Libro Segundo
Causas sociales y tipos sociales
Capítulo primero
Método para determinarlos
Los resultados del libro precedente no son puramente negativos. Hemos determinado en él
que para cada grupo social existe una tendencia especifica al suicidio, que nos basta a
explicar la constitución orgánico-sociológica de los individuos y la naturaleza del medio
físico. Por eliminación, resulta que el suicidio debe depender necesariamente de causas
sociales y constituir por esto un fenómeno colectivo. Ciertos hechos examinados,
especialmente las variaciones geográficas y por estaciones del suicidio, nos habían llevado
de un modo expreso a esta conclusión. Esta tendencia es la que ahora debemos estudiar de
cerca.
I
Para llegar a este fin sería lo mejor, a lo que parece, investigar, en primer término, si es
simple y no puede descomponerse, o si, consiste, por el contrario, en una generalidad de
tendencias diferentes, que puede aislar el análisis y que conviene estudiar por separado. En
el segundo caso deberíamos proceder en esta forma: cómo, sea única o no, sólo se la puede
observar a través de los suicidios individuales que la caracterizan, es preciso partir de ellos.
Debe observarse y describirse el mayor número posible, dejando aparte los que revelan
alienación mental. Si encontramos en todos los mismos caracteres esenciales, se los
refundiría en uno solo y de la, misma clase; en la hipótesis contraria, mucho más verosímil,
puesto que son demasiado diversos para no comprender distintas variedades, se constituiría
un cierto número de especies, según sus semejanzas y diferencias. Por cada tipo distinto
que se reconociese, se admitiría una correspondiente corriente suicidógena, cuya causa e
importancia respectiva se trataría en seguida de determinar. Este es el método que hemos,
seguido en el examen sumario del suicidio vesánico.
Desgraciadamente, una clasificación de los suicidios razonados, según sus formas o
caracteres morfológicos, es impracticable, puesto que los documentos necesarios para ella
faltan casi por completo. En efecto, para poder intentarla sería preciso contar con buenas
descripciones de un gran número de casos particulares. Sería también preciso saber en qué
estado psíquico se encontraba el suicida; en el momento de la resolución, cómo preparó la
realización de ella, cómo la ejecutó, si estaba agitado o deprimido, en calma o
entusiasmado, irritado o ansioso... Apenas contamos con datos de este género mas que para
algunos casos de suicidios vesánicos, y gracias a las observaciones recogidas por los
alienistas es por lo que ha sido posible constituir los principales tipos de suicidio
determinados por la locura. Para los demás nos encontramos casi privados de toda
información. Solamente Brierre de Boismont ha ensayado este trabajo descriptivo en 1.328
casos, en que el suicida ha dejado cartas o notas, que el autor resume en su libro. Pero por
lo pronto, este resumen es en extremo sumario. Además, las confidencias que el sujeto nos
hace como consecuencia de su estado, son con frecuencia insuficientes, cuando no
sospechosas. Está demasiado propenso a equivocarse sobre él mismo y sobre la naturaleza
de sus aptitudes, como por ejemplo, si se imagina obrar con sangre fría cuando se encuentra
en la cumbre de la sobreexcitación. Aparte de que estas observaciones no son bastante
objetivas, se refieren a un corto número de casos, para que puedan deducirse de ellas
conclusiones precisas. Se perciben bien algunas líneas muy vagas de demarcación y
sabremos utilizar con provecho las indicaciones que se derivan de ellas, pero son
demasiado poco definidas para servir de base a una clasificación regular. Por lo demás
teniendo en cuenta la manera de producirse la mayor parte de los suicidios, resulta que las
observaciones exactas son casi imposibles.
Por otro camino, sin embargo, podemos llegar al fin propuesto. Bastará con invertir el
orden de nuestras investigaciones. En efecto, sólo puede haber tipos diferentes de suicidios
en cuanto sean diferentes las causas de que dependan. Para que cada uno tenga una
naturaleza propia, se precisan condiciones de existencia peculiares de él. Un mismo
antecedente o un mismo grupo de antecedentes no puede producir ahora una consecuencia
y luego otra, porque entonces la diferencia que distinguiera la segunda de la primera,
carecería ella misma de causa, constituyendo una negación del principio de causalidad.
Toda distinción especifica, comprobada en las causas, implica, pues, una distinción
semejante entre los efectos. En consecuencia, podemos constituir los tipos sociales del
suicidio clasificándolos, no directamente y según sus caracteres previamente descritos, sino
ordenando, las causas que los producen. Sin que nos preocupemos por saber, a qué se debe
la diferencia de los unos y de los otros, investigaremos en seguida cuáles son las
condiciones sociales de que dependen y agruparemos después esas condiciones, según sus
semejanzas y diferencias, en un cierto número de clases separadas, y entonces podremos
tener la seguridad de que a cada una de estas clases habrá de corresponder un tipo
determinado de suicidios. En una palabra, nuestra clasificación, en lugar de ser
morfológica, será, a primera vista, etiológica. Esto no constituye una inferioridad, pues se
penetra mucho mejor la naturaleza de un fenómeno cuando se sabe su causa, que cuando se
conocen sus caracteres, aun los más esenciales.
Es cierto que este método tiene el defecto de pretender diversificar los tipos sin concretarlos
directamente. Puede establecer su naturaleza y su número, pero no sus caracteres
distintivos. Este inconveniente puede obviarse, en cierta medida al menos. Una vez que nos
sea conocida la naturaleza de las causas, podemos ensayar la deducción de ellas de la
naturaleza de los efectos, que, por este medio, se encontrarán caracterizados y clasificados
de golpe, puesto que bastará con el hecho de referirlos a sus respectivos orígenes. Es verdad
que si esta deducción no fuese guiada por los hechos, correría el riesgo de perderse en
combinaciones de pura fantasía. Podemos, sin embargo, esclarecerla, con la ayuda de
algunos datos de que disponemos sobre la morfología de los suicidios. Estas informaciones,
por sí solas, resultan demasiado incompletas, y demasiado inciertas para que puedan
ofrecemos un principio de clasificación, pero podrán utilizarse una vez que se establezcan
los cuadros de esta clasificación. Nos mostrarán, además, el sentido en que deba dirigirse la
deducción, y, por los ejemplos que nos proporcionen, podremos estar seguros de que las
especies así constituidas no son imaginarias. De este modo, de las causas descenderemos a
los efectos, y nuestra clasificación etiológica será completada con una clasificación
morfológica que servirá para comprobar la primera, y viceversa.
