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SÓFOCLES ANTÍGONA
© Pehuén Editores, 2001.
Antígona
Sófocles
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SÓFOCLES ANTÍGONA
© Pehuén Editores, 2001.
ARGUMENTO
Reina en Tebas, después de la muerte de los hermanos ETÉOCLES y
POLINICE, CREONTE. El nuevo soberano prohíbe dar sepultura al
cadáver del segundo. ANTÍGONA, su hermana, a pesar del decreto del
tirano, obedeciendo a sus sentimientos de amor fraternal, se propone ir a
sepultarlo y así se lo comunica a su hermana ISMENA, Esta rehúsa
acompañarla; entonces ella decide realizarlo sola, pero es detenida y conducida
ante el tirano CREONTE que la condena a muerte.
HEMÓN, hijo de CREONTE y prometido de ANTÍGONA, pide a
su padre que derogue esta sentencia, que considera injusta. Su padre no
accede, y el joven se va al antro en donde ha sido encerrada ANTÍGONA;
pero, cuando llega ésta ya se ha suicidado. El adivino TIRESIAS anuncia
a CREONTE los tristes acontecimientos que deducidos de sus presagios se
avecinan, y el CORO exhorta a CREONTE a que, para evitarlos,
rectifique su sentencia, perdone a ANTÍGONA y dé sepultura a
POLINICE. CREONTE, aunque de mala gana, accede; pero tardíamente,
pues HEMÓN, en su desesperación, al encontrar a ANTÍGONA muerta,
se suicida a la vista de su padre.
Un mensajero viene a anunciar a la reina EURÍDICE la muerte
de su hijo. Ella, enloquecida por el dolor que le produce la noticia,
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se retira en silencio y, dentro del palacio, se hunde una espada y
muere increpando a CREONTE por la muerte de sus hijos.
CREONTE se ve castigado, como lo dice el CORO: «¡Qué tarde
parece que vienes a entender lo que es justicia!», y añade: «Hay
que ser sensato en las resoluciones y no violar las leyes escritas,
las leyes eternas».
PERSONAJES
ANTÍGONA
Hijas de EDIPO
ISMENA
TIRESIAS, adivino.
CREONTE, rey de Tebas.
EURÍDICE, esposa de Creonte.
HEMÓN, hijo de Creonte y Eurídice y prometido de Antígona.
UN CENTINELA.
UN MENSAJERO.
CORO DE ANCIANOS.
OTRO MENSAJERO.
EL CORIFEO.
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ACCION
La acción transcurre en el Agora de Tebas, ante de la puerta del
palacio de CREONTE. La víspera, los argivos, mandados por
POLINICE, han sido derrotados: han huido durante la noche
que ha terminado. Despunta el día. En escena, ANTIGONA e
ISMENA.
ANTIGONA:
Tú, Ismena, mi querida hermana, que conmigo compartes las
desventuras que Edipo nos legó, ¿sabes de un solo infortunio
que Zeus no nos haya enviado desde que vinimos al mundo?
Desde luego, no hay dolor ni maldición ni vergüenza ni deshonor
alguno que no pueda contarse en el número de tus desgracias y
de las mías. Y hoy, ¿qué edicto es ese que nuestro jefe, según
dicen, acaba de promulgar para todo el pueblo? ¿Has oído hablar
de él, o ignoras el daño que preparan nuestros enemigos contra
los seres que no son queridos?
ISMENA:
Ninguna noticia, Antígona, ha llegado hasta mí, ni agradable ni
dolorosa, desde que las dos nos vimos privadas de nuestros
hermanos, que en un solo día sucumbieron el uno a manos del
otro.
«El ejército de los argivos desapareció durante la noche que ha
terminado, y desde entonces no sé absolutamente nada que me
haga más feliz ni más desgraciada.
ANTÍGONA:
Estaba segura de ello, y por eso te he hecho salir del palacio para
que puedas oírme a solas.
ISMENA:
¿Qué hay? Parece que tienes entre manos algún proyecto.
