Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto por la naturaleza
del acto, que la menor modificación las haría vanas y de efecto nulo; de suerte que, aun
cuando jamás hubiesen podido ser formalmente enunciadas, son en todas partes las
mismas y doquiera están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, una vez violado
el pacto social, cada cual vuelve a la posesión de sus primitivos derechos y a recobrar su
libertad natural, perdiendo la convencional, por la cual renunció a aquélla.
Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la
enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad; porque,
en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos, y
siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás.
Es más: cuando la enajenación se hace sin reservas, la unión llega a ser lo más perfecta
posible y ningún asociado tiene nada que reclamar, porque si quedasen reservas en
algunos derechos, los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese
fallar entre ellos y el público, siendo cada cual su propio juez en algún punto, pronto
pretendería serlo en todos, y el estado de naturaleza subsistiría y la asociación advendría
necesariamente tiránico o vana.
En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado, sobre
quien no se adquiera el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el
equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene.
Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos encontramos con
que se reduce a los términos siguientes: "Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros
recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo." Este acto produce
inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y
colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de
este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que
así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad
[5] y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros
Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus
semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se
llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y
súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden
frecuentemente y se toman unos por otros; basta con saberlos distinguir cuando se
emplean en toda su precisión.
[5] El verdadero sentido de esta palabra se ha perdido casi por completo modernamente:
la mayor parte toman una aldea por una ciudad y un burgués por un ciudadano. No saben
que las casas forman la aldea: pero que los ciudadanos constituyen la ciudad. Este mismo
error costó caro en otro tiempo a los cartagineses. No he leído que el título de cives haya
sido dado nunca al súbdito de un príncipe, ni aun antiguamente a los macedonios, ni en
nuestros días a los ingleses. aunque se hallen más próximos a la libertad que los demás.
Tan sólo los franceses toman todos familiarmente este nombre de ciudadanos. porque no
tienen una verdadera idea de él. como puede verse en sus diccionarios, sin lo cual
caerían, al usurparlo, en el delito de ¡esa majestad; este nombre, entre ellos, expresa una
virtud y no un derecho. Cuando Bodino ha querido hablar de nuestros ciudadanos y
burgueses, ha cometido un error tomando a unos por otros. N. d'Alembert no se ha
equivocado, y ha distinguido bien, en su, artículo Genéve las cuatro clases de hombres —
hasta cinco, contando a los extranjeros— que se encuentran en nuestra ciudad, y de las
cuales solamente dos componen la República. Ningún otro autor francés, que yo sepa, ha
comprendido el verdadero sentido de la palabra ciudadano.