173
Gobierno
del Estado moderno ha permitido sortear esta dificultad, ya que se logran identificar dos
responsabilidades exclusivas y constantes: la tutela de la comunidad política frente al exterior
y el mantenimiento de la unidad de la comunidad política hacia el interior.
El ejercicio de estas dos funciones supone por parte del gobierno acciones negativas de
coerción, así como también acciones positivas relativas a la previsión y provisión de bienes y
servicios públicos. No por ello debe caerse en el error de asumir que las funciones comunes a
todos los gobiernos sean necesariamente violentas, pero tampoco se debe subestimar el papel
de la fuerza como última garantía para el pleno ejercicio del gobierno. Según Cotta “es típico
del gobierno en todas sus formas el control de los instrumentos de coerción, de la fuerza interna
o de la fuerza externa (policía por un lado; fuerzas armadas, por otro) tanto que en ausencia de
este control se habla de anarquía, de ausencia de gobierno” (1988: 313).
El equilibrio entre la fuerza y el consenso es una condición necesaria pero no suficiente
para la existencia del gobierno político, puesto que no permite identificar la función de toma
de decisión y su implementación. Para ello será necesario recurrir a la clásica dicotomía entre
política y administración (Lasswell, 1951).
1
De acuerdo con esta diferenciación, es posible
extraer la naturaleza de la función de gobierno según se corresponda más estrechamente con
la primera o con la segunda. Mientras el primer caso estará caracterizado por la innovación,
la subjetividad, la elección, la discrecionalidad y el seguimiento de patrones ideológicos,
el segundo adoptará un cariz técnico, rutinario, y pretendidamente neutral. La escisión
política-administración remite a la idea weberiana de dos extremos con funciones precisas y
complementarias. Weber identifica por un lado una burocracia que aporta una imprescindible
racionalidad, donde las rutinas de alta calidad y la previsibilidad son las metas a conseguir, y
por el otro un ámbito político, con la capacidad de fijar líneas y objetivos claros, y verificar
su cumplimiento. Así, se deja sentada una separación tajante entre el ámbito de la formulación
de los rumbos y de la ejecución de las decisiones.
En contraste, análisis más recientes propios de las políticas públicas admiten que la
política no queda acotada sólo al momento de la formulación sino que impregna también
su proceso de ejecución (Lindblom, 1993; Lipsky, 1999). La política y la administración son
entendidas aquí como mutuamente dependientes y su separación es una herramienta más
metodológica que otra cosa.
La administración permitirá el desarrollo concreto de la dirección, al garantizar la
implementación de las decisiones políticas. Aunque la capacidad de la toma de decisiones es
propia de los funcionarios del gobierno, ella incluye la garantía de implementación por parte
de quienes conforman los cuadros de la burocracia.
A partir de esta relación es posible construir una nueva imagen según la cual la polí-
tica será asociada al gobierno electo y la administración al gobierno permanente. Desde un
análisis histórico comparado, se han propuesto dos perspectivas para evaluar las funciones de
gobierno en relación al desarrollo y los cambios que éstas han sufrido. La primera de ellas se
concentra en analizar el quantum o cantidad de gobierno en relación al nivel de intervención
sobre la sociedad. Para ello se considera que el presupuesto público se revela como el indicador
más apropiado: “el presupuesto no es sino la traducción en términos de recursos monetarios de
la acción de gobierno, y de este modo, el principal espía de la intervención de la política sobre la
sociedad y sobre la economía, en sus dos aspectos de la extracción y de la distribución de recursos”
(Cotta, 1988: 318-19). Las asignaciones presupuestarias constituyen la unidad de medición
de la dirección política, y su lectura permite identificar las prioridades de un gobierno. El