ANTIGONA:
Creonte ha acordado otorgar los honores de la sepultura a uno
de nuestros hermanos y en cambio se la rehúsa al otro. A Etéocles,
según parece, lo ha mandado enterrar de modo que sea honrado
entre los muertos bajo tierra; pero en lo tocante al cuerpo del
infortunado Polinice, también se dice que ha hecho pública una
orden para todos los tebanos en la que prohíbe darle sepultura y
que se le llore: hay que dejarlo sin lágrimas e insepulto para que
sea fácil presa de las aves, siempre en busca de alimento. He aquí
lo que el excelente Creonte ha mandado pregonar por ti y por
mí; sí, por mí misma; y que va a venir aquí para anunciarlo
claramente a quien lo ignore; y que no considerará la cosa como
baladí; pues cualquiera que infrinja su orden, morirá lapidado por
el pueblo. Esto es lo que yo tenía que comunicarte. Pronto vas a
tener que demostrar si has nacido de sangre generosa o si no eres
más que una cobarde que desmientes la nobleza de tus padres.
ISMENA:
Pero, infortunada, si las cosas están dispuestas así ¿qué ganaría yo
desobedeciendo o acatando esas órdenes?
ANTÍGONA:
¿Me ayudarás? ¿Procederás de acuerdo conmigo? Piénsalo.
ISMENA:
¿A qué riesgo vas a exponerte? ¿Qué es lo que piensas?
ANTÍGONA:
¿Me ayudarás a levantar el cadáver?
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ISMENA:
Pero ¿de verdad piensas darle sepultura, a pesar de que se haya
prohibido a toda la ciudad?
ANTÍGONA:
Una cosa es cierta: es mi hermano y el tuyo, quiéraslo o no. Nadie
me acusará de traición por haberlo abandonado.
ISMENA:
¡Desgraciada! ¿A pesar de la prohibición de Creonte?
ANTÍGONA:
No tiene ningún derecho a privarme de los míos.
ISMENA:
¡Ah! Piensa, hermana, en nuestro padre, que pereció cargado del
odio y del oprobio, después que por los pecados que en sí mismo
descubrió, se reventó los ojos con sus propias manos; piensa
también que su madre y su mujer, pues fue las dos cosas a la vez,
puso ella misma fin a su vida con un cordón trenzado, y mira,
como tercera desgracia, cómo nuestros hermanos, en un solo
día, los dos se han dado muerte uno a otro, hiriéndose mutuamente
con sus propias manos. ¡Ahora que nos hemos quedado solas tú
y yo, piensa en la muerte aún más desgraciada que nos espera si a
pesar de la ley, si con desprecio de ésta, desafiamos el poder y el
edicto del tirano! Piensa además, ante todo, que somos mujeres, y
que, como tales, no podemos luchar contra los hombres; y luego,
que estamos sometidas a gentes más poderosas que nosotras, y
por tanto nos es forzoso obedecer sus órdenes aunque fuesen
aún más rigurosas. En cuanto a mí se refiere, rogando a nuestros
muertos que están bajo tierra que me perdonen porque cedo
contra mi voluntad a la violencia, obedeceré a los que están en el
poder, pues querer emprender lo que sobrepasa nuestra fuerza
no tiene ningún sentido.
ANTIGONA:
No insistiré; pero aunque luego quisieras ayudarme, no me será
ya grata tu ayuda. Haz lo que te parezca. Yo, por mi parte, enterraré
a Polinice. Será hermoso para mí morir cumpliendo ese deber.
Así reposaré junto a él, amante hermana con el amado hermano;
rebelde y santa por cumplir con todos mis deberes piadosos; que
más cuenta me tiene dar gusto a los que están abajo, que a los que
están aquí arriba, pues para siempre tengo que descansar bajo
tierra. Tú, si te parece, desprecia lo que para los dioses es lo más
sagrado
ISMENA:
No desprecio nada; pero no dispongo de recursos para actuar en
contra de las leyes de la ciudad.
ANTÍGONA:
Puedes alegar ese pretexto. Yo, por mi parte, iré a levantar el
túmulo de mi muy querido hermano.
ISMENA:
¡Ay, desgraciada!, ¡qué miedo siento por ti!
ANTÍGONA:
No tengas miedo por mí; preocúpate de tu propia vida.
ISMENA:
Pero por lo menos no se lo digas a nadie. Manténlo secreto; yo
haré lo mismo.
ANTÍGONA:
Yo no. Dilo en todas partes. Me serías más odiosa callando la
decisión que he tomado que divulgándola.
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ISMENA:
Tienes un corazón de fuego para lo que hiela de espanto.
ANTÍGONA:
Pero sé que soy grata a aquellos a quienes sobre todo me importa
agradar.
