
Sociología – Apunte de Cátedra de la Unidad 1
que son tan inmutables como aquellas que surgen de nuestras necesidades y formas
biológicas.
Se podrá objetar que casi todos los seres vivos se agrupan con semejantes y, en algunos
casos, lo hacen en formas de organización complejas, con aparentes jerarquías y una división
del trabajo (las hormigas, las abejas, etc., son los ejemplos habituales). Pero esas formas que
adquieren están determinadas por su propia biología, orientada por su estructura instintiva y
se presentan como invariables, a pesar de las distintas estrategias adaptativas que desarrollan
las diversas especies. Las que no se adaptan a los retos y desafíos del ambiente, sencillamente
desaparecen, pero esa adaptación, cuando funciona, es instintiva. En el caso del ser humano,
su capacidad de adaptación es aún mayor, ya que al instinto se le suma la conciencia y la
cultura, o sea que la abstracción y el sentido que les atribuimos a nuestras acciones abren una
gama de posibilidades, aparentemente, nunca agotadas; es decir, la posibilidad de imaginar y
ensayar alternativas así como la adaptación a diversos climas y lugares.
Pensemos en un ejemplo que nos es cercano y que nos habla del elevado grado de
naturalización de nuestra propia existencia social: nos alimentamos porque así lo dispone la
naturaleza, de no hacerlo, moriríamos, pero las diversas maneras en que lo hacemos, qué
comemos, dónde y cómo, son muy distintas en el conjunto de los humanos, dependiendo de
las costumbres, hábitos, culturas, clases sociales y disponibilidad de alimentos. Lo social en
este caso, como en tantos otros, está atravesado por un universo de significados, por una
dimensión simbólica y regulada por normas, valores y costumbres que, insistimos, varían de
un lugar y un tiempo a otro, no permanecen siempre iguales como sí lo hacen el régimen
dietético de los leones, la forma de agrupamiento de los insectos o los hábitos migratorios de
las aves. La misma invención del fuego para cocinar los alimentos y modificar materiales es un
logro del ser humano producto de su evolución no sólo física y mental, sino también intelectual
(la capacidad de abstraer y transmitir por medio del lenguaje esas abstracciones). Pero cuando
cotidianamente nos alimentamos, no nos planteamos estas cuestiones, simplemente, lo
hacemos. De la misma manera, tomamos como dadas, es decir, no cuestionadas, nuestras
formas de relacionarnos, de interacción social, como si siempre tuvieran que ser así y no
fueran a cambiar. Como si estuvieran determinadas por una fuerza ajena o superior a nosotros
mismos en tanto seres sociales, pudiendo ser un mandato divino o simplemente la naturaleza:
es natural que así suceda y, por lo tanto, invariablemente, seguirá siendo de esa manera.
Otro de los rasgos distintivos del ser humano es el trabajo. Pero no debe entenderse por
trabajo el mero desgaste físico-energético para satisfacer una necesidad (en ese sentido todos
los animales lo hacen), sino más bien como la acción consciente para modificar nuestro
entorno, cambiar de forma la materia y transformar la naturaleza, actividades todas que
requieren de un grado significativo de abstracción, de ejercicio intelectual. Es una tarea por lo
tanto, que, si bien puede tener como objeto la satisfacción de necesidades naturales, se lleva
adelante desde un plano no instintivo; por eso mismo adquiere formas variables e
históricamente determinadas. Pensemos por ejemplo, en nuestro desarrollo civilizatorio, desde
las actividades de los pueblos cazadores-recolectores hasta la revolución industrial, pasando
por la agricultura y el comercio y las distintas formas de organización social que los hombres
se han dado a partir de la necesidad de garantizar la subsistencia.
La segunda parte de la paradoja consiste en desentrañar las razones por la cuales
naturalizamos y los tres primeros autores de la unidad (Marqués, Mills y Elías) apuntan desde