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para la modificación, alteración o reajuste de las
prestaciones contractualmente impuestas;
— por último, en la doctrina, la jurisprudencia y la
legislación se ha acentuado el carácter social de la
contratación; es decir, que se abandona
el individualismo absoluto de los códigos del siglo XIX en
aras de obtener un verdadero equilibrio contractual y,
sobre todo, la protección de la parte más débil del
contrato. Es que la autonomía de la voluntad y sus
consecuencias, la libertad de configuración, partían
según ya se ha señalado de la idea de igualdad jurídica
de las partes. Pero las diferencias económicas entre
ellas, en particular en la contratación con las grandes
empresas, puso de relieve la necesidad de que el
Estado, a través de los jueces o de la legislación,
acudiese en protección de la parte más débil.
Así, se recurrió a los principios de la buena fe, la moral y las buenas
costumbres, que nuestro Código de 1869 recogía en el art. 953. Y se
elaboraron doctrinas o se reflotaron ideas provenientes del Derecho
Romano que se tradujeron en la incorporación a los códigos de figuras
que constituyen una restricción notable a la autonomía de la voluntad;
tales son el abuso del derecho, la lesión y la imprevisión, a las que
puede adicionarse la doctrina según la cual no puede una parte volverse
sobre sus propios actos anteriores; todas ellas, en definitiva,
derivaciones del principio cardinal de buena fe que el CCyC consagra
como regla general en el art. 9º.
Por lo demás y como ya lo hemos señalado, la doctrina, la
jurisprudencia y la legislación se han hecho cargo de la existencia de
distintas categorías o tipos de contratos. No es lo mismo un contrato
celebrado entre dos grandes empresas que tienen un poder de
negociación semejante que el contrato celebrado entre una gran
superficie de comercialización (un hipermercado) y el consumidor que
se lleva una lata de tomates o una impresora para la computadora. Por
más que en ambos casos existe un contrato, lo cierto es que nadie
podría sugerir hoy en día que ellos se rigen por los mismos principios.
En el contrato entre las empresas siguen funcionando los esquemas del
contrato clásico; los contratos al consumidor tienen principios —
y reglas— distintos, en los que prevalece la finalidad tuitiva de la parte
débil.
Del mismo modo es una evidencia innegable que una gran masa de
contratos, aun excluidos de la calificación de contratos al consumidor,
se celebran por adhesión a formularios predispuestos, lo que impone al
Estado —en sus diversos estamentos— el control de sus contenidos,