Desde todos los puntos de vista, este método invertido es el único conveniente para la
resolución del problema que nos hemos planteado. No hay que olvidar que lo que nosotros
estudiamos es la cifra social de los suicidios. Los únicos tipos que deben interesamos son
los que contribuyen a formada y hacerla variar. Ahora bien, no está probado que todas las
modalidades de las muertes voluntarias tengan esta propiedad. Hay algunas que, aun
poseyendo cierto grado de generalidad, no están relacionadas con el temperamento moral
de la sociedad o no lo están lo bastante para entrar en calidad de elemento característico en
la formación de la especial fisonomía que cada pueblo presenta desde el punto de vista del
suicidio. Así, ya hemos observado que el alcoholismo no es un factor del que dependa la
actitud peculiar de cada sociedad, y, sin embargo, es evidente que hay suicidios alcohólicos
y en gran número. No es, por lo tanto, una descripción de casos particulares, por bien hecha
que esté, la que podrá enseñamos cuáles son aquellos que tienen un carácter sociológico. Si
se quiere saber de qué distintas confluencias resulta el suicidio, considerado como
fenómeno social, es en su forma colectiva, es decir, a través de los datos estadísticos, como
hay que considerarlo desde el primer momento. Es preciso tomar como objeto directo del
análisis la cifra social, e ir del todo a las partes. Claro es que sólo puede esta cifra ser
analizada en relación con las diferentes causas de que depende, puesto que las unidades por
cuya adición se ha formado, son en sí mismas homogéneas y no se distinguen
cualitativamente. Es necesario que nos dediquemos sin tardanza a la determinación de esas
causas, para investigar en seguida su forma de repercusión en los individuos.
II
¿Estas causas cómo podrán investigarse?
En las diligencias judiciales que se practican cada vez que se comete un suicidio, se anota
el motivo (disgustos de familia, dolor físico o de otra clase, remordimientos o embriaguez,
etcétera) que parece haber sido la causa determinante, y en los resúmenes estadísticos de
casi todos los países se halla un cuadro especial en que los resultados de estas
informaciones se consignan bajo este titulo: “Motivos presuntos de los suicidios”. Parece
lógico que, aprovechando este trabajo ya hecho, comencemos nuestra investigación
comparando estos documentos. Ellos nos indican, al parecer, los antecedentes inmediatos
de los distintos suicidios. Para comprender el fenómeno que estudiamos, no es un buen
método el de remontarnos, por lo pronto, a sus causas más próximas, sino a condición de
ascender más en la serie de los fenómenos, cuando la necesidad de ello se haga sentir.
Como indicaba Wagner hace ya tiempo, la que se llama estadística de los motivos del
suicidio es, en realidad, la estadística de las opiniones que se forman de estos motivos los
agentes, frecuentemente subalternos, encargados del servicio de información. Se sabe que,
por desgracia, las comprobaciones oficiales son a menudo defectuosas, aun cuando se
refieran a hechos materiales y ostensibles que todo observador consciente puede
sorprender, y que no dejan lugar alguno a la interpretación; por eso deben mirarse con
suspicacia, cuando se proponen como objeto, no el de registrar sencillamente un hecho
ocurrido, sino el de interpretado y explicarlo. Siempre es un problema difícil el de
determinar la causa de un fenómeno, y necesita el sabio de toda clase de observaciones y
experiencias para resolver uno solo de estos problemas. De todos los fenómenos, las
voliciones humanas son los más complejos, y por ello es fácil concebir lo que pueden valer
estos juicios improvisados que con unos cuantos datos, apresuradamente recogidos,
pretenden asignar a cada caso particular un origen definido. En seguida que se, cree
10
Séneca celebra el suicidio de Catón como el triunfo de la voluntad humana sobre las cosas. (V. De Prov., 2, 9, y Ep., 71,
16.)
11
Morselli, p. 445-446.
12
V. Lisle, op. cit., p. 94.
Libro tercero
El suicidio como fenómeno social en general
Capítulo primero
El elemento social del suicidio
Ahora que conocemos los factores en virtud de los que varía el porcentaje social de los
suicidios, podemos precisar la naturaleza de la realidad a que corresponde y que expresa
numéricamente.
I
Las condiciones individuales, de las que se podría a priori suponer que depende el suicidio,
son de dos clases.
Tenemos, por lo pronto, la situación exterior en que se encuentra colocado el agente. Los
hombres que se matan, o han sufrido disgustos de familia o decepciones de amor propio, o
han sido víctimas de la miseria o de la enfermedad, o tienen que reprocharse alguna falta
moral, etc., etc. Pero ya hemos visto que estas particularidades individuales no podrían
duplicar el porcentaje social de los suicidios; porque éste varía en proporciones
considerables, mientras que las diversas combinaciones de circunstancias que sirven
también de antecedentes inmediatos a los suicidios particulares, guardan poco más o menos
la misma relativa frecuencia. Y es porque ellas no son las causas determinantes del acto a
que preceden. El papel importante que desempeñan en la deliberación, no es una prueba de
su eficacia. Se sabe en efecto, que las deliberaciones humanas, tales como se ofrecen a la
conciencia refleja, no son, a menudo más que pura fórmula y no tienen otro objeto que
corroborar una solución ya tomada, por razones que la conciencia no conoce.
Por otra parte, las circunstancias que pasan como causa del suicidio, porque le acompañan
con bastante frecuencia, son casi infinitas en número. Uno se mata en la abundancia, otro
en la pobreza; uno era desgraciado en su pagar, otro acababa de romper por el divorcio un
casamiento que lo hacia infortunado. Aquí, un soldado renuncia a la vida a consecuencia de
haber sido castigado por una falta que no cometió, allí un criminal cuyo delito ha quedado
impune se mata. Los más diversos acontecimientos de la vida y hasta los más
contradictorios pueden igualmente servir de pretexto al suicidio. Pero ninguno de ellos es
su causa especifica. ¿Podríamos al menos atribuir esta causalidad a los caracteres que son
comunes a todos? ¿Existen estos caracteres? Todo lo más que puede decirse es que
consisten en contrariedades, en disgustos, pero sin que sea posible determinar que
intensidad debe alcanzar el dolor para tener esta trágica consecuencia. No hay descontento
en la vida, por insignificante que sea, del que se puede decir por adelantado que no podrá
en ningún caso hacer la existencia intolerable: no hay tampoco ninguno que necesariamente
produzca este efecto. Veremos algunos hombres resistir espantosos dolores, mientras otros
se suicidan con ligeras molestias. Y, por otra parte, hemos señalado que los individuos que
más sufren no son los que más se matan. Es más bien el excesivo bienestar el que arma el
hombre contra sí mismo. Es en las épocas y en las clases donde la vida es menos ruda,
donde se deshacen de ella más fácilmente. Al menos, si verdaderamente sucede que la
situación personal de la víctima es la causa eficiente de su resolución, ocurre así en casos
ciertamente muy raros y, por consiguiente, no se sabría explicar por ellos el porcentaje
social de los suicidios.
