El príncipe
Nicolás Maquiavelo
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NICOLÁS MAQUIAVELO AL MAG-
NIFICO LORENZO DE MÉDECIS
Los que desean congraciarse con un príncipe sue-
len presentd sele con aquello que reputan por más
precioso entre lo que poseen, o con lo que juzgan
más ha de agradarle; de ahí que se vea que muchas
veces le son regalados caballos, armas, telas de oro,
pledras preciosas y parecidos adornos dignos de su
grandeza. Deseando, pues, presentarme ante Vues-
tra Magnificencia con alglún testimonio de mi so-
metimiento, no he encontrado entre lo poco que po-
seo nada que me sea más caro o que tanto estime
como el conocimiento de las acciones de los hombres,
adquirido gracias a una larga experiencia de las
cosas modernas y a un incesante estudio de las anti-
guas.¹ Acciones que luego de examinar y meditar
durante mucho tiempo y con gran seriedad, he ence-
rrado en un corto volumen, que os dirijo.
Y aunque juzgo esta obra indigna de Vuestra
Magnificencia, no por eso confío menos en que sa-
bréis aceptarla, considerando que no puedo haceros
mejor regalo que poneros en condición de poder en-
tender, en brevísimo tiempo, todo cuanto he apren-
dido en muchos años y a costa de tantos sinsabores y
peligros. No he adornado ni hinchado esta obra con
cláusulas interminables, ni con palabras ampulosas
y magníficas, ni con cualesquier atractivos o ador-
nos extrinsecos, cual muchos suelen hacer con sus
cosas; ² porque he querido, o que nada la honre, o que
só1o la variedad de la materia y la gra- vedad del
tema la hagan grata. No quicro que se mire como
presuncióne el que un hombre de humilde cuna se
atreva a examinar y criticar el gobierno de los prín-
cipes. Porque asi como aquellos que dibujan un pai-
saje se colocan en el llano para apreciar mejor los
moties y los lugares altos, y para apreciar mejor el
llano escalan los montes,³ así para conocer bien la
naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe, y
para conocer la de los príncipes hay que pertenecer al
pueblo.
Acoja, pues, Vuestra Magnificencia este modes-
to obsequio con el mismo ánimo con que yo lo hago;
si lo lee y medita con atención, descubrirá en él un
vivísimo deseo mío: el de que Vuestra Magnificencia
llegue a la grandeza que el destino y sus virtudes le
auguran. Y si Vuestra Magnificencia, desde la cús-
pide de su altura, vuelve alguna vez la vista hacia
este llano, comprenderá cuán inmerecidamente so-
porto una grande y constante malignidad de la suer-
te.
1 Las dos escuelas de los grandes hornbres.
(Cristina de Suecia.)
2 Como Tácito y Gibbon (G).
3 Con esto empecé y con ello conviene em-
pezar. Se conoce mucho mejor el fondo de los
valles cuando se está en la cumbre de la mon-
taña (RC).
EL PRÍNCIPE
Capitulo I
DE LAS DISTINTAS CLASES DE
PRINCIPADOS Y DE LA FORMA EN
QUE SE ADQUIEREN
Todos los Estados, todas las dominaciones
que han ejercido y ejereen soberanía sobre los
hombres, han sido y son repúblicas o principa-
dos. Los principados son, o hereditarios, cuan-
do una misma farmilia ha reinado en ellos largo
tiempo, o nuevos. Los nuevos, o lo son del to-
do, como lo fue Milán bajo Francisco Sforza, o
son como rniembros agregados al Estado here-
ditario del príncipe que los adquiere, como es el
reino de Nápoles para cl rey de España. Los
dominios así adquiridos están acostumbrados a
vivir bajo un príncipe o a ser libres; y se ad-
quieren por las armas propias o por las ajenas,
por la suerte o por la virtud.
Capitulo II
DE LOS PRINCIPADOS HEREDETA-
RIOS
Dejaré a un lado el discutir sobre las repú-
blicas porque ya en otra ocasión lo he hecho
extensamente. Me dedicaré solo a los principa-
dos, para ir tejiendo la urdimbre de mis opi-
niones y establecer cómo pueden gobernarse y
conservarse tales principados.
