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REVISTA DE INVESTIGACIÓN EN PSICOLOGÍA - VOL. 11, Nº 1
ADRIÁN DONGO M.
2. IMPASES SECULARES ENTRE LAS TEORÍAS DEL APRENDIZAJE Y LAS TEORÍAS
DE LA INTELIGENCIA
Durante milenios, los filósofos estuvieron ocupados en analizar aquello que consideraban
como los rasgos esenciales de la inteligencia, por medio de un procedimiento que ahora es
encarado como altamente inquietante o sospechoso: el uso de su propia inteligencia como
medio y como objeto primario de investigación. Dos características de esta noción del
“buen sentido” de la inteligencia deben ser resaltadas: en primer lugar, la noción de que
la inteligencia es una cualidad específica de la persona humana, una capacidad de creación
especial, y, por lo tanto, no relacionada a manifestaciones del conocimiento en los niños
pequeños y en los animales. En segundo lugar, relacionada a la noción de innato y de
estático: las estructuras de la inteligencia se encontrarían pre-formadas y se manifestarían
gradualmente conforme los niños dejan de ser niños. La psicología heredó esta concepción de
inteligencia y simplemente trató de estudiarla por medios estadísticos y para esto desarrolló
tests psicológicos a fin de detectar performances intelectuales de los sujetos.
Por otro lado, el estudio del aprendizaje estuvo casi siempre vinculado a procesos repetitivos
de adquisición de conocimientos y por ende a mecanismos asociativos. Sabemos que es de
larga data el predominio del asociacionismo en el pensamiento filosófico y en la enseñanza
tradicional. El hecho es que el estudio del aprendizaje se realizó aislado y dicotómicamente
del estudio de la estructura y la evolución de la inteligencia.
En el siglo XX, los científicos del comportamiento nada pudieron hacer con la noción
filosófica de la inteligencia y, al principio, menospreciaron su investigación a favor de
hechos que pueden ser más fácilmente observados y controlados, como, por ejemplo,
la memorización de las palabras o el entrenamiento de una habilidad particular. De este
modo, todas estas formas de cambios del comportamiento fueron reunidas bajo el título
general de aprendizaje. Según Furth (1974, p. 253), a los pocos años, se volvió general
una hipótesis de trabajo, en el sentido de que cualquier cambio de comportamiento, toda
nueva adquisición de habilidad o conocimiento, es, simplemente, producto del aprendizaje,
quedando entendida su interacción dicotómica con la maduración fisiológica. Por lo tanto,
si observamos un cambio de la función intelectual, esto también puede ser considerado
como aprendizaje, así como todo el resto.
De este modo, actualmente aún puede constatarse dos extremos de concebir la inteligencia:
uno de los extremos, identificado por los behavioristas, como algo aprendido, tal como
el aprendizaje del nombre de las capitales de los estados o de los países. El otro extremo
es la concepción filosófica de una cualidad especial, innata, que nos distingue de los
animales inferiores. Los tests de inteligencia, con sus números y correlaciones exactas,
solo refuerzan o amenizan esta idea.
Del mismo modo que hay fuertes razones para dudar de las concepciones filosóficas,
hay también fuertes razones para dudar de las tesis behavioristas. Hay dos aspectos en
este cuestionamiento: por un lado, los principios de aprendizaje provendrán, sobre todo,
de la observación de animales en situación artificial. La objeción que debe hacerse en
este caso, según sugiere Lorenz, no es la irrelevancia del estudio de los animales en lo
que se refiere al estudio de los seres humanos, y sí el artificialismo de una situación que
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