Post- Scriptum Pierre Bourdieu, (1993) “La miseria del Mundo”, Fondo de
cultura Económica, Buenos Aires.
El mundo político se cerró poco a poco sobre si mismo, sobre sus rivalidades
internas, sus problemas y sus apuestas. Como los grandes tribunos, los políticos
capaces de comprender y expresar las expectativas y reivindicaciones de sus
electores son cada vez más raros y distan de situarse en el primer plano en sus
formaciones. Los futuros dirigentes se designan en los debates televisivos o en los
conclaves de aparato. Los gobernantes están presos de su entorno tranquilizador de
jóvenes tecnócratas que a menudo ignoran todo lo referente a la vida cotidiana de sus
conciudadanos y a quienes nadie recuerda esa ignorancia. Los periodistas sometidos
a las coacciones que hacen recaer sobre ellos las presiones o las censuras de los
poderes internos y externos, y sobre todo la competencia- y por lo tanto la urgencia,
que jamás favoreció la reflexión-, a menudo proponen descripciones y alisis
apresurados, y muchas veces imprudentes, de los más candentes problemas, y el
efecto que producen, tanto en el universo intelectual como en el político, es en
ocasiones mucho más pernicioso, porque están en condiciones de beneficiarse
mutuamente y controlar la circulación de los discursos rivales, como los de la ciencia
social. Quedan los intelectuales, cuyo silencio es de lamentar. Ahora bien, hay algunos
que no dejan de hablar, a menudo “demasiado pronto”, acerca de la inmigración, la s
políticas habitacionales, las relaciones laborales, la burocracia, el mundo político, pero
para decir cosas que no se quieren entender, y en, su lenguaje, que no se entiende.
Nos gusta más, en definitiva, prestar oídos, por si acaso y no sin algún desprecio, a
quienes hablan a tontas y a locas, sin preocuparse desmesuradamente por los efectos
que pueden producir palabras mal pensadas sobre cuestiones mal planteadas.
Y sin embargo están presentes todos los signos de todos los malestares que,
por no encontrar su expresión legitima en el mundo político, se reconocen a veces en
los delirios de la xenofobia y el racismo. Malestares inexpresados y con frecuencia
inexpresables que las organizaciones políticas, que para pensarlo solo disponen de la
categoría anticuada de lo social”, no pueden ni percibir ni, con mayor ran, asumir.
No podría hacerlo si no con la condición de ampliar la visión mezquina de lo político
que heredaron del pasado e inscribieron en ella no solo todas las reivindicaciones
insospechadas que los movimientos ecológicos, antirracistas, o feministas (entre otros)
llevaron a la plaza blica, si no también todas las expectativas y esperanzas difusas
que, por afectar a menudo la idea que la gente se hace de su identidad uy su dignidad,
parecen competer al orden de lo privado y por lo tanto, están legítimamente excluidas
de los debates políticos.
Una política realmente democrática debe darse los medios de escapar a la
alternativa de la arrogancia tecnocrática que pretende hacer la felicidad de los
hombres pese a ellos, por una parte, y por otra, la dimisión demagógica que acepta,
sin un mínima modificación, la sanción de la demanda, ya se manifieste a través de las
encuestas de mercado, las mediciones de audiencia, o las cotas de popularidad. Los
progresos de la tecnología social, en efecto, son tales que en cierto sentido se
conoce demasiado bien la demanda aparente, actual o cil de actualizar. Pero la
ciencia social puede recordar los límites de una técnica que, como el sondeo, simple
medio al servicio de todos los fines posibles amenaza con convertirse en el
instrumento ciego de una forma racionalizada de demagogia no puede combatir por si
sola la invalidación de los políticos a dar satisfacción a la demanda superficial para
asegurarse el éxito haciendo de la política una forma apenas disfrazada de marketing.
Con frecuencia se comparó la política con la medicina. Y basta con releer la
Colección hipocrática, como lo hizo recientemente Emmanuel Terray para descubrir
que, igual que el médico el político consecuente no puede conformarse con las
informaciones proporcionadas por el registro de declaraciones que, en más de un
caso, son literalmente producidas por una interrogación inconsciente de sus efectos:
el registro ciego de los síntomas y las confidencias de los enfermos está al alcance de
todo el mundo: si eso bastara para intervenir con eficacia, no haba necesidad de
médicos
1
. El dico debe consagrarse a descubrir las enfermedades no evidentes
(adela), es decir, precisamente aquellas que el practicante no puede ver con sus oj os
ni escuchar con sus oídos: en efecto, las quejas de los pacientes son vagas e
inciertas. Las señales emitidas por el cuerpo mismo, son oscuras y solo revelan su
sentido muy lentamente, y a menudo, a destiempo. A, pues, corresponde demandar
al razonamiento (logismos) la revelación de las causas estructurales que las palabras
y los signos aparentes no develan más que velándolas
2
.