Resulta, también, que los mismos que han atribuido la mayor influencia a las condiciones
individuales, las han buscado menos en los incidentes exteriores que en la naturaleza
intrínseca del sujeto, es decir, en su constitución biológica y entre las concomitancias
físicas de que depende. El suicidio ha sido presentado como el producto de cierto
temperamento, como un episodio de la neurastenia, sometido a la acción de los mismos
factores que ella. Más nosotros no hemos descubierto ninguna relación inmediata y regular
entre la neurastenia y el proceso social de los suicidios. Hasta sucede que estos dos hechos
varían en razón inversa el uno del otro y que el uno está en su mínimo en el mismo
momento y en los mismos lugares en que el otro alcanza su máximo. No hemos encontrado
mayores relaciones definidas entre el movimiento de los suicidios y los estados del medio
físico que se reputan como de más fuerte influencia sobre el sistema nervioso, como la raza,
el clima, la temperatura. Es que, si el neurópata puede en ciertas condiciones, manifestar
alguna disposición por el suicidio, no está predestinado necesariamente a matarse; y la
acción de los factores cósmicos no basta para determinar en este sentido preciso las
tendencias muy generales de su naturaleza.
Completamente distintos son los resultados que hemos obtenido cuando, dejando de lado al
individuo, hemos buscado en la naturaleza de las sociedades mismas, las causas de la
aptitud que cada una de ellas tiene por el suicidio. Tan equivocadas y dudosas eran las
relaciones del suicidio con los hechos del orden biológico y del orden físico, como son
inmediatas y constantes con ciertos estados del medio social. Esta vez nos hemos
encontrado, por fin, en presencia de verdaderas leyes, que nos han permitido ensayar una
clasificación metódica de los tipos de suicidios. Las causas sociológicas que hemos
determinado así, nos han explicado hasta estas consecuencias diversas que se han atribuido
a menudo a la influencia de causas materiales y donde se ha querido ver una prueba de esta
influencia. Si la mujer se mata mucho menos que el hombre, es porque participa mucho
menos que él en la vida colectiva; y siente, pues, menos fuertemente su influencia, buena o
mala. Lo mismo ocurre con el viejo y el niño, aunque por otras razones. En fin, si el
suicidio crece de enero a junio, para disminuir en seguida, es que la actividad social pasa
por las mismas variaciones de estación. Es, pues, natural que los diferentes efectos que ella
produce, estén sometidos al mismo ritmo y, por consecuencia, sean más; marcados durante
el primero de estos dos períodos, y el suicidio es uno de ellos.
De todos estos hechos resulta que la cifra social de los suicidios no se explica más que
sociológicamente. Es la constitución moral de la sociedad la que fija en cada instante el
contingente de las muertes voluntarias. Existe pues, para cada pueblo una fuerza colectiva,
de una energía determinada, que impulsa a los hombres a matarse. Los actos que el paciente
lleva a cabo y que, a primera vista, parecen expresar tan sólo su temperamento personal,
son, en realidad, la consecuencia y prolongación de un estado social, que ellos manifiestan
exteriormente.
Así se encuentra resuelta la cuestión que nos hemos planteado al principio de este trabajo.
No es una metáfora decir que cada sociedad humana tiene para el suicidio una aptitud más
o menos pronunciada; la expresión se funda en la naturaleza de las cosas. Cada grupo social
tiene realmente por este acto una inclinación colectiva que le es propia y de la que proceden
las inclinaciones individuales; de ningún modo nace de éstas. Lo que la constituye son esas
corrientes de egoísmo, de altruismo y de anomia que influyen en la sociedad examinada
con las tendencias a la melancolía lánguida o al renunciamiento colectivo o al cansancio
exasperado, que son sus consecuencias. Son esas, tendencias de la colectividad las que,
penetrando en los individuos, los impulsan a matarse. En cuanto a los acontecimientos
privados, que pasan generalmente por ser las causas próximas del suicidio, no tienen otra
acción que la que les prestan las disposiciones morales de la víctima, eco del estado moral
de la sociedad. Para explicarse su despego de la existencia, el individuo se basa en las
circunstancias que le envuelven más inmediatamente; encuentra la vida triste, porque él es
triste.
Sin duda, en cierto sentido, su tristeza le viene de fuera, pero no de tal o cual incidente de
su carrera, sino del grupo de que forma parte. He aquí porque no hay nada que no puede
servir de causa ocasional al suicidio. Todo depende de la intensidad con que las causas
suicidógenas han actuado sobre el individuo.
II
Por otra parte, la constancia de la cifra social de los suicidios, bastaría por sí sola para
demostrar la exactitud de esta conclusión. Si, por razón de método hemos creído un deber
reservado hasta ahora, el problema de hecho, no tiene otra solución.
Cuando Quetelet llamó la atención de los filósofos
1
sobre la sorprendente regularidad con
que ciertos fenómenos sociales se repiten durante períodos idénticos de tiempo, creyó poder
dar cuenta de ello por su teoría del hombre medio, que ha quedado por otra parte, como la
única explicación sistemática de esta notable propiedad. Según él, hay en cada sociedad un
tipo determinado que la generalidad de los individuos, reproduce más o menos exactamente
y del cual tan sólo tiende a apartarse la minoría, bajo la influencia de causas perturbadoras.
