
desnudarnos, mostrarnos vulnerables y ver aspectos más reales que pueden producir
dolor.
Todos anhelamos ahondar en los tem
as últimos de la existencia humana, porque en lo
más profundo de nosotros hay un anhelo de verdad y de unidad, y esas aspiraciones
las ofrece un buen diálogo. Así que el arte de dialogar
, como vemos, es un arte frágil,
vulnerable. Todos los seres humanos h
ablamos, pero rara vez dialogamos.
Pertenecemos a una cultura que exalta la palabra a cualquier precio, aunque sea a
costa de la verdad, a costa de conocernos realmente, a costa de ver al otro como
alguien que me puede enseñar.
Pero en los albores de nuest
ra cultura occidental todavía reverbera el recuerdo del
diálogo como un arte, como la capacidad de amar e indagar la verdad en grupo, como
el encuentro hablado cuyo verbo nos transciende como seres separados, como el arte
de ser en una comunidad de hablant
es. Las comunidades filosóficas de la antigüedad
hacían eso, reunirse en torno al
logos
para escuchar sus enseñanzas, siempre
inesperadas, impersonales y con un sabor fresco; por eso seguimos acudiendo a los
clásicos y son tan vigentes.
El arte del diálogo es uno de los principales patrimonios que nos legó la antigua
Grecia
, y su ejercicio y arte corren constantemente el riesgo de confundirse con la