En primer lugar, me parece que es más fácil
conserver un Estado hereditario, acostumbrado
a una dinastía, que uno nuevo, ya que basta con
no alterar el orden establecido por los príncipes
anteriores, y contemporizar después con los
cambios que puedan producirse. De tal modo
que, si el príncipe es de mediana inteligencia, se
mantendrá siempre en su Estado, a menos que
una fuerza arrolladora lo arroje de él; y aunque
asi sucediese, sólo, tendría que esperar; para
reconquistarlo, a que el usurpador stifriera. el
primer tropiezo.
Tenemos en Italia, por ejemplo, al duque de
Ferrara, que no resistió los asaltos de los vene-
cianos en el 84 (1484) ni los del papa Julio en el
10 (1510), por motivos distintos de la antigüe-
dad de su soberanía en el dominio. Porque el
príncipe natural tiene menos razones y menor
necesidad de ofender: de donde es lógico que
sea más amado; y a menos que vicios excesivos
le atraigan el odio, es razonable que le quieran
con naturalidad los suyos. Y en la antigüedad y
continuidad de la dinastía se borran los recuer-
dos y los motivos que la trajeron, pues un ca-
mibio deja siempre la piedra angular para la
edificación de otro.
Capitulo III
DE LOS PRINCIPADOS MIXTOS
Pero las dificultades existen en los princi-
pados nuevas. Y si no es nuevo del todo, sino
como miembro agregado a un conjunto ante-
rior, que puede llamarse así mixto, sus incerti-
dumbres nacen en primer lugar de una natural
dificultad que se eneuentra en todos los princi-
pados nuevos. Dificultad que estriba en que los
hombres cambian con gusto de Señor, creyendo
mejorar; y esta creencia los impulsa a tornar las
armas contra él; en lo cual se engañan, pues
luego la experiencia les enseña que han empeo-
rado. Esto resulta de otra necesidad natural y
común que hace que el príncipe se vea obligado
a ofender a sus nuevos súbditos, con tropas o
con mil vejaciones que el acto de la conquista
lleva consigo. De modo que tienes por enemi-
gos a todos los que has ofendido al ocupar el
principado, y no puedes. conserver como ami-
gos a los que te han ayudado a conquis- tarlo,
porque no puedes satisfacerlos como ellos es-
peraban, y puesto que les estás obligado, tam-
poco puedes emplear medicines fuertes contra
ellos; porque siempre, aunque se descanse en
ejércitos poderosísimos, se tiene necesidad de la
colaberación de los “provincianos” para entrar
en una provincia. Por estas razones, Luis XII,
rey de Francia, ocupó rápidamente a Milán, y
rapidamente lo perdió; y bastaron la primera
vez para arrebatárselo las mismas fuerzas de
Ludovico Sforza; porque los pueblos que le
habían abierto las puertas, al verce defraudados
en las esperanzas que sobre el bien futuro
habian abrigado, no podían soportar con resig-
nación las imposiciones del nuevo príncipe.
Bien es cierto que los territorios rebelados
se pierden con más dificultad cuando se con-
quistan por segunda vez, porque el señor,
aprovechándose de la rebelión, vacila me- nos
en asegurar su poder castigando a los delin-
cuentes, vigilando a los sospechosos y refor-
zando las partes más débiles. De modo que, si
para hacer perder Milán a Francia bastó la pri-
mera vez un duque Ludovico que hiciese un
poco de ruido en las fronteras, para hacércelo
perder la segunda se necesitó que todo el
mundo se concertase en su contra, y que sus
ejérecitos fuesen aniquilados y arrojados de
Italia, to cual se explica por las razones antedi-
chas.
Desde luego, Francia perdió a Milán tanto
la primera conmo la segunda vez. Las razones
generales de la primera ya han sido diseurri-
das; quedan ahora las de la segunda, y queda el
ver los medios de que disponia o de que hubie-
se podido disponer alguien que se encontrara
en cl lugar de Luis XII para conservar la con-
quista mejor que él.