Hay, por ejemplo, un conjunto de caracteres físicos y morales que presentan la mayoría de
los franceses, pero que no se encuentran en el mismo grado en los italianos o en los
alemanes y recíprocamente. Como, por definición, esos caracteres son, con mucho, los más
extendidos, los actos que de ellos derivan son, con mucho también, los más numerosos; y
los que forman las grandes agrupaciones. Los que, por el contrario, están determinados por
propiedades divergentes, son relativamente raros, como estas propiedades mismas, son
raras. Por otra parte, sin ser absolutamente inmutable, este tipo general varía con mucha
más lentitud que un tipo individual, porque le es mucho más difícil cambiar en masa a una
sociedad que a uno o a algunos individuos en particular. Esta constancia se comunica
naturalmente a los actos que se derivan de los atributos característicos de ese tipo: los
primeros permanecen los mismos en cantidad y calidad, mientras no cambien los segundos,
y, como estas mismas maneras de obrar son también las más usadas, es inevitable que la
constancia sea ley general de las manifestaciones de la actividad humana que registra la
estadística. En efecto, el estadístico lleva la cuenta de todos los hechos de la misma especie
que pasan en el seno de una sociedad determinada. Puesto que la mayor parte de ellos
permanecen invariables, en tanto que el tipo general de la sociedad no cambia, y puesto
que, de otra parte cambia difícilmente, los resultados de los censos estadísticos deben
forzosamente continuar iguales durante series de años consecutivos, bastante largas. En
cuanto a los hechos que derivan de los caracteres particulares y de los accidentes
individuales, no están sujetos, es cierto, a la misma regularidad; por esto la constancia no es
siempre absoluta. Pero son la excepción: porque la invariabilidad es la regla, mientras que
el cambio es excepcional.
Quetelet ha dado a este tipo general el nombre de tipo medio, porque se obtiene casi
exactamente tomando la medida aritmética de los tipos individuales. Por ejemplo, si
después de haber determinado todas las tallas en cierta sociedad se hace la suma de ellas y
se la divide por el número de los individuos medidos, el resultado obtenido expresa, con un
grado de aproximación muy insuficiente, la talla más general.
Porque se puede admitir que las desviaciones por más o por menos, los enanos y los
gigantes, son de un número casi igual. Se compensan los unos a los otros; se anulan
mutuamente y, por consiguiente, no afectan al cociente.
La teoría parece muy sencilla. Pero, por lo pronto, no puede ser considerada como una
explicación más que si permite comprender el porqué el tipo medio se realiza en la
generalidad de los individuos. Para que continúe idéntico a sí mismo cuando cambian, es
preciso que, en cierto sentido, sea independiente de ellos; y, sin embargo, hace falta
también que haya algún camino por donde pueda insinuarse en ellos. Es cierto que la
cuestión deja de serlo si se admite que se confunde con el tipo étnico. Porque los elementos
constitutivos de la raza, teniendo sus orígenes fuera del individuo, no están sometidos a las
mismas variaciones que él; y, no obstante, es en él y sólo en él donde se realizan. Se
concibe, pues, muy bien que ellos penetren los elementos propiamente individuales y hasta
que les sirvan de base. Sólo que, para que esta explicación pueda convenir al suicidio, sería
preciso que la tendencia que arrastra al hombre a matarse dependiese estrechamente de la
raza; y ya sabemos que los hechos son contrarios a esta hipótesis. ¿Se dirá que el estado
general del medio social, siendo el mismo para la mayor parte de los particulares, los afecta
casi a todos de la misma manera y, por consiguiente, les imprime en parte una misma
fisonomía? Pero el medio social está esencialmente hecho de ideas, de creencias, de
costumbres, de tendencias comunes. Para que puedan impregnar de ese modo a los
individuos, es preciso que ellas existan de alguna manera independientemente de ellos; y
entonces está cercana la solución que hemos propuesto. Porque se admite implícitamente
que existe una tendencia colectiva al suicidio de la que proceden las tendencias individuales
y todo el problema consiste en saber en qué consiste y cómo actúa.
Pero hay más; de cualquier manera que se explique la generalidad del hombre medio, no
podría, en ningún caso, esta concepción dar cuenta de la regularidad con que se reproduce
la cifra social de los suicidios. En efecto, por definición, los únicos caracteres que ese tipo
puede comprender son los que se encuentran en la mayor parte del pueblo. Y el suicidio es
el hecho de una minoría. En los países donde está más desarrollado, se cuentan todo lo más
300 ó 400 casos por millón de habitantes. La energía que el instinto de conservación guarda
en el tipo medio humano, lo excluye radicalmente; el hombre medio no se mata. Mas
entonces, si la tendencia a matarse es una rareza y una anomalía, es completamente ajena al
tipo medio, y, por consiguiente, un conocimiento, aun siendo profundo, de este último, está
muy lejos de ayudarnos a comprender cómo sucede que el número de suicidios es constante
para una misma sociedad, y no podrá ni aun explicamos por qué hay suicidios. La teoría de
Quetelet reposa, en definitiva, sobre una observación inexacta. El consideraba como
establecido que la constancia no se observa sino en las manifestaciones más generales de la
actividad humana, y se encuentra en el mismo grado, en las manifestaciones esporádicas,
que no tienen lugar mas que sobre puntos aislados y raros del campo social. Creía haber
respondido a todos los desiderata haciendo ver cómo, en rigor, se podía hacer inteligible la
invariabilidad de lo que no es excepcional; pero la excepción misma tiene su invariabilidad,
que no es inferior a ninguna otra. Todo el mundo muere; todo organismo vivo está
constituido de tal suerte, que no puede dejar de disolverse. Por el contrario, muy poca gente
se mata; en la inmensa mayoría de los hombres no hay nada que les incline al suicidio. Y,
sin embargo, el porcentaje de los suicidios es todavía más constante que el de la mortalidad
en general. No hay, pues, entre la difusión de un carácter y su permanencia, la estrecha
solidaridad que admitía Quetelet.
Por otra Parte, los resultados a que conduce su propio método confirman esta conclusión.
En virtud de su principio, para calcular la intensidad de un carácter cualquiera del tipo
medio, precisaría dividir la suma de los hechos que lo manifiestan en el seno de la sociedad
considerada, por el número de los individuos aptos para producirlos. Así, en un país como
Francia, donde durante largo tiempo no ha habido más de 150 suicidios por millón de
habitantes, la intensidad media de la tendencia al suicidio sería explicada por la relación
150/1.000.000 = 0,00015; y en Inglaterra, donde no hay más que 80 casos para la misma
población, esta relación sólo sería de 0,00008. Habría, pues, en el individuo medio una
tendencia a matarse de esta magnitud. Pero tales cifras son prácticamente iguales a cero.
