad si se presta la
debida atención al hecho de que ineludiblemente implica el riesgo de provocar inflación.
La propuesta de esta naturaleza que con mayor frecuencia se presenta al Congreso se
refiere a la concesión de más amplios créditos a los agricultores. A juicio de la mayoría
de los miembros del Congreso, los agricultores no disponen nunca de suficiente crédito.
E1 proporcionado por las compañías financieras privadas, sociedades de seguros o
bancos rurales nunca les parece «adecuado». E1 Congreso descubre siempre sectores no
amparados por las instituciones crediticias existentes, a pesar de las muchas que él mismo
ha creado. Los agricultores pueden disfrutar de suficiente crédito a largo o corto plazo,
pero al parecer escasea el crédito «intermedio», el tipo de intereses es excesivo o bien se
formula la queja de que los préstamos privados sólo se conceden a agricultores ricos y
sólidamente establecidos. Así, el legislador se dedica a amontonar sin tasa nuevas
instituciones y variedades nuevas de préstamos agrícolas.
La confianza en todas estas medidas, como se verá, deriva de un doble espejismo. En
primer lugar, el asunto se examina únicamente desde el punto de vista de los agricultores
que solicitan crédito. Y aun así y todo, tan sólo se pondera adecuadamente la primera
mitad de la transacción.
Ahora bien, cualquier empréstito, a juicio de todo beneficiario honesto, ha de ser, en
definitiva, reintegrado. Todo crédito representa una deuda. Las propuestas encaminadas a
prodigar los créditos implican, por consiguiente, un volumen mayor de deudas. Si al
aludir a los primeros se empleara habitualmente el segundo apelativo, la petición
aparecería menos tentadora.
No es necesario analizar ahora los préstamos normales concedidos a los agricultores a
través de fuentes privadas. Consisten en hipotecas, aplazamientos en el pago del precio
de adquisición de automóviles, frigoríficos, radios, tractores y otra maquinaria agrícola, y
en créditos bancarios otorgados al agricultor en tanto recolecta, vende sus productos y
percibe su importe. Nos concretaremos aquí al examen de los créditos concedidos a
agricultores, bien directamente por alguna organización estatal o mediante su aval.
Tales anticipos son fundamentalmente de dos clases. Unos permiten al agricultor
mantener su cosecha fuera del mercado. Existe un tipo de crédito especialmente
peligroso, pero será más conveniente considerarlo más tarde, cuando estudiemos los
controles gubernamentales sobre las mercancías. Los otros ponen a disposición del
agricultor los fondos necesarios para la adquisición de capital, y a menudo incluso le
permiten establecerse, capacitándole para comprar una granja, un par de mulas, un tractor
o las tres cosas a un tiempo.
A primera vista, la justificación de tales préstamos puede parecer bien fundada. He aquí
una familia pobre, se arguye, que carece de todo medio de vida. Es antieconómico
obligarles a vivir de la caridad. Facilitémosles una granja, situémosles en condiciones de
comerciar, hagamos de ellos ciudadanos productivos y respetables que contribuyan al
incremento de la producción nacional y, finalmente, capaces de cancelar los préstamos
con los productos cosechados. Supongamos a un granjero que por carecer de capital
utiliza métodos primitivos de producción y no puede adquirir un tractor. Préstesele ese
dinero; al aumentar su productividad podrá reintegrar el anticipo con los beneficios de
una mayor cosecha. De este modo, aseguran, no sólo se consigue enriquecer y poner en
marcha a un determinado agricultor, sino que al propio tiempo se enriquece la comunidad
como consecuencia del aumento de la producción. Y el préstamo, concluye el
razonamiento, cuesta al Gobierno y a los contribuyentes menos que nada, puesto que es
«autoliquidable».
Pues bien, he aquí la función que precisamente ejerce a diario el crédito privado. Si
alguien desea comprar una granja y sólo dispone, pongamos por caso, de la mitad o un
tercio de su importe, un vecino o la Caja de Ahorros le facilita el resto mediante una
hipoteca sobre la misma granja adquirida. Si desea adquirir un tractor, la propia empresa
que los construye o una sociedad financiera le facilitará la compra pagando al contado el

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