El Contrato Social
J. J. ROUSSEAU
Libro primero
CAPITULO I: Asunto de este primer libro
El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal
cual se cree el amo de los demás, cuando, en verdad, no deja de ser tan esclavo como
ellos. ¿Cómo se ha verificado este camino? Lo ignoro. ¿Qué puede hacerlo legítimo?
Creo poder resolver esta cuestión.
Si no considerase más que la fuerza y el efecto que de ella se deriva, diría: mientras un
pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien; mas en el momento en que
puede sacudir el yugo, y lo sacude, hace todavía mejor; porque recobrando su libertad por
el mismo derecho que se le arrebató, o está fundado el recobrarla, o no lo estaba el
"habérsela quitado". Pero el orden social es un derecho sagrado y sirve de base a todos
los demás. Sin embargo, este derecho no viene de la Naturaleza; por consiguiente, está,
pues, fundado sobre convenciones. Se trata de saber cuáles son estas convenciones.
Mas antes de entrar en esto debo demostrar lo que acabo de anticipar.
CAPÍTULO II: De las primeras sociedades
La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la de la familia, aun cuando
los hijos no permanecen unidos al padre sino el tiempo en que necesitan de él para
conservarse. En cuanto esta necesidad cesa, el lazo natural se deshace. Una vez libres
los hijos de la obediencia que deben al padre, y el padre de los cuidados que debe a los
hijos, recobran todos igualmente su independencia. Si continúan unidos luego, ya no lo es
naturalmente, sino voluntariamente, y la familia misma no se mantiene sino, por
convención.
Esta Libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su primera ley es
velar por su propia conservación; sus primeros cuidados son los que se debe a sí mismo;
tan pronto como llega a la edad de la razón, siendo él solo juez de los medios apropiados
para conservarla, adviene por ello su propio señor.
La familia es, pues, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la
imagen del padre; el pueblo es la imagen de los hijos, y habiendo nacido todos iguales y
libres, no enajenan su Libertad sino por su utilidad. Toda la diferencia consiste en que en
la familia el amor del padre por sus hijos le remunera de los cuidados que les presta, y en
el Estado el placer de mando sustituye a este amor que el jefe no siente por sus pueblos.
Grocio niega que todo poder humano sea Establecido en favor de los que son
gobernados, y cita como ejemplo la esclavitud. Su forma más constante de razonar
consiste en establecer el derecho por el hecho [1]. Se podría emplear un método más
consecuente.
Es, pues, dudoso para Grocio si el género humano pertenece a una centena de hombres
o si esta centena de hombres pertenece al género humano, y en todo su libro parece
inclinarse a la primera opinión; éste es también el sentir de Hobbes. Ved de este modo a
la especie humana dividida en rebaños de ganado, cada uno de los cuales con un jefe
que lo guarda para devorarlo.
Del mismo modo que un guardián es de naturaleza superior a la de su rebaño, así los
pastores de hombres, que son sus jefes, son también de una naturaleza superior a la de
sus pueblos. Así razonaba, según Plinio, el emperador Calígula, y sacaba, con razón,
como consecuencia de tal analogía que los reyes eran dioses o que los pueblos eran
bestias.
El razonamiento de Calígula se asemeja al de Hobbes y al de Grocio. Aristóteles, antes
de ellos dos, había dicho también [2] que los hombres no son naturalmente iguales, sino
que unos nacen para la esclavitud y otros para la dominación.
Aristóteles tenía razón; pero tomaba el efecto por la causa: todo hombre nacido en la
esclavitud nace para la esclavitud, no hay nada más cierto. Los esclavos pierden todo en
sus cadenas, hasta el deseo de salir de ellas; aman su servilismo, como los compañeros
de Ulises amaban su embrutecimiento[3]; si hay, pues, esclavos por naturaleza es porque
ha habido esclavos contra naturaleza. La fuerza ha hecho los primeros esclavos; su
cobardía los ha perpetuado.
No he dicho nada del rey Adán ni del emperador Noé, padre de tres grandes monarcas,
que se repartieron el universo como hicieron los hijos de Saturno, a quienes se ha creído
reconocer en ellos. Yo espero que se me agradecerá esta moderación; porque,
descendiendo directamente de uno de estos príncipes, y acaso de la rama del
primogénito, ¿qué yo si, mediante la comprobación de títulos, no me encontraría con
que era el legítimo rey del género humano? De cualquier modo que sea, no se puede
disentir de que Adán no haya sido soberano del mundo, como Robinsón lo fue de su isla
en tanto que único habitante, y lo que había de cómodo en el imperio de éste era que el
monarca, asegurado en su trono, no tenía que temer rebelión ni guerras, ni a
conspiraciones.
[1] "Las sabias investigaciones sobre el derecho público no son, a menudo, sino la historia
de los antiguos abusos. y se obstina. con poca fortuna. quien se esfuerza en estudiarlas
demasiado" (Traité des intérets de la France avec ses voisins, por el marqués de
Argenson: imp. de Rey, Amsterdam). He aquí precisamente lo que ha hecho Grocio.
[2]Politic.. lib. I cap. V. (Ed.)
[3]Vease el tratado de Plutarco titulado "Que los animales usen la razón"
CAPÍTULO III: Del derecho del más fuerte
El más fuerte no es nunca bastante fuerte para ser siempre el señor, si no transforma su
fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí, el derecho del más fuerte; derecho
tomado irónicamente en apariencia y realmente establecido en principio. Pero ¿no se nos
explicará nunca esta palabra? La fuerza es una potencia física; ¡no veo qué moralidad
puede resultar de sus efectos! Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad;
es, a lo más, un acto de prudencia. ¿En qué sentido podrá esto ser un acto de deber.