Una inclinación tan débil está de tal modo alejada del acto, que puede ser considerada como
nula. No tiene fuerza suficiente para poder, por sí sola, determinar un suicidio. No es, pues,
la generalidad de tal tendencia la que ha de hacer comprender por qué se cometen
anualmente tantos suicidios en una u otra de esas sociedades.
Y aun esta evaluación está infinitamente exagerada. Quetelet no ha llegado a ella mas que
adjudicando arbitrariamente al promedio de los hombres cierta afinidad por el suicidio y
estimando la energía de esta afinidad según manifestaciones que no se observan en el
hombre medio, sino tan sólo en un pequeño número de sujetos excepcionales. Se ha usado
así del anormal para determinar el normal. Es cierto que Quetelet creía escapar a la
objeción haciendo observar que los casos anormales, teniendo lugar tanto en un sentido
como en el contrario, se compensan y se borran mutuamente. Pero esta compensación sólo
se realiza para caracteres que, en diversos grados, se encuentran en todo el mundo, como,
por ejemplo, la talla. Se puede creer, en efecto, que los individuos excepcionalmente chicos
son casi tan numerosos como los otros. El promedio de estas tallas exageradas debe ser
notoriamente igual a la talla ordinaria; por consiguiente, esta es la única a que corresponde
el cálculo. Pero es lo contrario lo que tiene lugar cuando se trata de un hecho excepcional
por naturaleza, como la tendencia al suicidio; en este caso, el procedimiento de Quetelet
sólo puede introducir en el tipo medio artificialmente un elemento que está fuera del
promedio. Sin duda, como acabamos de ver, no lo encuentra sino extremadamente diluido,
precisamente porque el número de individuos entre los que está fraccionado es muy
superior a lo que debiera. Pero si el error es prácticamente de poca importancia, no deja de
existir.
En realidad, lo que expresa la relación calculada por Quetelet es sencillamente la
probabilidad que hay para un hombre, perteneciente a un grupo social determinado, se mate
en el curso del año. Si, para una población de 100.000 almas se dan anualmente quince
suicidios, se puede deducir que hay quince probabilidades sobre 100.000 para que un
individuo cualquiera se suicide durante esta misma unidad de tiempo. Pero esta
probabilidad no nos da de ningún modo la medida de la tendencia media al suicidio, ni
puede servir para probar que esta tendencia existe. El hecho de que un tanto por ciento de
individuos se den la muerte, no implica que los otros estén expuestos a ella en un grado
cualquiera, y no puede enseñarnos nada relativo a la naturaleza y a la intensidad de las
causas que determinan al suicidio
2
.
La teoría del hombre medio no resuelve el problema. Considerémosle de nuevo y veamos
bien cómo se plantea. Los suicidas son una ínfima minoría dispersa en los cuatro puntos
cardinales: cada uno de ellos lleva a cabo un acto separadamente, sin saber que otros hacen
lo mismo por su parte; y, sin embargo, en tanto que la sociedad no cambia, el número de los
suicidios es el mismo. Es preciso, pues, que todas esas manifestaciones individuales, por
independientes que aparezcan las unas de las otras, sean en realidad el producto de una
misma causa o de un mismo grupo de causas, que dominen sobre los individuos. Porque de
otro modo, ¿cómo explicar que cada año todas esas voluntades particulares, que se ignoran
mutuamente, vengan, en número equivalente, a parar al mismo resultado? No actúan, a lo
menos por regla general, las unas sobre las otra; no hay entre ellas ningún concierto; y, sin
embargo, todo sucede como si maniobrasen por una orden. Y es, pues, porque en el medio
común que las envuelve existe alguna fuerza que las inclina a todas en ese mismo sentido, y
cuya intensidad, más o menos grande, produce el número, mayor o menor, de los suicidios
particulares. Los efectos por los que esta fuerza se revela no varían según los medios
orgánicos y cósmicos, sino exclusivamente según el estado del medio social. Es, pues,
colectiva. Dicho de otro modo: cada pueblo tiene colectivamente por el suicidio una
tendencia que le es propia y de la que depende la importancia del tributo que paga a la
muerte voluntaria.
De este punto de vista, la invariabilidad del porcentaje de los suicidios no tiene nada de
misteriosa, como tampoco su individualidad. Porque, como cada sociedad tiene su
temperamento, que no puede cambiar de un día a otro, y como esta tendencia al suicidio
encuentra su origen en la constitución moral delos grupos, es inevitable que difiera de un
grupo a otro, y que, en cada uno de ellos permanezca, durante largos años, notablemente
igual a sí misma. Es uno de los elementos esenciales de la cenestesia social; y en los seres
colectivos, como en los individuos, el estado cenestésico es lo que hay más personal e
inmutable, porque no existe nada tan fundamental. Pero entonces los efectos que de él
resultan deben tener la misma personalidad y la misma estabilidad. Hasta es natural que
ofrezcan una constancia superior a la de la mortalidad general. Porque la temperatura, las
influencias climatológicas y geológicas; en una palabra, las condiciones diversas de que
depende la salud pública, cambian mucho más fácilmente de un año a otro que el humor de
los pueblos.
Hay, sin embargo, una hipótesis, diferente en apariencia a la que precede, que podría tentar
a algunos espíritus. Para resolver la dificultad, ¿no bastaría con suponer que los diversos
incidentes de la vida privada que pasan por ser las causas determinantes del suicidio por
excelencia, vuelven regularmente cada año, en las mismas proporciones? Todos los años, se
dirá
3
, hay casi el mismo número de matrimonios desgraciados, de quiebras, de ambiciones
fracasadas, de miseria, etc. No es necesario imaginar que los hombres ceden a una fuerza
que los domina: basta suponer que, ante las mismas circunstancias, razonan, en general, del
mismo modo.
Pero sabemos que estos acontecimientos individuales, si preceden generalmente a los
suicidios, no son realmente sus causas. Más aún, no hay desgracias en la vida que
determinen al hombre necesariamente a matarse, si no está inclinado a hacerlo por otra
causa. La regularidad con que pueden reproducirse esas diversas circunstancias no bastará
para explicar el suicidio. Además, cualquiera que sea la influencia que se les atribuya, tal
solución no haría, en todo caso, más que cambiar de lugar el problema, sin resolverlo.