ISMENA:
Si al menos pudieras tener éxito; pero sé que te apasionas por un
imposible.
ANTÍGONA:
Pues bien, ¡cuando mis fuerzas desmayen lo dejaré!
ISMENA:
Pero no hay que perseguir lo imposible.
ANTÍGONA:
Si continúas hablando así, serás el blanco de mi odio y te harás
odiosa al muerto a cuyo lado dormirás un día. Déjame, pues, con
mi temeridad afrontar este peligro, ya que nada me sería más
intolerable que no morir con gloria.
ISMENA:
Pues si estás tan decidida, sigue. Sin embargo, ten presente una
cosa: te embarcas en una aventura insensata; pero obras como
verdadera amiga de los que te son queridos.
(ANTÍGONA e ISMENA se retiran. ANTÍGONA se aleja;
ISMENA entra al palacio. El CORO, compuesto de ancianos de Tebas,
entra y saluda lo primero al Sol naciente.)
CORO:
¡Rayos del Sol naciente! ¡Oh tú, la más bella de las luces que jamás
ha brillado sobre Tebas la de las siete puertas! Por fin has lucido,
ojos del dorado día, llegando por sobre las fuentes circeas.
Obligaste a emprender precipitada fuga, en su veloz corcel, a
toda brida, al guerrero de blanco escudo que de Argos vino
armado de todas sus armas. «Este ejército que en contra nuestra,
sobre nuestra tierra, había levantado Polinice, excitado por
equívocas discordias, y que, cual águila que lanza estridentes gritos,
se abatió sobre nuestro país, protegido con sus blancos escudos y
cubierto con cascos empenachados con crines de caballos,
poniendo en movimiento innumerables armas, planeando sobre
nuestros hogares abiertas sus garras, cercaba con sus mortíferas
lanzas las siete puertas de nuestra ciudad. Pero hubo de marcharse
sin poder saciar su voracidad en nuestra sangre, y antes que Efesto
y sus teas resinosas prendiesen sus llamas en las torres que coronan
la ciudad; tan estruendoso ha sido el estrépito de Ares, que resonó
a espaldas de los arivos, y que ha hecho invencible al Dragón
competidor.
CORIFEO:
Zeus, en efecto, aborrece las bravatas de una lengua orgullosa; y
cuando vio a los argivos avanzar como impetuosa riada, arrogantes,
con el estruendo de sus doradas armas, blandiendo el rayo de su
llama abatió al hombre que, en lo alto de las almenas, se aprestaba
ya a entonar himnos de victoria.
CORO:
Sobre el suelo que retumbó al chocar con él, cayó fulminado el
portador del fuego en el momento en que, llevado por el empuje
de un frenético ardor, respiraba contra nosotros el soplo los
vientos más desoladores. En cuanto a los demás, el gran Ares,
nuestro propicio aliado, les infligió, persiguiéndolos con otros
reveses, otra clase de muerte.
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CORIFEO:
Los siete jefes apostados ante las siete puertas, enfrentándose
con los otros siete, dejaron como ofrenda a Zeus, victorioso, el
tributo de sus armas de bronce.
«Todos huyeron, salvo los dos desgraciados que, nacidos de un
mismo padre y de una misma madre, enfrentando una contra
otra sus lanzas soberanas, alcanzaron los dos la misma suerte en
un común perecer.
CORO:
Pero Niké, la gloriosa, llegó y pagó en retorno el amor de Tebas,
la ciudad de los numerosos carros, haciendo que pasase del dolor
a la alegría. La guerra ha terminado. Olvidémosla. Vayamos con
nocturnos coros, que se prolongan en la noche, a todos los
templos de los dioses; y que Baco, el dios que con sus pasos hace
vibrar nuestra tierra, sea nuestro guía.
CORIFEO:
Pero he aquí que llega Creonte, hijo de Meneceo, nuevo rey del
país en virtud de los acontecimientos que los dioses acaban de
promover.
«¿Qué proyecto se agita en su espíritu para que haya convocado,
por heraldo público, esta asamblea de ancianos aquí congregados?
(Entra CREONTE con numeroso séquito.)