Supongamos por un momento este pretendido derecho. Yo afirmo que no resulta de él
mismo un galimatías inexplicable; porque desde el momento en que es la fuerza la que
hace el derecho, el efecto cambia con la causa: toda fuerza que sobrepasa a la primera
sucede a su derecho. Desde el momento en que se puede desobedecer impunemente, se
hace legítimamente; y puesto que el más fuerte tiene siempre razón, no se trata sino de
hacer de modo que se sea el más fuerte. Ahora bien; ¿qué es un derecho que perece
cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por la fuerza, no se necesita obedecer por
deber, y si no se está forzado a obedecer, no se está obligado. Se ve, pues, que esta
palabra el derecho no añade nada a la fuerza; no significa nada absolutamente.
Obedeced al poder. Si esto quiere decir ceded a la fuerza, el precepto es bueno, pero
superfluo, y contesto que no será violado jamás. Todo poder viene de Dios, lo confieso;
pero toda enfermedad viene también de Él; ¿quiere esto decir que esté prohibido llamar al
médico? Si un ladrón me sorprende en el recodo de un bosque, es preciso entregar la
bolsa a la fuerza; pero si yo pudiera sustraerla, ;estoy, en conciencia, obligado a darla?
Porque, en último término, la pistola que tiene es también un poder.
Convengamos, pues, que fuerza no constituye derecho, y, que no se está obligado a
obedecer sino a los poderes legítimos. De este modo, mi primitiva pregunta renace de
continuo.
CAPÍTULO IV: De la esclavitud
Puesto que ningún hombre tiene una autoridad natural sobre sus semejantes, y puesto
que la Naturaleza no produce ningún derecho, quedan, pues, las convenciones como
base de toda autoridad legítima entre los hombres.
Si un particular dice Grocio puede enajenar su libertad y convertirse en esclavo de un
señor, ¿por qué no podrá un pueblo entero enajenar la suya y hacerse súbdito de una
vez. Hay en esto muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; mas
detengámonos en las de enajenar. Enajenar es dar o vender. Ahora bien; un hombre que
se hace esclavo de otro no se da, sino que se vende, al menos, por su subsistencia; pero
un pueblo, ¿por qué se vende?. No hay que pensar en que un rey proporcione a sus
súbditos la subsistencia, puesto que es él quien saca de ellos la suya, y, según Rabelais,
los reyes no viven poco. ¿Dan, pues, los súbditos su persona a condición de que se les
tome también sus bienes? No veo qué es lo que conservan entonces.
Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea. Pero ¿qué ganan
ellos si las guerras que su ambición les ocasiona, si su avidez insaciable y las vejaciones
de su ministerio los desolan más que lo hicieran sus propias disensiones? ¿Qué ganan, si
esta tranquilidad misma es una de sus miserias? También se vive tranquilo en los
calabozos; ¿es esto bastante para encontrarse bien en ellos? Los griegos encerrados en
el antro del Cíclope vivían tranquilos esperando que les llegase el tumo de ser devorados.
Decir que un hombre se da gratuitamente es decir una cosa absurda e inconcebible. Un
acto tal es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que quien lo realiza no está en su razón.
Decir de un pueblo esto mismo es suponer un pueblo de locos, y la locura no crea
derecho.
Aun cuando cada cual pudiera enajenarse a mismo, no puede enajenar a sus hijos:
ellos nacen hombres libres, su libertad les pertenece, nadie tiene derecho a disponer de
ellos sino ellos mismos. Antes de que lleguen a la edad de la razón, el padre puede, en su
nombre, estipular condiciones para su conservación, para su bienestar, mas no darlos
irrevocablemente y sin condición, porque una donación tal es contraria a los fines de la
Naturaleza y excede a los derechos de la paternidad. Sería preciso, pues, para que un
gobierno arbitrario fuese legítimo, que en cada generación el pueblo fuese dueño de
admitirlo o rechazarlo; mas entonces este gobierno habría dejado de ser arbitrario.
Renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad de hombres, a los derechos de
humanidad e incluso a los deberes. No hay compensación posible para quien renuncia a
todo. Tal renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre, e implica arrebatar toda
moralidad a las acciones el arrebatar la libertad a la voluntad. Por último, es una
convención vana y contradictoria al reconocer, de una parte, una autoridad absoluta y, de
otra, una obediencia sin mites. ¿No es claro que no se está comprometido a nada
respecto de aquel de quien se tiene derecho a exigir todo? ¿Y esta sola condición, sin
equivalencia, sin reciprocidad, no lleva consigo la nulidad del acto? Porque ¿qué derecho
tendrá un esclavo sobre mí si todo lo que tiene me pertenece, y siendo su derecho el mío,
este derecho mío contra mí mismo es una palabra sin sentido.
Grocio y los otros consideran la guerra un origen del pretendido derecho de esclavitud. El
vencedor tiene, según ellos, el derecho de matar al vencido, y éste puede comprar su vida
a expensas de su libertad; convención tanto más legítima cuanto que redunda en
provecho de ambos.
Pero es claro que este pretendido derecho de dar muerte a los vencidos no resulta, en
modo alguno, del estado de guerra. Por el solo hecho de que los hombres, mientras viven
en su independencia primitiva, no tienen entre relaciones suficientemente constantes
como para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra, ni son por naturaleza
enemigos. Es la relación de las cosas y no la de los hombres la que constituye la guerra; y
no pudiendo nacer ésta de las simples relaciones personales, sino sólo de las relaciones
reales, la guerra privada o de hombre a hombre no puede existir, ni en el estado de
naturaleza, en que no existe ninguna propiedad constante, ni en el estado social, en que
todo se halla bajo la autoridad de las leyes.
Los combates particulares, los duelos, los choques, son actos y no constituyen ningún
estado; y respecto a las guerras privadas, autorizadas por los Estatutos de Luis IX, rey de
Francia, y suspendidas por la paz de Dios, son abusos del gobierno feudal, sistema
absurdo como ninguno, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena
política.