Porque es preciso hacer comprender por qué estas situaciones desesperadas se repiten
idénticamente cada año, siguiendo una ley propia de cada país. ¿Cómo es que, para una
misma sociedad, que se supone estacionaria, hay siempre un número equivalente de
familias desunidas, de ruinas económicas, etc.? Este turno regular de los mismos
acontecimientos, según proporciones constantes, para un mismo pueblo, aunque muy
diversas de un pueblo a otro, sería inexplicable si no hubiese en cada sociedad corrientes
definidas, que arrastran a los habitantes con una fuerza determinada a las aventuras
comerciales e industriales, a prácticas de toda especie propicias a perturbar a las familias,
etc. Ahora bien; esto es volver, bajo una forma apenas diferente, a la hipótesis misma de
que se creía haber prescindido
4
.
III
Pero apliquémonos a comprender bien el sentido y el alcance de los términos que acaban de
ser empleados.
De ordinario, cuando se habla de tendencias o de pasiones colectivas, Se está inclinado a no
ver en esas excepciones más que metáforas y maneras de hablar, que no designan nada real,
salvo una especie de promedio entre cierto número de estados individuales. Se rehúsa
considerarlas como cosas, como fuerzas sui géneris, que dominan las conciencias
particulares. Tal es, sin embargo, su naturaleza; y esto es lo que la estadística del suicidio
demuestra brillantemente
5
. Los individuos que componen una sociedad cambian de un año
a otro; y, sin embargo, el número de los suicidios es igual, en tanto que la sociedad misma
no cambia. La población de París se renueva con una extrema rapidez; sin embargo, la parte
de París en el conjunto de los suicidios franceses continúa siendo constante. Aunque
algunos años bastan para que el efectivo del ejército esté enteramente transformado, el
porcentaje de los suicidios militares no varía, para una misma nación, sino con una extrema
lentitud; en todos los países, la vida colectiva evoluciona según el mismo ritmo en el curso
del año: crece de enero a julio para menguar luego. Así, aunque los miembros de las
diversas sociedades europeas pertenezcan a tipos medios muy diferentes los unos de los
otros, las variaciones por estación y por meses de los suicidios, tienen lugar en todas partes,
siguiendo idéntica ley. Del mismo modo, cualquiera que sea la diversidad de los humores
individuales, la relación entre la aptitud de los casados para el suicidio y la de los viudos y
viudas, es exactamente la misma en los grupos sociales más diferentes, por la sola razón de
que el estado moral de la viudez sostiene en todas partes la misma relación con la
constitución moral propia al matrimonio. Las causas que fijan el contingente de las muertes
voluntarias para una sociedad o una parte de sociedad determinada, deben ser, pues,
independientes, de los individuos, puesto que guardan la misma intensidad cualesquiera que
sean los sujetos particulares sobre los que se ejerce su acción. Se dirá que es el género de
vida el que, siempre el mismo, produce los mismos efectos. Sin duda, pero un género de
vida es alguna cosa y es preciso que se explique su constancia. Si se mantiene invariable,
cuando sin cesar se producen cambios en las existencias de los que lo practican, es
imposible que proceda de ellos toda su realidad.
Se ha creído eludir la consecuencia haciendo observar que esta continuidad misma era la
obra de los individuos y que, por consiguiente, para dar cuenta de ella no era necesario
prestar a los fenómenos sociales una especie de trascendencia en relación con la vida
individual. En efecto, se ha dicho, “una cosa social cualquiera, una palabra de una lengua,
un rito de una religión, un secreto de un oficio, un procedimiento de un arte, un artículo de
una ley, una máxima de moral se trasmite y pasa de un individuo, pariente, amigo, vecino o
camarada, a otro individuo”
6
.
Sin duda que, si sólo se tratara de hacer comprender cómo, de un modo general, una idea o
un sentimiento pasa de una generación a otra, cómo el recuerdo no se pierde, esta
explicación podría, en rigor, ser considerada como suficiente
7
.
Pero la transmisión de hechos como el suicidio y, más generalmente, como los actos de
toda especie, sobre los que nos informa la estadística moral, presenta un carácter muy
particular, del que no se puede dar cuenta con esa facilidad. Ella alcanza, no solamente al
conjunto de cierta manera de hacer, sino al número de casos en que, esta manera de hacer
es concretada. No solamente hay suicidios todos los años, sino que, por regla general, cada
año hay tantos como en el precedente. El estado de espíritu que determina a los hombres a
matarse no se transmite pura y sencillamente, sino que, cosa aun más notable, se transmite a
un número igual de individuos colocados todos en las condiciones necesarias para que lo
traduzcan en acto.
¿Cómo es ello posible si sólo hay individuos en potencia? En sí mismo el número no puede
ser objeto de ninguna transmisión directa. La gente de hoy no ha aprendido de la de ayer,
cuál es el importe de la contribución que debe pagar al suicidio; y, sin embargo, satisfará, si
las circunstancias no cambian, exactamente el mismo.
¿Será preciso imaginar que cada suicida ha tenido por iniciador y por maestro, de alguna
manera, a una de las víctimas del año precedente de la que es como un heredero moral?
Con esta sola condición es posible concebir que la cifra social de los suicidios pueda
perpetuarse por medio de tradiciones inter-individuales. Como la cifra total no puede
trasmitirse en bloque, es preciso que las unidades de que se forma se trasmitan una por una.
Cada suicida debería, pues, haber recibido su tendencia de alguno de sus predecesores y
cada suicidio sería como el eco de un suicidio anterior. Pero no hay un hecho que autorice a
admitir esta especie de filiación personal entre cada uno de los acontecimientos morales
que la estadística registra en un año, y un acontecimiento similar del año precedente. Es
completamente excepcional, como hemos demostrado más arriba, que un acto así sea
sugerido por otro acto de la misma naturaleza. Por otra parte, ¿por qué estos cambios
tendrían lugar regularmente de un año a otro? ¿Por qué el hecho generador emplearía un
año en producir su semejante? ¿Por qué, en fin, no se suscitaría más que una sola y única
copia? Porque es preciso que, por término medio, cada modelo no se reproduzca más que
una vez; de otro modo el total no sería constante. Se nos dispensará que no discutamos con
más extensión una hipótesis tan arbitraria como irrepresentable. Pero si se la separa, si la
igualdad numérica de los contingentes anuales no procede de que cada caso particular
engendre su semejante en el período que sigue, ella sólo puede ser debida a la acción
permanente de cualquier causa impersonal que se cierne por encima de todos los casos
particulares.