CREONTE:
Ancianos, los dioses, después de haber agitado rudamente con la
tempestad la ciudad, le han devuelto al fin la calma. A vosotros
solos, de entre todos los ciudadanos, os han convocado aquí mis
mensajeros porque me es conocida vuestra constante y respetuosa
sumisión al trono de Layo, y vuestra devoción a Edipo mientras
rigió la ciudad, así como cuando, ya muerto, os conservasteis fieles
con constancia a sus hijos. Ahora, cuando éstos, por doble
fatalidad, han muerto el mismo día, al herir y ser heridos con sus
propias fratricidas manos, quedo yo, de ahora en adelante, por
ser el pariente más cercano de los muertos, dueño del poder y del
trono de Tebas. Ahora bien, imposible conocer el alma, los
sentimientos y el pensamiento de ningún hombre hasta que no
se le haya visto en la aplicación de las leyes y en el ejercicio del
poder. Por mi parte considero, hoy como ayer, un mal gobernante
al que en el gobierno de una ciudad no sabe adoptar las decisiones
más cuerdas y deja que el miedo, por los motivos que sean, le
encadene la lengua; y al que estime más a un amigo que a su
propia patria, a ése lo tengo como un ser despreciable. ¡Que Zeus
eterno, escrutador de todas las cosas, me oiga! Jamás pasaré en
silencio el daño que amenaza a mis ciudadanos, y nunca tendré
por amigo a un enemigo del país. Creo, en efecto, que la salvación
de la patria es nuestra salvación y que nunca nos faltarán amigos
mientras nuestra nave camine gobernada con recto timón.
Apoyándome en tales principios, pienso poder lograr que esta
ciudad sea floreciente; y guiado por ellos, acabo hoy de hacer
proclamar por toda la ciudad un edicto referente a los hijos de
Edipo. A Etéocles, que halló la muerte combatiendo por la ciudad
con un valor que nadie igualó, ordeno que se le entierre en un
sepulcro y se le hagan y ofrezcan todos los sacrificios expiatorios
que acompañan a quienes mueren de una manera gloriosa. Por el
contrario, a su hermano, me refiero a Polinice, el desterrado que
volvió del exilio con ánimo de trastornar de arriba abajo el país
paternal y los dioses familiares, y con la voluntad de saciarse con
vuestra sangre y reduciros a la condición de esclavos, queda
públicamente prohibido a toda la ciudad honrarlo con una tumba
y llorarlo. ¡Que se le deje insepulto, y que su cuerpo quede expuesto
ignominiosamente para que sirva de pasto a la voracidad de las
aves y de los perros! Tal es mi decisión; pues nunca los malvados
obtendrán de mí estimación mayor que los hombres de bien. En
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cambio, quienquiera que se muestre celoso del bien de la ciudad,
ése hallará en mí, durante su vida como después de su muerte,
todos los honores que se deben a los hombres de bien.
CORIFEO:
Tales son las disposiciones, Creonte, hijo de Meneceo, que te
place tomar tanto respecto del amigo como del enemigo del país.
Eres dueño de hacer prevalecer tu voluntad, tanto sobre los que
han muerto como sobre los que vivimos.
CREONTE:
Velad, pues, para que mis órdenes se cumplan.
CORIFEO:
Encarga de esta comisión a otros más jóvenes que nosotros.
CREONTE:
Guardias hay ya colocados cerca del cadáver.
CORIFEO:
¿Qué otra cosa tienes aún que recomendarnos?
CREONTE:
Que seáis inflexibles con los que infrinjan mis órdenes.
CORIFEO:
Nadie será lo bastante loco como para desear la muerte.
CREONTE:
Y tal sería su recompensa. Pero por las esperanzas que despierta
el lucro se pierden a menudo los hombres.
(Llega un MENSAJERO, uno de los guardianes colocados cerca del cadáver
de Polinice. Después de muchas vacilaciones, se decide a hablar.)
MENSAJERO:
Rey, no diré que llego así, sin aliento, por haber venido de prisa y
con pies ligeros, porque varias veces me he detenido a pensar, y al
volver a andar, me volví a parar y a desandar el camino. Mi alma
conversaba conmigo, y a menudo me decía: «¡Desgraciado!, ¿por
qué vas a donde serás castigado apenas llegues? ¡Infortunado!
¿Vas todavía a retrasarte de nuevo? Y si Creonte se entera por
otro de lo que vas a decirle, ¿cómo podrías escapar al castigo?»