Estos Estados, que al adquirirse se agregan
a uno más antiguo, o son de la misma provincia
y de la misma lengua, o no to son. Cuando to
son, es muy fácil conservarlos, sobre todo
cuando no están acostumbrados a vivir libres, y
para afianzarse en cl poder, basta con haber
borrado la linea del príncipe que los gobernaba,
porque, por lo demás, y siempre que se respe-
ten sus costumbres y las ventaias de que goza-
ban, los hombres permanceen sosegados, como
se ha visto en cl caso de Borgoñla, Bretaña,
Gascuña y Normandía, que están sujetas a
Francia desde hace tanto tiempo; y aun cuando
hay alguna diferencia de idioma, sus costum-
bres son parecidas y pueden convivir en buena
armonía. Y quien los adquiera, si desea conser-
varlos, debe tener dos cuidados: primero, que
la descendencia del anterior príncipe desapa-
rezca; después, que ni sus leyes ni sus tributos
sean alterados. Y se verá que en brevisimo
tiempo el principal adquirido pasa a constituir
un solo y mismo cuerpo con el principado con-
quistador.
Pero cuando se adquieren Estados en una
provincia con idioma, costumbres y organiza-
ción diferentes, surgen entonces las dificultades
y se hace precisa mucha suerte y mucha habili-
dad para conservarlos; y uno de los Señores y
más eficaces remedios sería que la persona que
los adquiera fuese a vivir en ellos.
Esto haría más segura y más duradera la
posesión. Como ha heeho cl Turco con Grecia;
ya que, a despecho de todas las disposiciones
tomadas para conserver aquel Estado, no
habría conseguido retenerlo si no hubiese ido a
establecerse allí. Porque, de esta manera, se ven
nacer los desórdenes y se los puede reprimir
con prontitud; pero, residiendo en otra parte, se
entera uno cuando ya son grandes y no tienen
remedio. Además, los representantes del prín-
cipe no pueden saquear la provincia, y los súb-
ditos están mis satisfechos porque pueden re-
currir a él fácilmente y tienen más oportunida-
des para amarlo, si quieren ser buenos, y para
temerlo, si quieren proceder de otra manera.
Los extranjeros que desearan apoderarse del
Estado tendrían mis respeto; de modo que,
habitando en él, solo con muchísima dificultad
podrá perderlo.
Otro buen remedio es mandar colonias a
uno o dos lugares que sean come llaves de
aquel Estado; porque es precise hacer esto o
mantener numerosas tropas. En las colo- nias
no se gasta mucho, y con esos pocos gastos se
las gobierna y conserva, y sólo se perjudica a
aquellos a quienes se arrebatan los campos y las
casas para darlos a los nuevos habitantes, que
forman una mínima parte de aquel Estado. Y
come los damnificados son pobres y andan
dispersos, jas pueden significar peligro; y en
cuanto a los demás, como por una parte no tie-
nen motivos para considerarse perjudicados, y
por la otra temen incurrir en falta y exponerse a
que les suceda lo que a los despojados, se que-
dan tranquilos. Concluyo que las colonias no
cuestan, que son mis fieles y entrañan menos
peligro; y que los damnificados no pueden cau-
sar molestias, porque son pobres y están aisla-
dos, come ya he dicho.
Ha de notarse, pues, que a los hombres hay
que conquistarlos o elirninarlos, porque si se
vengan de las ofensas leves, de las graves no
pueden; así que la ofensa que se ha- ga al hom-
bre debe ser tal, que le resulte imposible ven-
garse.
Si en vez de las colonias se emplea la ocu-
paci6n militar, el gasto es mucho mayor, por-
que el mantenimiento de la guardia absorbe las
rentas del Estado y la adquisición se convierte
en pérdida, y, además, se perjudica e incomoda
a todos con el frecuente cambio del alojamiento
de las tropas. Incomodidad y perjuicio que to-
dos sufren, y por los cuales todos se vuelven
enemigos; y son enemigos que deben temerse,
aun cuando permanezcan encerrados en sus
casas. La ocupación militar es, pues, desde
cualquier punto de vista, tan inúitil como útiles
son las colonias.
El príncipe que anexe una provincia de cos-
tumbres, lengua y organización distintas a las
de la suya, debe también convertirse en paladín
y defensor de los vecinos menos po- derosos,

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