Es preciso, pues, tomar los términos al pie de la letra. Las tendencias colectivas tienen una
existencia que les es propia; son fuerzas tan reales como las fuerzas cósmicas, aun cuando
sean de otra naturaleza; actúan igualmente sobre el individuo de fuera, aunque esto ocurra
por otros medios. Lo que permite afirmar que la realidad de las primeras no es inferior a la
de las segundas, es que se prueba de la misma manera, es decir, por la constancia de sus
efectos. Cuando comprobamos que el número de fallecimientos varía muy poco de un año a
otro, nos explicamos esta regularidad diciendo que la mortalidad depende del clima, de la
temperatura, de la naturaleza del suelo, en una palabra, de cierto número de fuerzas
materiales que, siendo independientes de los individuos, permanecen constantes cuando las
generaciones cambian. Por consiguiente, puesto que actos morales como el suicidio se
reproducen con una uniformidad, no solamente igual, sino superior, debemos del mismo
modo admitir que dependen de fuerzas exteriores a los individuos. Sólo que, como esas
fuerzas no pueden ser más que morales y fuera del hombre individual no hay en el mundo
más ser moral que la sociedad, es preciso que sean sociales. Pero, cualquiera que sea el
nombre que se les de, lo que importa es reconocer su realidad y concebirlas como un
conjunto de energías que nos determinan desde fuera a obrar, como hacen las energías
físico químicas, cuya acción sufrimos. De tal modo son cosas sui géneris y no entidades
verbales que se les puede medir y hasta comparar su magnitud relativa, como se hace con la
intensidad de las corrientes eléctricas o de los focos luminosos. Así, esta proposición
fundamental de que los hechos sociales son objetivos, proposición que hemos tenido
ocasión de sentar en otra obra
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, y que consideramos como el principio del método
sociológico, encuentra en la estadística moral, y sobre todo en la del suicidio, una prueba
nueva y particularmente demostrativa. Sin duda, ella choca al sentido común. Pero todas las
veces que la ciencia ha venido a revelar a los hombres la existencia de una fuerza ignorada,
se ha encontrado la incredulidad. Como es preciso modificar el sistema de las ideas
recibidas para dar lugar al nuevo orden de cosas y construir nuevos conceptos, los espíritus
resisten perezosamente. Sin embargo, es preciso entenderse. Si la sociología existe, no
puede ser más que el estudio de un mundo aún desconocido, diferente de los que exploran
las otras ciencias. Y este mundo no es nada si no es un sistema de realidades.
Pero precisamente porque choca con los prejuicios tradicionales, esta concepción ha
provocado objeciones a las que nos es preciso contestar.
En primer lugar, ella implica que las tendencias, así como los pensamientos colectivas, son
de otra naturaleza que las tendencias y las pensamientos individuales; que los primeros
tienen caracteres que no poseen los segundos. Sin embargo, se dirá, ¿cómo es posible,
puesta que en la sociedad sólo hay individuos? Pera, teniendo esta en cuenta, precisaría
decir que no hay nada en la naturaleza viviente más que en la materia bruta, puesta que la
célula está exclusivamente hecha de átomos que no viven. Del mismo modo es muy cierto
que la sociedad no comprende otras fuerzas actuantes que las de los individuos; sólo que
los individuas, al unirse, forman un ser psíquico de una especie nueva que, por
consiguiente, tiene su manera propia de pensar y de sentir. Sin duda, las propiedades
elementales de donde resulta el hecho social, están contenidas en germen en los espíritus
particulares. Pero el hecho social no sale de éstos sino cuando aquéllas han sido
transformadas por la asociación, puesto que solamente en este momento es cuando aparece.
La asociación es también, un factor activo que produce efectos especiales. Resulta por sí
misma algo nuevo. Cuando las conciencias, en vez de permanecer aisladas unas de otras, se
agrupan y se combinan, hay algo cambiado en el mundo. Desde luego, es natural que este
cambio produzca otros, que esta novedad engendre otras novedades, que aparezcan
fenómenos cuyas propiedades características no se encuentran en las elementos de que se
componen.
El única media de contradecir esta proposición, sería admitir que un todo es
cualitativamente idéntico a la suma de sus partes, que en un efecto es cualitativamente
reducible a la suma de las causas que la han engendrado; lo que equivaldría a negar todo
cambio o a hacerla inexplicable. Se ha llegada, sin embargo, hasta sostener esta tesis
extrema, pero no se han encontrado para defendería más que das razones verdaderamente
extraordinarias. Se ha dicho, primero, que “en sociología tenemos, por un principia
singular, el conocimiento íntima del elemento que es nuestra conciencia individual, tan bien
como del compuesta que es el conjunto de las conciencias”; segundo, que, por esta doble
introspección “comprobamos claramente que, separando lo individual, lo social no es
nada”
9
.
La primera aseveración es una negación atrevida de toda la psicología contemporánea. Se
está hoy de acuerdo en reconocer que la vida psíquica, lejos de poder ser conocida por una
visión inmediata, tiene, por el contrario, profundas interioridades donde el sentido íntimo
no penetra y que sólo alcanzaremos poco a poco por vías indirectas y complejas, análogas a
las que emplean las ciencias del mundo exterior. Es preciso, pues, que la naturaleza de la
conciencia quede en lo sucesivo sin misterios. En cuanto a la segunda proposición, es
puramente arbitraria. El autor puede afirmar que, siguiendo su impresión personal, no hay
nada real en la sociedad más que lo que viene del individuo, pero, para apoyar esta
afirmación faltan pruebas, y la discusión, por consiguiente, es imposible. ¡Sería tan fácil
oponer a este sentimiento el sentimiento contrario de un gran número de individuos, que se
representan a la sociedad, no como la forma que toma espontáneamente la naturaleza
individual, expandiéndose hacia fuera, sino como una fuerza antagónica que les limita y
contrae la que luchan! ¿Qué decir, por lo demás, de esta intuición por la que conoceríamos
directamente y sin intermediario, no tan sólo el elemento, o sea el individuo, sino también
el compuesto, o sea la sociedad? Si verdaderamente bastase con abrir los ojos y mirar bien
para percibir en seguida las leyes del mundo social, la sociología sería inútil, o, al menos,
muy sencilla. Desgraciadamente, los hechos muestran más de lo suficiente, cuán
incompetente es la conciencia en la materia. Nunca hubiese llegado por sí misma a
sospechar esta necesidad que vuelve a traer todos los años, en el mismo número, los
fenómenos demográficos, sino hubiese estado advertida desde fuera. Con mucha más razón
es incapaz, reducida a sus fuerzas, de descubrir sus causas.