Rumiando tales pensamientos, avanzaba lentamente y alargaba el
tiempo. De este modo, un camino corto se convierte en un
trayecto largo. Al fin, sin embargo, me decidí a venir aquí y
comparecer ante ti. Y aunque no pueda explicar nada, hablaré a
pesar de ello, pues vengo movido por la esperanza de sufrir tan
sólo lo que el Destino haya decretado.
CREONTE:
¿Qué hay? ¿Qué es lo que te tiene tan perplejo?
MENSAJERO:
Quiero primero informarte de lo que me concierne. La cosa no
he sido yo quien la ha hecho, ni he visto al autor: no sería, pues,
justo que yo sufriese castigo por ello.
CREONTE:
¡Cuánta prudencia y cuántas precauciones tomas! Voy creyendo
que tienes que darme cuenta de algunas novedades.
MENSAJERO:
Cuesta mucho trabajo decir las cosas desagradables.
CREONTE:
¿Hablarás al fin y dirás tu mensaje para descargarte de él?
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MENSAJERO:
Voy, pues, a hablarte. Un desconocido, después de haber sepultado
al muerto y esparcido sobre su cuerpo un árido polvo y cumplidos
los ritos necesarios, ha huido hace rato.
CREONTE:
¿Qué es lo que dices? ¿Qué hombre ha tenido tal audacia?
MENSAJERO:
Yo no sé. Allí no hay señales de golpe de azada, ni el suelo está
removido con la ligona: la tierra está dura, intacta, y ningún carro
la ha surcado. El culpable no ha dejado ningún indicio. Cuando el
primer centinela de la mañana dio la noticia el hecho nos produjo
triste sorpresa; el cadáver no se veía; no estaba enterrado; aparecía
solamente cubierto con un polvo fino, como si se lo hubieran
echado para evitar una profanación. Ni rastro de fiera ni de perros
que lo hubieran arrastrado para destrozarlo. Una lluvia de insultos
descargamos unos contra otros. Cada centinela echaba la culpa al
otro, y hubiéramos llegado a las manos sin que hubiera nadie
para impedirlo. Cada cual sospechaba del otro, pero nadie quedaba
convicto; todos negaban y todos decían que no sabían nada.
Estábamos ya dispuestos a la prueba de coger el hierro candente
en las manos, a pasar por el fuego y jurar por los dioses que
éramos inocentes y que desconocíamos tanto al autor del proyecto
como a su ejecutor, cuando al fin, como nuestras pesquisas no
conducían a nada, uno de nosotros habló de modo que nos obligó
a inclinar medrosamente la cabeza, pues no podíamos ni
contradecirle ni proponer una solución mejor. Su opinión fue
que había que comunicarte lo que pasaba y no ocultártelo. Esta
idea prevaleció, y fui yo, ¡desgraciado de mí!, a quien la suerte
designó para esta buena comisión. Heme aquí, pues, contra mi
voluntad y contra la tuya también, demasiado lo sé, ya que nadie
desea un mensajero con malas noticias.
CORIFEO:
Rey, desde hace tiempo mi alma se pregunta si este acontecimiento
no habrá sido dispuesto por los dioses.
CREONTE:
Cállate, antes que tus palabras me llenen de cólera, si no quieres
pasar a mis ojos por viejo y necio a la vez. Dices cosas intolerables,
suponiendo que los dioses puedan preocuparse por ese cadáver.
¿Es que podrían ellos, al darle tierra, premiar como a su
bienhechor al que vino a incendiar sus templos con sus
columnatas, y a quemar las ofrendas que se les hacen y a trastornar
el país y sus leyes? ¿Cuándo has visto tú que los dioses honren a
los malvados? No, ciertamente. Pero desde hace tiempo algunos
ciudadanos se someten con dificultad a mis órdenes y murmuran
en contra mía moviendo la cabeza, pues no quieren someter su
cuello a mi yugo, como convenía, para acatar de corazón mis
mandatos. Son estas gentes, lo sé, las que habrán sobornado a los
centinelas y les habrán inducido a hacer lo que han hecho. De
todas las instituciones humanas, ninguna como la del dinero trajo
a los hombres consecuencias más funestas. Es el dinero el que
devasta las ciudades, el que echa a los hombres de los hogares, el
que seduce las almas virtuosas y las incita a acciones vergonzosas;
es el dinero el que en todas las épocas ha hecho a los hombres
cometer todas las perfidias y el que les enseñó la práctica de todas
las impiedades. Pero los que, dejándose corromper, han cometido
esta mala acción, tendrán en plazo más o menos largo su castigo.
