La intencionalidad del individuo reside en los lóbulos frontales, y éstos son cruciales para la
consciencia superior, para el juicio, para la imaginación, para la empatía, para la identidad, para
el «alma». Así lo prueba el famoso caso de Phineas Gage, un capataz del ferrocarril al que, en
1848, una pieza de hierro de dos pies le atravesó los lóbulos frontales cuando estalló la carga
explosiva que estaba colocando. Pese a que Gage conservó su inteligencia tanto como su
capacidad para moverse, hablar y ver, experimentó otros cambios profundos. Se hizo imprudente
y falto de previsión, impulsivo, irreverente; ya no podía hacer planes o pensar en el futuro; y para
aquellos que lo habían conocido antes, «ya no era Gage». Se había perdido a sí mismo, la parte
más central de su ser, y (como sucede con todos los pacientes con daños severos en los lóbulos
frontales) él no lo sabía.
Tal «anosognosia», como se denomina, es a la vez una gracia (tales pacientes no sufren, ni
se angustian, ni lamentan su pérdida), y un problema importante, pues reduce la comprensión y
la motivación, y hace mucho más difíciles los intentos de remediar esta situación.
Goldberg también hace énfasis en que, debido a la singular riqueza de las conexiones de los
lóbulos frontales con diferentes partes del cerebro, otras situaciones que tienen su patología
primaria en otra parte, incluso en la subcorteza, pueden evocar o presentarse como disfunciones
del lóbulo frontal. Así, la inercia del parkinsonismo, la impulsividad del síndrome de Tourette, la
tendencia a la distracción del ADHD, la perseveración del OCD, la falta de empatía o «teoría de
la mente» en el autismo o la esquizofrenia crónica, todo esto puede entenderse en gran parte,
piensa Goldberg, como debido a resonancias, a perturbaciones secundarias en la función de los
lóbulos frontales. Se aporta mucha evidencia a favor de esto, procedente no sólo de la prueba y la
observación clínica sino de los últimos resultados en la imagen funcional del cerebro, y las ideas
de Goldberg arrojan nueva luz sobre estos síndromes y pueden ser muy importantes en la
práctica clínica.
Mientras que los pacientes con lesiones masivas del lóbulo frontal manifiestan una
inconsciencia de su condición, no sucede esto con los pacientes de Parkinson, síndrome de
Tourette, OCD, ADHD o autismo; de hecho, tales pacientes pueden articular, y a menudo
analizar con gran precisión, lo que les está pasando. De este modo pueden decirnos lo que no
pueden decir los pacientes con patología primaria del lóbulo frontal: qué sienten realmente desde
el interior al tener estas diferencias y caprichos de la función del lóbulo frontal.
Goldberg presenta estas discusiones, que de otro modo podrían ser difíciles o densas, con
gran viveza y humor, y con frecuentes alternancias de narrativa personal. Así, a mitad de su
discusión del comportamiento «dependiente-delcampo», la distracción incontinente tan
característica de quienes sufren daños graves en el lóbulo frontal, Goldberg habla de los perros y
de su comportamiento relativamente «afrontal», en donde «fuera de la vista» es «fuera de la
mente». Pone esto en contraste con el comportamiento de los simios y nos cuenta cómo una vez,
en un viaje a Tailandia, «se hizo amigo y fue correspondido por» un joven gibón macho, la
mascota del propietario de un restaurante en Phuket:
Cada mañana el gibón empezaba a agitar las manos. Todo brazos y un cuerpo pequeño, iniciaba entonces una
breve danza como si fuera una araña, lo que yo, con cierto orgullo, interpretaba como una expresión de
alegría por verme. Pero entonces, pese a su proclividad a jugar sin descanso, se paraba cerca de mí y con
extrema concentración estudiaba los más mínimos detalles de mis ropas: una correa de reloj, un botón, un
zapato, mis gafas (que, en uno de mis momentos de descuido, arrancó de mi cara y trató de comerse).