La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a
Estado, en la cual los particulares sólo son enemigos incidentalmente, no como hombres,
ni aun siquiera como ciudadanos [4], sino como soldados: no como miembros de la patria,
sino como sus defensores. En fin, cada Estado no puede tener como enemigos sino otros
Estados. y no hombres, puesto que entre cosas de diversa naturaleza no puede
establecerse ninguna relación verdadera.
Este principio se halla conforme con las máximas establecidas en todos los tiempos y por
la práctica constante de todos los pueblos civilizados. Las declaraciones de guerras no
son tanto advertencias a la potencia cuanto a sus súbditos. El extranjero, sea rey,
particular o pueblo, que robe, mate o detenga a los súbditos sin declarar la guerra al
príncipe, no es un enemigo; es un ladrón. Aun en plena guerra, un príncipe justo se
apodera en país enemigo de todo lo que pertenece al público; mas respeta las personas y
los bienes de los particulares: respeta los derechos sobre los cuales están fundados los
suyos propios. Siendo el fin de la guerra la destrucción del Estado enemigo, se tiene
derecho a dar muerte a los defensores en tanto tienen las armas en la mano; mas en
cuanto entregan las armas y se rinden, dejan de ser enemigos o instrumentos del
enemigo y vuelven a ser simplemente hombres, y ya no se tiene derecho sobre su vida. A
veces se puede matar al Estado sin matar a uno solo de sus miembros. Ahora bien; la
guerra no da ningún derecho que no sea necesario a su fin. Estos principios no son los de
Grocio; no se fundan sobre autoridades de poetas, sino que se derivan de la naturaleza
misma de las cosas y se fundan en la razón.
El derecho de conquista no tiene otro fundamento que la ley del más fuerte. Si la guerra
no da al vencedor el derecho de matanza sobre los pueblos vencidos, este derecho que
no tiene no puede servirle de base para esclavizarles. No se tiene el derecho de dar
muerte al enemigo sino cuando no se le puede hacer esclavo; el derecho de hacerlo
esclavo no viene, pues, del derecho de matarlo, y es, por tanto, un camino inicuo hacerle
comprar la vida al precio de su libertad, sobre la cual no se tiene ningún derecho. Al
fundar el derecho de vida y de muerte sobre el de esclavitud, y el de esclavitud sobre el
de vida y de muerte, ¿no es claro que se cae en un círculo vicioso?
Aun suponiendo este terrible derecho de matar, yo afirmo que un esclavo hecho en la
guerra, o un pueblo conquistado, sólo está obligado, para con su señor, a obedecerle en
tanto que se siente forzado a ello. Buscando un beneficio equivalente al de su vida, el
vencedor, en realidad, no le concede gracia alguna; en vez de matarle sin fruto, lo ha
matado con utilidad. Lejos, pues, de haber adquirido sobre él autoridad alguna unida a la
fuerza, subsiste entre ellos el estado de guerra como antes, y su relación misma es un
efecto de ello; es más, el uso del derecho de guerra no supone ningún tratado de paz.
Han hecho un convenio, sea; pero este convenio, lejos de destruir el estado de guerra,
supone su continuidad.
Así, de cualquier modo que se consideren las cosas, el derecho de esclavitud es nulo, no
sólo por ilegítimo, sino por absurdo y porque no significa nada. Estas palabras, esclavo y
derecho, son contradictorias: se excluyen mutuamente. Sea de un hombre a otro, bien de
un hombre a un pueblo, este razonamiento será igualmente insensato: "Hago contigo un
convenio, completamente en tu perjuicio y completamente en mi provecho, que yo
observaré cuando me plazca y que tú observarás cuando me plazca a mí también."
[4] Los romanos, que han entendido y respetado el derecho de la guerra más que ninguna
otra nación del mundo, llevaban tan lejos los escrúpulos a este respecto, que no estaba
permitido a un ciudadano servir como voluntario sin haberse comprometido antes a ir
contra el enemigo y expresamente contra tal enemigo. Habiendo sido reformada una
legión en que Catón, el hijo, hacía sus primeras armas bajo Poncio. Catón, el padre,
escribió a éste que si deseaba que su hijo continuase bajo su servicio era preciso hacerle
prestar un nuevo juramento militar: porque habiendo sido anulado el primero, no podía ya
levantar las armas contra el enemigo. Y el mismo Catón escribía a su hijo que se
guardara de presentarse al combate en tanto no hubiese prestado este nuevo juramento.
que se me podrá oponer el sitio de Curia, y otros hechos particulares; mas yo cito
leyes, usos. Los romanos son los que menos frecuentemente han transgredido sus leyes
y los que han llegado a tenerlas más hermosas.
CAPÍTULO V: De cómo es preciso elevarse siempre a una primera convención
Aun cuando concediese todo lo que he refutado hasta aquí, los fautores del despotismo
no habrán avanzado más por ello. Siempre habrá una gran diferencia entre someter una
multitud y regir una sociedad. Que hombres dispersos sean subyugados sucesivamente a
uno solo, cualquiera que sea el número en que se encuentren, no por esto dejamos de
hallarnos ante un señor y esclavos, mas no ante un pueblo y su jefe; es, si se quiere, una
agregación, pero no una asociación; no hay en ello ni bien Público ni cuerpo político. Este
hombre, aunque haya esclavizado la mitad del mundo, no deja de ser un particular: su
interés, desligado del de los demás, es un interés privado. Al morir este mismo hombre,
queda disperso y sin unión su imperio, como una encina se deshace y cae en un montón
de ceniza después de haberla consumido el fuego.
Un pueblo dice Grocio puede entregarse a un rey. Esta misma donación es un acto
civil; supone una deliberación pública. Antes de examinar el acto por el cual un pueblo
elige a un rey sería bueno examinar el acto por el cual un pueblo es tal pueblo; porque
siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la
sociedad.