Porque tan cierto como que Zeus sigue siendo el objeto de mi
veneración, tenlo entendido, y te lo digo bajo juramento, que si
no encontráis, y traéis aquí, ante mis ojos, a aquel cuyas manos
hicieron esos funerales, la muerte sola no os bastará, pues seréis
colgados vivos hasta que descubráis al culpable y conozcáis así de
dónde hay que esperar sacar provecho y aprendáis que no se
debe querer sacar ganancia de todo, y veréis entonces que los
beneficios ilícitos han perdido a más gente que la que han salvado.
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MENSAJERO:
¿Me permitirás decir una palabra, o tendré que retirarme sin decir
nada?
CREONTE:
¿No sabes ya cuán insoportables me resultan tus palabras?
MENSAJERO:
¿Es que ellas muerden tus oídos o tu corazón?
CREONTE:
¿Por qué quieres precisar el lugar de mi dolor?
MENSAJERO:
El culpable aflige tu alma; yo no hago más que ofender tus oídos.
CREONTE:
¡Ah! ¡Qué insigne charlatán has salido desde tu nacimiento!
MENSAJERO:
Por lo menos no he sido yo quien ha cometido ese crimen.
CREONTE:
Pero, ya que por dinero has vendido tu alma...
MENSAJERO:
¡Ay! ¡Gran desgracia es juzgar por sospechas, y que las sospechas
sean falsas!
CREONTE:
¡Vamos! ¡Ahora te vas a andar con sutilezas sobre la opinión! Si
no me traéis a los autores del delito, tendréis que reconocer, a no
tardar, que las ganancias que envilecen causan graves perjuicios.
MENSAJERO:
¡Sí; que se descubra al culpable ante todo! Pero que se le coja, o
que no, pues es el Destino quien lo decidirá, no hay peligro de
que tu me veas jamás volver por aquí, y ahora que, contra toda
esperanza y contra todos mis temores, logro escapar, debo a los
dioses una gratitud infinita.
(El GUARDIÁN se retira.)
CORO:
Numerosas son las maravillas del mundo; pero, de todas, la más
sorprendente es el hombre. El es quien cruza los mares espumosos
agitados por el impetuoso Noto, desafiando las alborotadas olas
que en torno de él se encrespan y braman. La más poderosa de
todas las diosas, la imperecedera, la inagotable Tierra, él la cansa
año tras año, con el ir y venir de la reja de los arados, volteándola
con ayuda de las yuntas de caballos.
«El hombre industrioso envuelve en las mallas de sus tendidas
redes y captura a la alígera
especie de las aves, así como a la raza temible de las fieras y a los
seres que habitan el océano. El, con sus artes se adueña de los
animales salvajes y montaraces; y al caballo de espesas crines lo
domina con el freno, y somete bajo el yugo, que por ambas partes
le sujeta, al indómito toro bravío. Y él se adiestró en el arte de la
palabra y en el pensamiento, sutil como el viento, que dio vida a
las costumbres urbanas que rigen las ciudades, y aprendió a
resguardarse de la intemperie, de las penosas heladas y de las
torrenciales lluvias. Y porque es fecundo en recursos, no le faltan
en cualquier instante para evitar que en el porvenir le sorprenda
el azar; sólo del Hades no ha encontrado medio de huir, a pesar
de haber acertado a luchar contra las más rebeldes enfermedades,
cuya curación ha encontrado. Y dotado de la industriosa habilidad
del arte, más allá de lo que podía esperarse, se labra un camino,
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unas veces hacia el mal y otras hacia el bien, confundiendo las
leyes del mundo y la justicia que prometió a los dioses observar.
«Es indigno de vivir en una ciudad el que, estando al frente de la
comunidad, por osadía se habitúa al mal. Que el hombre que así
obra no sea nunca ni mi huésped en el hogar ni menos amigo
mío.
(Llega de nuevo el CENTINELA trayendo atada a ANTÍGONA.)
CORIFEO:
¡Qué increíble y sorprendente prodigio! ¿Cómo dudar, pues la
reconozco, que sea la joven Antígona? ¡Oh! ¡Desdichada hija del
desgraciado Edipo! ¿Qué pasa? Te traen porque has infringido
los reales edictos y te han sorprendido cometiendo un acto de tal
imprudencia?