Pero, al separar así la vida social de la vida individual, no queremos decir de ningún modo,
que no tenga nada de psíquica. Es evidente, al contrario, que esté hecha esencialmente de
representaciones. Sólo que las representaciones colectivas son de una naturaleza
completamente distinta de las del individuo. No vemos ningún inconveniente en que se diga
de la sociología, que es una psicología, si se tiene cuidado de añadir que la psicología social
tiene sus leyes propias, que no son las de psicología individual. Un ejemplo acabaría de
hacer comprender nuestro pensamiento. De ordinario se dan como origen a la religión, las
impresiones de temor o de deferencia que inspiran a los individuos conscientes, seres
misteriosos y temibles; desde este punto de vista aparece como el desenvolvimiento de
estados individuales y de sentimientos privados. Pero esta explicación simplista no tiene
relación con lo s hechos. Basta observar que, en el reino animal, donde la vida social es
siempre, muy rudimentaria, la institución religiosa es desconocida, que no se observa nunca
mas que allí donde existe una organización colectiva, que cambia según la naturaleza de las
sociedades, para que se pueda deducir que los hombres sólo en grupo, piensan
religiosamente. Nunca el individuo se habría elevado a la idea de unas fuerzas que le
sobrepasan tan infinitamente, a él y a todo lo que le rodea, si no hubiese conocido mas que
a él mismo y al universo psíquico. Ni aun las grandes fuerzas naturales con las que está en
relación, habrían podido sugerirle su noción; porque en el origen, estaba lejos de saber
cómo hoy, hasta qué punto le dominan; creía, por el contrario, poder, en ciertas
condiciones, disponer de ellas a su voluntad
10
. Es la ciencia la que le ha enseñado cuan
inferior es a ellas. La potencia que se ha impuesto así a su respeto y que se ha convertido en
el objeto de su adoración, es la sociedad, de la que los dioses sólo fueron la forma
hipostática. La religión, es, en definitiva, el sistema de símbolos por los que la sociedad
toma conciencia de sí misma, la manera de pensar propia al ser colectivo. He aquí, pues, un
vasto conjunto de estados mentales, que no se habrían producido si las conciencias
particulares no estuviesen unidas; que resultan de esta unión y que se han sobreañadido a
los que derivan de las naturalezas individuales. Por muy minuciosamente que se quieran
analizar estas últimas, jamás se descubrirá nada que explique cómo se han fundado y
desarrollado esas creencias y esas prácticas singulares de donde ha nacido el totemismo,
cómo ha salido de él el naturismo, cómo el naturismo ha venido a ser, aquí la religión de
Jehová, allí el politeísmo de los griegos y de los romanos, etc. Todo lo que queremos decir,
cuando afirmamos la heterogeneidad de lo social y de lo individual, es que las
observaciones precedentes se aplican, no solamente a la religión, sino también al derecho, a
la moral, a las modas, a las instituciones políticas, a las prácticas pedagógicas, etc., en una
palabra, a todas las formas de la vida colectiva
11
.
Pero se nos ha hecho otra objeción que puede parecer más grave a primera vista. No hemos
admitido solamente que los estados sociales difieren cualitativamente de los estados
individuales, sino también que son, en cierto sentido, exteriores al individuo. Hasta no
tememos comparar esta exterioridad a la de las fuerzas físicas. Y se ha dicho, puesto que no
hay nada en la sociedad mas que individuos, ¿cómo podrá existir algo fuera de ellos?
Si la objeción fuera fundada, estaríamos en presencia de una antinomia. Porque es preciso
no perder de vista lo que se ha sentado precedentemente. Puesto que el promedio de gente
que se mata cada año no forma un grupo natural, puesto que no están en comunicación unos
con otros, el número constante de los suicidios no puede ser debido más que a la acción de
una misma causa que domina a los individuos y que les sobrevive. La fuerza que hace la
unidad de haz formado por la multitud de casos particulares, esparcidos sobre la superficie
del territorio, debe necesariamente estar fuera de cada uno de ellos. Si fuera, pues,
realmente imposible que actuase desde el exterior, el problema sería insoluble. Pero la
imposibilidad sólo es aparente.
Y por lo pronto no es cierto que la sociedad sólo esté compuesta de individuos; comprende
también cosas materiales y que desempeñan un papel importante en la vida común. El
hecho social se materializa muchas veces hasta llegar a ser un elemento del mundo exterior.
Por ejemplo, un tipo determinado de arquitectura es un fenómeno social; está encarnado en
parte en las casas, en los edificios de toda especie, que, una vez construidos, se hacen
realidades autónomas, independientes de los individuos. Así ocurre con las vías de
comunicación y de transporte, con los instrumentos y máquinas empleadas en la industria o
en la vida privada y que expresan el estado de la técnica en cada momento de la historia,
con el lenguaje escrito, etcétera. La vida social que se ha como cristalizado y fijado sobre
soportes materiales, se encuentra pues, por esto mismo, exteriorizada, y es desde fuera
desde donde obra sobre nosotros. Las vías de comunicación que han sido construidas antes
de nosotros, imprimen a la marcha de nuestros asuntos una dirección determinada, según
que nos pongan en comunicación con tales o cuales países. El niño forma su gusto al
ponerse en contacto con los movimientos del gusto nacional, legados por las generaciones
anteriores. Hasta muchas veces se ven desaparecer en el olvido estos monumentos durante
siglos y después, un día, cuando las naciones que los habrán elevado, se han extinguido
desde mucho tiempo antes, reaparecen a la luz y recomienzan, en el seno de nuevas
sociedades, una nueva existencia. Esto es lo que caracteriza el fenómeno, muy particular,

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