En efecto; si no hubiese convención anterior, ¿dónde radicaría la obligación para la
minoría de someterse a la elección de la mayoría, a menos que la elección fuese
unánime? Y ¿de dónde cierto que los que quieren un señor tienen derecho a votar por
diez que no lo quieren?. La misma ley de la pluralidad de los sufragios es una fijación de
convención y supone, al menos una vez, la previa unanimidad.
CAPÍTULO VI: Del pacto social
Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su
conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la
fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este
momento, el estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no
cambiase de manera de ser.
Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las
que existen, no tienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de
fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y
hacerlas obrar en armonía.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza
y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo va a
comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad,
referida' a nuestro problema, puede anunciarse en estos términos:
"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la
persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a
todos, no obedezca sino a mismo y quede tan libre como antes." Tal es el problema
fundamental, al cual da solución el Contrato social.
Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto por la naturaleza
del acto, que la menor modificación las haría vanas y de efecto nulo; de suerte que, aun
cuando jamás hubiesen podido ser formalmente enunciadas, son en todas partes las
mismas y doquiera están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, una vez violado
el pacto social, cada cual vuelve a la posesión de sus primitivos derechos y a recobrar su
libertad natural, perdiendo la convencional, por la cual renunció a aquélla.
Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la
enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad; porque,
en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos, y
siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás.
Es s: cuando la enajenación se hace sin reservas, la unión llega a ser lo más perfecta
posible y ningún asociado tiene nada que reclamar, porque si quedasen reservas en
algunos derechos, los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese
fallar entre ellos y el público, siendo cada cual su propio juez en algún punto, pronto
pretendería serlo en todos, y el estado de naturaleza subsistiría y la asociación advendría
necesariamente tiránico o vana.
En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado, sobre
quien no se adquiera el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el
equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene.
Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos encontramos con
que se reduce a los términos siguientes: "Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros
recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo." Este acto produce
inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y
colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de
este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que
así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad
[5] y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros
Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus
semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se
llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y
súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden
frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saberlos distinguir cuando se
emplean en toda su precisión.
[5] El verdadero sentido de esta palabra se ha perdido casi por completo modernamente:
la mayor parte toman una aldea por una ciudad y un burgués por un ciudadano. No saben
que las casas forman la aldea: pero que los ciudadanos constituyen la ciudad. Este mismo
error costó caro en otro tiempo a los cartagineses. No he leído que el título de cives haya
sido dado nunca al súbdito de un príncipe, ni aun antiguamente a los macedonios, ni en
nuestros días a los ingleses. aunque se hallen más próximos a la libertad que los demás.
Tan sólo los franceses toman todos familiarmente este nombre de ciudadanos. porque no
tienen una verdadera idea de él. como puede verse en sus diccionarios, sin lo cual
caerían, al usurparlo, en el delito de ¡esa majestad; este nombre, entre ellos, expresa una
virtud y no un derecho. Cuando Bodino ha querido hablar de nuestros ciudadanos y
burgueses, ha cometido un error tomando a unos por otros. N. d'Alembert no se ha
equivocado, y ha distinguido bien, en su, artículo Genéve las cuatro clases de hombres
hasta cinco, contando a los extranjeros que se encuentran en nuestra ciudad, y de las
cuales solamente dos componen la República. Ningún otro autor francés, que yo sepa, ha
comprendido el verdadero sentido de la palabra ciudadano.
CAPÍTULO VII: Del soberano
Se ve por esta fórmula que el acto de asociación encierra un compromiso recíproco del
público con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo
mismo, se encuentra comprometido bajo una doble relación, a saber: como miembro del
soberano, respecto a los particulares, y como miembro del Estado, respecto al soberano.
Mas no puede aplicarse aquí la máxima del derecho civil de que nadie se atiene a los
compromisos contraídos consigo mismo; porque hay mucha diferencia entre obligarse con
uno mismo o con un todo de que se forma parte.
Es preciso hacer ver, además, que la deliberación pública, que puede obligar a todos los
súbditos respecto al soberano, a causa de las dos diferentes relaciones bajo las cuales
cada uno de ellos es considerado, no puede por la razón contraria obligar al soberano
para con él mismo, y, por tanto, que es contrario a la naturaleza del cuerpo político que el
soberano se imponga una ley que no puede infringir. No siéndole dable considerarse más
que bajo una sola y misma relación, se encuentra en el caso de un particular que contrata
consigo mismo; de donde se ve que no hay ni puede haber ninguna especie de ley
fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social. Lo que no
significa que este cuerpo no pueda comprometerse por completo con respecto a otro, en
lo que no derogue este contrato; porque, en lo que respecta al extranjero, es un simple
ser, un individuo.
Pero el cuerpo político o el soberano, no derivando su ser sino de la santidad del contrato,
no puede nunca obligarse, ni aun respecto a otro, a nada que derogue este acto primitivo,
como el de enajenar alguna parte de sí mismo o someterse a otro soberano. Violar el acto
por el cual existe sería aniquilarlo, y lo que no es nada no produce nada.
Tan pronto como esta multitud se ha reunido así en un cuerpo, no se puede ofender a uno
de los miembros ni atacar al cuerpo, ni menos aún ofender al cuerpo sin que los
miembros se resistan. Por tanto, el deber, el interés, obligan igualmente a las dos partes
contratantes a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres deben procurar reunir bajo
esta doble relación todas las ventajas que dependan de ella.
Ahora bien; no estando formado el soberano sino por los particulares que lo componen,
no hay ni puede haber interés contrario al suyo; por consiguiente, el poder soberano no
tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que
el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y ahora veremos cómo no puede
perjudicar a ninguno en particular. El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que
debe ser.
Mas no ocurre lo propio con los súbditos respecto al soberano, de cuyos compromisos, a
pesar del interés común, nada respondería si no encontrase medios de asegurarse de su
fidelidad.
