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SÓFOCLES ANTÍGONA
© Pehuén Editores, 2001.
CORIFEO:
Los siete jefes apostados ante las siete puertas, enfrentándose
con los otros siete, dejaron como ofrenda a Zeus, victorioso, el
tributo de sus armas de bronce.
«Todos huyeron, salvo los dos desgraciados que, nacidos de un
mismo padre y de una misma madre, enfrentando una contra
otra sus lanzas soberanas, alcanzaron los dos la misma suerte en
un común perecer.
CORO:
Pero Niké, la gloriosa, llegó y pagó en retorno el amor de Tebas,
la ciudad de los numerosos carros, haciendo que pasase del dolor
a la alegría. La guerra ha terminado. Olvidémosla. Vayamos con
nocturnos coros, que se prolongan en la noche, a todos los
templos de los dioses; y que Baco, el dios que con sus pasos hace
vibrar nuestra tierra, sea nuestro guía.
CORIFEO:
Pero he aquí que llega Creonte, hijo de Meneceo, nuevo rey del
país en virtud de los acontecimientos que los dioses acaban de
promover.
«¿Qué proyecto se agita en su espíritu para que haya convocado,
por heraldo público, esta asamblea de ancianos aquí congregados?
(Entra CREONTE con numeroso séquito.)
CREONTE:
Ancianos, los dioses, después de haber agitado rudamente con la
tempestad la ciudad, le han devuelto al fin la calma. A vosotros
solos, de entre todos los ciudadanos, os han convocado aquí mis
mensajeros porque me es conocida vuestra constante y respetuosa
sumisión al trono de Layo, y vuestra devoción a Edipo mientras
rigió la ciudad, así como cuando, ya muerto, os conservasteis fieles
con constancia a sus hijos. Ahora, cuando éstos, por doble
fatalidad, han muerto el mismo día, al herir y ser heridos con sus
propias fratricidas manos, quedo yo, de ahora en adelante, por
ser el pariente más cercano de los muertos, dueño del poder y del
trono de Tebas. Ahora bien, imposible conocer el alma, los
sentimientos y el pensamiento de ningún hombre hasta que no
se le haya visto en la aplicación de las leyes y en el ejercicio del
poder. Por mi parte considero, hoy como ayer, un mal gobernante
al que en el gobierno de una ciudad no sabe adoptar las decisiones
más cuerdas y deja que el miedo, por los motivos que sean, le
encadene la lengua; y al que estime más a un amigo que a su
propia patria, a ése lo tengo como un ser despreciable. ¡Que Zeus
eterno, escrutador de todas las cosas, me oiga! Jamás pasaré en
silencio el daño que amenaza a mis ciudadanos, y nunca tendré
por amigo a un enemigo del país. Creo, en efecto, que la salvación
de la patria es nuestra salvación y que nunca nos faltarán amigos
mientras nuestra nave camine gobernada con recto timón.
Apoyándome en tales principios, pienso poder lograr que esta
ciudad sea floreciente; y guiado por ellos, acabo hoy de hacer
proclamar por toda la ciudad un edicto referente a los hijos de
Edipo. A Etéocles, que halló la muerte combatiendo por la ciudad
con un valor que nadie igualó, ordeno que se le entierre en un
sepulcro y se le hagan y ofrezcan todos los sacrificios expiatorios
que acompañan a quienes mueren de una manera gloriosa. Por el
contrario, a su hermano, me refiero a Polinice, el desterrado que
volvió del exilio con ánimo de trastornar de arriba abajo el país
paternal y los dioses familiares, y con la voluntad de saciarse con
vuestra sangre y reduciros a la condición de esclavos, queda
públicamente prohibido a toda la ciudad honrarlo con una tumba
y llorarlo. ¡Que se le deje insepulto, y que su cuerpo quede expuesto
ignominiosamente para que sirva de pasto a la voracidad de las
aves y de los perros! Tal es mi decisión; pues nunca los malvados
obtendrán de mí estimación mayor que los hombres de bien. En