A, anticipándose a las lecciones de la epistemología moderna, la medicina
griega afirmaba de entrada la necesidad de construir el objeto de la ciencia mediante
una ruptura con lo que Durkheim llamaba prenociones”, es decir, las representaciones
que los agentes sociales se hacen de su estado. Y así como la medicina naciente
debía contar con la competencia desleal de los adivinos, los magos, los hechiceros,
los charlatanes o los fabricantes de hipótesis”, la ciencia social se enfrenta hoy a
todos aquellos que están seguros de interpretar los signos mas visibles del malestar
1
Terray, E. la politque Dans la caverne”, Paris, Seuil, 1990, `pp. 92-93.
2
Ibid.
social, por ejemplo el aspecto de un ridículo designado comovelo islámico”; a todos
estos “semicapacitados” que armados de su buen sentido y su pretensión, se
precipitan a los diarios y frente a las cámaras para decir que ocurre con un mundo
social que no tiene medio eficaz alguno de conocer o comprender.
La verdadera medicina, siempre sen la tradición hipocrática, comienza con el
conocimiento de las enfermedades invisibles, vale decir, de los hechos de que el
enfermo no habla, ya sea porque no tiene conciencia de ellos o porque olvida
comunicarlos. Sucede lo mismo con una ciencia social preocupada por conocer y
comprender las verdaderas causas del malestar que solo se expresa a la luz del día a
través de signos sociales difíciles de interpretar, por ser en apariencia, demasiado
evidentes. Pienso en los desencadenamientos de violencia gratuita en los estadios u
otros lugares, en los crímenes racistas o en los éxitos electorales de los profetas de la
desgracia, apurados por explotar o amplificar las expresiones mas primitivas del
sufrimiento moral que, tanto como la miseria y la “violencia inerte de las estructuras
ecomicas y sociales y aun más que estas, engendran todas las pequeñas miserias y
violencias leves de la existencia cotidiana.
Para ir mas allá de las manifestaciones evidentes, a prosito de las cuales
llegan a las manos qunes Platón llamaba doxósofos, cnicos de la opinión que se
creen eruditos, eruditos aparentes de la apariencia, hay que remontarse desde luego
hasta los verdaderos determinantes económicos y sociales de los innumerable
atentados a la libertad de las personas, a su legitima aspiración a la felicidad y a la
autorrealización que plantean hoy no solos las implacables coacciones del mercado
laboral o habitacional, sino también los veredictos del mercado escolar o las sanciones
abiertas o las agresiones insidiosas de la vida profesional. Para ello, hay que atravesar
la pantalla de las proyecciones a menudo absurdas, y a veces odiosas, detrás de las
cuales el malestar o el sufrimiento se enmascaran tanto como se expresan.
Hace conscientes ciertos mecanismos que hacen dolorosa e incluso intolerable
la vida no significa neutralizarlos; sacar a la luz las contradicciones no significa
resolverlas. Empero, por escéptico que uno sea respecto de la eficacia social, del
mensaje sociológico, no es posible considerar nulo el efecto que puede ejercer el
permitir a quienes sufren descubrir la posibilidad de atribuir ese sufrimiento a causas
sociales y sentirse así disculpados; y al hacer conocer con amplitud el origen social,
colectivamente ocultado, de la desdicha en todas sus formas incluidas las más íntimas
y secretas.
Comprobación que, pese a las apariencias, no tiene nada de desesperante: lo
que el mundo social ha hecho, el mundo social, armado de este saber, puede
deshacerlo. Lo seguro es, en todo caso, que nada es menos inocente que el laissez
faire: si es verdad que la mayoría de los mecanismos ecomicos y sociales que están
en el origen de los sufrimientos más crueles, en especial los que regulan el mercado
laboral y el mercado escolar son difíciles de frenar o modificar lo cierto es que toda
política que no aproveche plenamente las posibilidades, por reducidas que sean que
se ofrecen a la acción, y que la ciencia puede ayudar a descubrir pueden considerarse
culpables de no asistencia a una persona en peligro.
Y aunque su eficacia y por lo tanto su responsabilidad sean menores y, en todo
caso, menos directas, sucede lo mismo con las filosofías hoy triunfantes que, a
menudo en nombre de los usos tiránicos que pudieron hecho de la referencia a la
ciencia y la razón, apuntan a invalidar toda intervención de la razón científica en
política: la ciencia no necesita en absoluto la alternativa entre la desmesura
totalizadoras de un racionalismo dogmático y la dimisión de esteta de un irracionalismo
nihilista; se contenta con las verdades parciales y provisionales que puede conquistar
contra la visión común y la doxa intelectual y que son capaces de procurar los únicos
medios racionales de utilizar plenamente los márgenes de maniobra dejados a la
libertad, es decir, a la acción política.
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