En efecto; cada individuo puede como hombre tener una voluntad particular contraria o
disconforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su interés particular
puede hablarle de un modo completamente distinto de como lo hace el interés común; su
existencia, absoluta y naturalmente independiente, le puede llevar a considerar lo que
debe a la causa común, como una contribución gratuita, cuya pérdida será menos
perjudicial a los demás que oneroso es para él el pago, y considerando la persona moral
que constituye el Estado como un ser de razón, ya que no es un hombre, gozaría de los
derechos del ciudadano sin querer llenar los deberes del súbdito, injusticia cuyo progreso
causaría la ruina del cuerpo político.
Por tanto, a fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra tácitamente
este compromiso: que sólo por puede dar fuerza a los demás, y que quienquiera se
niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no
significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, pues es tal la condición, que
dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal; condición
que constituye el artificio y el juego de la quina política y que es la única que hace
legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos, tiránicos y estarían
sujetos a los más enormes abusos.
CAPÍTULO VIII: Del estado civil
Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy
notable, al sustituir en su conducta la justicia al instinto y al dar a sus acciones la
moralidad que antes les faltaba. Sólo cuando ocupa la voz del deber el lugar del impulso
físico y el derecho el del apetito es cuando el hombre, que hasta entonces no había
mirado más que a sí mismo, se ve obligado a obrar según otros principios y a consultar su
razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque se prive en este estado de muchas
ventajas que le brinda la Naturaleza, alcanza otra tan grande al ejercitarse y desarrollarse
sus facultades, al extenderse sus ideas, al ennoblecerse sus sentimientos; se eleva su
alma entera a tal punto, que si el abuso de esta nueva condición no lo colocase
frecuentemente por bajo de aquella de que procede, debería bendecir sin cesar el feliz
instante que le arrancó para siempre de ella, y que de un animal estúpido y limitado hizo
un ser inteligente y un hombre.
Reduzcamos todo este balance a rminos fáciles de comparar: lo que el hombre pierde
por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le apetece
y puede alcanzar: lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para
no equivocarse en estas complicaciones es preciso distinguir la libertad natural, que no
tiene más límite que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la
voluntad general, y la posesión, que no es sino el efecto de la fuerza o el derecho del
primer ocupante, de la propiedad, que no puede fundarse sino sobre un título positivo.
Según lo que precede, se podría agregar a lo adquirido por el estado civil la libertad
moral, la única que verdaderamente hace al hombre dueño de sí mismo, porque el
impulso exclusivo del apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que se ha prescrito es
la libertad; mas ya he dicho demasiado sobre este particular y sobre el sentido filosófico
de la palabra libertad, que no es aquí mi tema.
CAPÍTULO IX: Del dominio real
Cada miembro de la comunidad se da a ella en el momento en que se forma tal como se
encuentra actualmente; se entrega él con sus fuerzas, de las cuales forman parte los
bienes que posee. No es que por este acto cambie la posesión de naturaleza al cambiar
de mano y advenga propiedad en las del soberano; sino que, como las fuerzas de la
ciudad son incomparablemente mayores que las de un particular, la posesión pública es
también, de hecho, más fuerte y más irrevocable, sin ser más legítima, al menos para los
extraños; porque el Estado, con respecto a sus miembros, es dueño de todos sus bienes
por el contrato social, el cual, en el Estado, es la base a todos los derechos; pero no lo es
frente a las demás potencias sino por el derecho de primer ocupante, que corresponde a
los particulares.
El derecho de primer ocupante, aunque más real que el del más fuerte, no adviene un
verdadero derecho sino después del establecimiento del de propiedad. Todo hombre
tiene, naturalmente, derecho a todo aquello que le es necesario; mas el acto positivo que
le hace propietario de algún bien lo excluye de todo lo demás. Tomada su parte, debe
limitarse a ella, y no tiene ya ningún derecho en la comunidad. He aquí por qué el derecho
del primer ocupante, tan débil en el estado de naturaleza, es respetable para todo hombre
civil. Se respeta menos en este derecho lo que es de otro que lo que no es de uno mismo.
En general, para autorizar sobre cualquier porción de terreno el derecho del primer
ocupante son precisas las condiciones siguientes: primera, que este territorio no esté aún
habitado por nadie; segunda, que no se ocupe de él sino la extensión de que se tenga
necesidad para subsistir, y en tercer lugar, que se tome posesión de él, no mediante una
vana ceremonia, sino por el trabajo y el cultivo, único signo de propiedad que, a falta de
títulos jurídicos, debe ser respetado por los demás.
En efecto; conceder a la necesidad y al trabajo el derecho de primer ocupante, ¿no es
darle la extensión máxima de que es susceptible? ¿Puede no ponérsele límites a este
derecho? ¿Será suficiente poner el pie en un terreno común para considerarse dueño de
él? ¿Bastará tener la fuerza necesaria para apartar un momento a los demás hombres,
para quitarles el derecho de volver a él? ¿Cómo puede un hombre o un pueblo
apoderarse de un territorio inmenso y privar de él a todo el género humano sin que esto
constituya una usurpación punible, puesto que quita al resto de los hombres la habitación
y los alimentos que la Naturaleza les da en común? ¿Era motivo suficiente que Núñez de
Balboa tomase posesión, en la costa del mar del Sur, de toda la América meridional, en
nombre de la corona de Castilla, para desposeer de ellas a todos los habitantes y excluir
de las mismas a todos los príncipes del mundo? De modo análogo se multiplicaban
vanamente escenas semejantes, y el rey católico no tenía más que tomar posesión del
universo entero de un solo golpe, exceptuando tan sólo de su Imperio lo que con
anterioridad poseían los demás príncipes.
Se comprende cómo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se convierten en
territorio público, y cómo el derecho de soberanía, extendiéndose desde los súbditos al
terreno, adviene a la vez real y personal. Esto coloca a los poseedores en una mayor
dependencia y hace de sus propias fuerzas la garantía de su fidelidad: ventaja que no
parece haber sido bien apreciada por los antiguos monarcas, quienes, llamándose reyes
de los persas, de los escitas, de los macedonios, parecían considerase más como jefes
de los hombres que como señores de su país. Los de hoy se llaman, más hábilmente,
reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc.; dominando así el territorio, están seguros
de dominar a sus habitantes.
Lo que hay de singular en esta enajenación es que, lejos de despojar la comunidad a los
particulares de sus bienes, al aceptarlos, no hace sino asegurarles la legítima posesión de
los mismos, cambiar la usurpación en un verdadero derecho y el disfrute en propiedad.
Entonces, siendo considerados los poseedores como depositarios del bien público,
respetados los derechos de todos los miembros del Estado y mantenidos con todas sus
fuerzas el extranjero, por una cesión ventajosa al público, y s aún a ellos mismos,
adquieren, por decirlo así, todo lo que han dado; paradoja que se aplica fácilmente a la
distinción de los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre el mismo fundo,
como a continuación se verá.
Puede ocurrir también que los hombres comiencen a unirse antes de poseer nada y que,
apoderándose en seguida de un territorio suficiente para todos, gocen de él en común o lo
repartan entre ellos, ya por igual, ya según proporciones establecidas por el soberano. De
cualquier modo que se haga esta adquisición, el derecho que tiene cada particular sobre
el mismo fundo está siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos,
sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la
soberanía.
Terminaré este capítulo y este libro con una indicación que debe servir de base a todo el
sistema social, a saber: que en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental
sustituye, por el contrario, con una igualdad moral y legítima lo que la Naturaleza había
podido poner de desigualdad física entre los hombres, y que, pudiendo ser desiguales en
fuerza o en talento, advienen todos iguales por convención y derecho [6].
[6] Bajo los malos gobiernos, esta igualdad es exclusivamente aparente e ilusoria: sólo
sirve para mantener al pobre en su miseria y al rico en su usurpación. De hecho, las leyes
son siempre útiles para los que poseen algo y perjudiciales para los que nada tienen. De
donde se sigue que el estado social no es ventajoso a los hombres sino en tanto que
poseen todos algo y que ninguno de ellos tiene demasiado.
Libro Segundo
CAPÍTULO I: La soberanía es inalienable
La primera y más importante consecuencia de los principios anteriormente establecidos
es que la voluntad general puede dirigir por sola las fuerzas del Estado según el fin de
su institución, que es el bien común; porque si la oposición de los intereses particulares
ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, el acuerdo de estos mismos
intereses es lo que lo ha hecho posible. Esto es lo que hay de común en estos diferentes
intereses que forman el vínculo social; y si no existiese un punto en el cual se
armonizasen todos ellos, no hubiese podido existir ninguna sociedad. Ahora bien; sólo
sobre este interés común debe ser gobernada la sociedad.
Digo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede
enajenarse jamás, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser
representado más que por sí mismo: el poder es susceptible de ser transmitido, mas no la
voluntad.
En efecto: si bien no es imposible que una voluntad particular concuerde en algún punto
con la voluntad general, lo es, al menos, que esta armonía sea duradera y constante,
porque la voluntad particular tiende por su naturaleza al privilegio y la voluntad general a
la igualdad. Es aún más imposible que exista una garantía de esta armonía, aun cuando
siempre debería existir; esto no sería un efecto del arte, sino del azar. El soberano puede
muy bien decir: "Yo quiero actualmente lo que quiere tal hombre o, por lo menos, lo que
dice querer"; pero no puede decir: "Lo que este hombre querrá mañana yo lo querré
también"; puesto que es absurdo que la voluntad se eche cadenas para el porvenir y
porque no depende de ninguna voluntad el consentir en nada que sea contrario al bien del
ser que quiere. Si, pues, el pueblo promete simplemente obedecer, se disuelve por este
acto y pierde su cualidad de pueblo; en el instante en que hay un señor, ya no hay
soberano, y desde entonces el cuerpo político queda destruido.
No quiere esto decir que las órdenes de los jefes no pueden pasar por voluntades
generales, en cuanto el soberano, libre para oponerse, no lo hace. En casos tales, es
decir, en casos de silencio universal, se debe presumir el consentimiento del pueblo. Esto
se explicará más detenidamente.
CAPÍTULO II: La soberanía es indivisible
Por la misma razón que la soberanía no es enajenable es indivisible; porque la voluntad
es general o no lo es: es la del cuerpo del pueblo o solamente de una parte de él [1]. En el
primer caso, esta voluntad declarada es un acto de soberanía y hace ley; en el segundo,
no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura: es, a lo más, un decreto.
Mas no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su
objeto; la dividen en fuerza y en voluntad; en Poder legislativo y Poder ejecutivo; en
derechos de impuesto, de justicia y de guerra; en administración interior y en poder de
tratar con el extranjero: tan pronto confunden todas estas partes como las separan. Hacen
del soberano un ser fantástico, formado de piezas relacionadas: es como si compusiesen
el hombre de muchos cuerpos. de los cuales uno tuviese los ojos, otro los brazos, otro los
pies, y nada más. Se dice que los charlatanes del Japón despedazan un niño a la vista de
los espectadores, y después, lanzando al aire sus miembros uno después de otro, hacen
que el niño vuelva a caer al suelo vivo y entero. Semejantes son los juegos malabares de
nuestros políticos: después de haber despedazado el cuerpo social, por un prestigio digno
de la magia reúnen los pedazos no se sabe cómo.
Este error procede de no haberse formado noción exacta de la autoridad soberana y de
haber considerado como partes de esa autoridad lo que no eran sino emanaciones de
ella. Así, por ejemplo, se ha considerado el acto de declarar la guerra y el de hacer la paz
como actos de soberanía; cosa inexacta, puesto que cada uno de estos actos no
constituye una ley, sino solamente una aplicación de la ley, un acto particular que
determina el caso de la ley, como se verá claramente cuando se fije la idea que va unida
a la palabra ley.
Siguiendo el análisis de las demás divisiones, veríamos que siempre que se cree ver la
soberanía dividida se equivoca uno; que los derechos que se toman como parte de esta
soberanía le están todos subordinados y suponen siempre voluntades supremas, de las
cuales estos hechos no son sino su ejecución.
No es posible expresar cuánta oscuridad ha lanzado esta falta de exactitud sobre las
divisiones de los autores en materia de Derecho político cuando han querido juzgar de los
derechos respectivos de los reyes y de los pueblos sobre los principios que habían
establecido. Todo el que quiera puede ver en los capítulos III y IV del primer libro de
Grocio cómo este sabio y su traductor Barbeyrac se confunden y enredan en sus sofismas
por temor a decir demasiado, o de no decir bastante, según sus puntos de vista, y de
hacer chocar los intereses que debían conciliar. Grocio, refugiado en Francia, descontento
de su patria y queriendo hacer la corte a Luis XIII, a quien iba dedicado su libro, no
perdona medio de despojar a los pueblos de todos sus derechos y de adornar a los reyes
con todo el arte posible. Éste hubiese sido también el gusto de Barbeyrac, que dedicaba
su traducción al rey de Inglaterra Jorge I. Pero, desgraciadamente, la expulsión de Jacobo
II, que él llama abdicación, le obliga a guardar reservas, a soslayar, a tergiversar, para no
hacer de Guillermo un usurpador. Si estos dos escritores hubiesen adoptado los
verdaderos principios, se habrían salvado todas las dificultades y habrían sido siempre
consecuentes; pero hubieran dicho, por desgracia, la verdad y no hubiesen hecho la corte
más que al pueblo. Ahora bien; la verdad no conduce al lucro, y el pueblo no da
embajadas, ni sedes, ni pensiones.
[1] Para que una voluntad sea general, no siempre es necesario que sea unánime; pero
es preciso que todas las voces sean tenidas en cuenta: una exclusión formal rompe la
generalidad.
CAPÍTULO III: Sobre si la voluntad general puede errar
Se sigue de todo lo que precede que la voluntad general es siempre recta y tiende a la
utilidad pública; pero no que las deliberaciones del pueblo ofrezcan siempre la misma
rectitud. Se quiere siempre el bien propio; pero no siempre se le conoce. Nunca se
corrompe al pueblo; pero frecuentemente se le engaña, y solamente entonces es cuando
parece querer lo malo.
Hay, con frecuencia, bastante diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general.
Ésta no tiene en cuenta sino el interés común; la otra se refiere al interés privado, y no es
sino una suma de voluntades particulares. Pero quitad de estas mismas voluntades el
más y el menos, que se destruyen mutuamente [2], y queda como suma de las diferencias
la voluntad general.
Si cuando el pueblo delibera, una vez suficientemente informado, no mantuviesen los
ciudadanos ninguna comunicación entre sí, del gran número de las pequeñas diferencias
resultaría la voluntad general y la deliberación sería siempre buena. Mas cuando se
desarrollan intrigas y se forman asociaciones parciales a expensas de la asociación total,
la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general, con relación a sus
miembros, y en particular con relación al Estado; entonces no cabe decir que hay tantos
votantes como hombres, por tanto como asociaciones. Las diferencias se reducen y dan
un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan
grande que excede a todas las demás, no tendrá como resultado una suma de pequeñas
diferencias, sino una diferencia única; entonces no hay ya voluntad general, y la opinión
que domina no es sino una opinión particular.
Importa, pues, para poder fijar bien el enunciado de la voluntad general, que no haya
ninguna sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según
él mismo [3]; tal fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Si existen sociedades
parciales, es preciso multiplicar el número de ellas y prevenir la desigualdad, como
hicieron Solón, Numa y Servio. Estas precauciones son las únicas buenas para que la
voluntad general se manifieste siempre y para que el pueblo no se equivoque nunca.
[2]"Cada interés dice el marqués de Argenson tiene principios diferentes. La armonía
entre dos intereses particulares se forma por oposición al de un tercero." [Véase las
Considérations sur le gouvernement ancien y présent de la France, cap. II. (Ed.)] Se
hubiera podido añadir que la concordancia de todos los intereses se forma por oposición
al de cada uno de ellos. Si no hubiese intereses diferentes, apenas se apreciarla el interés
común, que jamás encontraría un obstáculo: todo marcharía por mismo y la política
dejaría de ser un arte.
[3]Vera cose e dice Maquiavelo che alcuni divisani nuocono alle repubbliche, e alcune
glovano: quelle nuocono che seno dalle sette e da partigiani accompagnate: quelle
giovano che senza sette, senza partigiani. si mantengono. Non potendo adunque
provedere un fondatore d'una repubblica che non siano nimicizie in quella, ha da proveder
almeno che non vi siano sette. (Hist. Florent., lib. VII.)
CAPÍTULO IV: De los límites del poder soberano
Si el Estado o la ciudad no es sino una persona moral, cuya vida consiste en la unión de
sus miembros, y si el más importante de sus cuidados es el de su propia conservación, le
es indispensable una fuerza universal y compulsivo que mueva y disponga cada parte del
modo más conveniente para el todo.
De igual modo que la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre sus
miembros, así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todo lo suyo.
Este mismo poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de
soberanía.
Pero, además. de la persona blica, tenemos que considerar las personas privadas que
la componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata,
pues, de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y del soberano [4], así
como los deberes que tienen que llenar los primeros, en calidad de bditos del derecho
natural, cualidad de que deben gozar por el hecho de ser hombres.
Se conviene en que todo lo que cada uno enajena de su poder mediante el pacto social,
de igual suerte que se enajena de sus bienes, de su libertad, es solamente la parte de
todo aquello cuyo uso importa a la comunidad; mas es preciso convenir también que sólo
el soberano es juez para apreciarlo.
Cuantos servicios pueda un ciudadano prestar al Estado se los debe prestar en el acto en
que el soberano se los pida; pero éste, por su parte, no puede cargar a sus súbditos con
ninguna cadena que sea inútil a la comunidad, ni siquiera puede desearlo: porque bajo la
ley de la razón no se hace nada sin causa, como asimismo ocurre bajo la ley de la
Naturaleza.
Los compromisos que nos ligan al cuerpo social no son obligatorios sino porque son
mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos no se puede trabajar para los demás sin
trabajar también para sí. ¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y por qué todos
quieren constantemente la felicidad de cada uno de ellos, si no es porque no hay nadie
que no se apropie estas palabras de cada uno y que no piense en mismo al votar para
todos?. Lo que prueba que la igualdad de derecho y la noción de justicia que produce se
derivan de la preferencia que cada uno se da y, por consiguiente, de la naturaleza del
hombre; que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo en su objeto
tanto como en su esencia; que debe partir de todos, para aplicarse a todos, y que pierde
su natural rectitud cuando tiende a algún objeto individual y determinado, porque
entonces, juzgando de lo que nos es extraño, no tenemos ningún verdadero principio de
equidad que nos guíe.
En efecto; tan pronto como se trata de un hecho o de un derecho particular sobre un
punto que no ha sido reglamentado por una convención general y anterior, el asunto
adviene contencioso: es un proceso en que los particulares interesados son una de las
partes, y el público la otra; pero en el que no ve ni la ley que es preciso seguir ni el juicio
que debe pronunciar. Sería ridículo entonces quererse referir a una expresa decisión de la
voluntad general, que no puede ser sino la conclusión de una de las partes, y que, por
consiguiente, no es para la otra sino una voluntad extraña, particular, llevada en esta
ocasión a la injusticia y sujeta al error.
Así, del mismo modo que una voluntad particular no puede representar la voluntad
general, ésta, a su vez, cambia de naturaleza teniendo un objeto particular, y no puede,
como general, pronunciarse ni sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el pueblo de
Atenas, por ejemplo, nombraba o deponía sus jefes, otorgaba honores al uno, imponía
penas al otro y, por multitud de decretos particulares, ejercía indistintamente todos los
actos del gobierno, el pueblo entonces no tenía la voluntad general propiamente dicha; no
obraba ya como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario a las ideas
comunes; pero es preciso que se me deje tiempo para exponer las mías.
Se debe concebir, por consiguiente, que lo que generaliza la voluntad es menos el
número de votos que el interés común que los une; porque en esta institución cada uno se
somete necesariamente a las condiciones que él impone a los demás: armonía admirable
del interés y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad,
que se ve desvanecerse en la discusión de todo negocio particular por falta de un interés
común que una e identifique la regla del juez con la de la parte.
Por cualquier lado que se eleve uno al principio, se llegará siempre a la misma conclusión,
a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que se
comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por tanto, que deben gozar todos los
mismos derechos. Así, por la naturaleza de pacto, todo acto de soberanía, es decir, todo
acto auténtico de la voluntad general, obliga y favorece igualmente a todos los
ciudadanos; de suerte que el soberano conoce solamente el cuerpo de la nación y no
distingue a ninguno de aquellos que la componen. ¿Qué es propiamente un acto de
soberanía? No es, en modo alguno, una convención del superior con el inferior, sino una
convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene
por base el contrato social; equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede
tener más objeto que el bien general, y sólida, porque tiene como garantía la fuerza
pública y el poder supremo. En tanto que los súbditos no se hallan sometidos más que a
tales convenciones, no obedecen a nadie sino a su propia voluntad; y preguntar hasta
dónde se extienden los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es
preguntar hasta qué punto pueden éstos comprometerse consigo mismos, cada uno de
ellos respecto a todos y todos respecto a cada uno de ellos.
De aquí se deduce que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que
sea, no excede, ni puede exceder, de los límites de las convenciones generales, y que
todo hombre puede disponer plenamente de lo que por virtud de esas convenciones le
han dejado de sus bienes y de su libertad. De suerte que el soberano no tiene jamás
derecho de pesar sobre un súbdito más que sobre otro, porque entonces, al adquirir el
asunto carácter particular, hace que su poder deje de ser competente.
Una vez admitidas estas distinciones, es preciso afirmar que es falso que en el contrato
social haya de parte de los particulares ninguna renuncia verdadera; pues su situación,
por efecto de este contrato. es realmente preferible a la de antes, y en lugar de una
enajenación no han hecho sino un cambio ventajoso, de una manera de vivir incierta y
precaria, por otra mejor y más segura; de la independencia natural, por la libertad; del
poder de perjudicar a los demás, por su propia seguridad, y de su fuerza, que otros
podrían sobrepasar, por un derecho que la unción social hace invencible. Su vida misma,
que han entregado al Estado, está continuamente protegida por él. Y, cuando la exponen
por su defensa, ¿qué hacen sino devolverle lo que de él han recibido? ¿Qué hacen que
no hiciesen más frecuentemente y con más peligro en el estado de naturaleza, cuando, al
librarse de combatientes inevitables, defendiesen con peligro de su vida lo que les sirve
para conservarla?. Todos tienen que combatir, en caso de necesidad, por la patria, es
cierto; pero, en cambio, no tiene nadie que combatir por sí. ¿Y no se va ganando, al
arriesgar por lo que garantiza nuestra seguridad, una parte de los peligros que sería
preciso correr por nosotros mismos tan pronto como nos fuese aquélla arrebatada?
[4]Atentos lectores: no es apresuréis, os lo ruego, a acusarme aqde contradicción. No
he podido evitarlo en los términos, dada la pobreza de la lengua: mas esperad.

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