CENTINELA:
¡He aquí la qué lo ha hecho! La hemos cogido en trance de dar
sepultura al cadáver. Pero, ¿dónde está Creonte?
CORIFEO:
Sale del palacio y llega oportunamente.
(Llega CREONTE.)
CREONTE:
¿Qué hay? ¿Para qué es oportuna mi llegada?
CENTINELA:
Rey, los mortales no deben jurar nada, pues una segunda decisión
desmiente a menudo un primer propósito. No hace mucho, en
efecto, amedrentado por tus amenazas, me había yo prometido
no volver a poner los pies aquí. Pero una alegría que llega cuando
menos se la espera no tiene comparación con ningún otro placer.
Vuelvo, pues, a despecho de mis juramentos, y te traigo a esta
joven que ha sido sorprendida en el momento en que cumplía los
ritos funerarios. La suerte, esta vez, no ha sido consultada, y este
feliz hallazgo ha sido descubierto por mí solo y no por otro. Y
ahora que está ya en tus manos, rey, interrógala y hazle confesar
su falta. En cuanto a mí, merezco quedar suelto y para siempre
libre, a fin de escapar a los males con que estaba amenazado.
CREONTE:
¿En qué lugar y cómo has cogido a la que me traes?
CENTINELA:
Ella misma estaba enterrando el cadáver; ya lo sabes todo. ¿Hablo
concretamente y con claridad?.
CREONTE:
¿Cómo la has visto y cómo la has sorprendido en el hecho?
CENTINELA:
Pues bien, la cosa ha ocurrido así: cuando yo llegué, aterrado por
las terribles amenazas que tú habías pronunciado, barrimos todo
el polvo que cubría al muerto y dejamos bien al descubierto el
cadáver, que se estaba descomponiendo. Después, para evitar que
las fétidas emanaciones llegasen hasta nosotros, nos sentamos de
espaldas al viento, en lo alto de la colina. Allí, cada uno de nosotros
excitaba al otro con rudas palabras a la más escrupulosa vigilancia,
para que nadie anduviera remiso en el cumplimiento de la empresa.
Permanecimos así hasta que el orbe resplandeciente del Sol se
paró en el centro del éter y el calor ardiente arrasaba. En este
momento, una tromba de viento, trastorno prodigioso, levantó
del suelo un torbellino de polvo; llenó la llanura, devastó todo el
follaje del bosque y obscureció el vasto éter. Aguantamos con los
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ojos cerrados aquel azote enviado por los dioses. Pero cuando la
calma volvió, mucho después, vimos a esta joven que se lamentaba
con una voz tan aguda como la del ave desolada que encuentra
su nido vacío, despojado de sus polluelos. De este mismo modo,
a la vista del cadáver desnudo, estalló en gemidos; exhaló sollozos
y comenzó a proferir imprecaciones contra los autores de esa
iniquidad. Con sus manos recogió en seguida polvo seco, y luego,
con una jarra de bronce bien cincelado, fue derramando sobre el
difunto tres libaciones. Al ver esto, nosotros nos lanzamos sobre
ella enseguida; todos juntos la hemos cogido, sin que diese muestra
del menor miedo. Interrogada sobre lo que había ya hecho y lo
que acababa de realizar, no negó nada. Esta confesión fue para
mí, por lo menos, agradable y penosa a la vez. Porque el quedar
uno libre del castigo es muy dulce, en efecto; pero es doloroso
arrastrar a él a sus amigos. Pero, en fin, estos sentimientos cuentan
para mí menos que mi propia salvación.
(Una pausa.)
CREONTE (Dirigiéndose a ANTÍGONA.):
¡Oh! Tú, tú que bajas la frente hacia la tierra, confirmas o niegas
haber hecho lo que éste dice?
ANTÍGONA:
Lo confirmo, y no niego absolutamente nada.
CREONTE (Al CENTINELA.):
Libre de la grave acusación que pesaba sobre tu cabeza, puedes ir
ahora a donde quieras.
(El CENTINELA se va.)
CREONTE (Dirigiéndose a ANTÍGONA.):
¿Conocías prohibición que yo había promulgado? Contesta
claramente.
ANTÍGONA (Levanta la cabeza y mira a CREONTE.):
La conocía. ¿Podía ignorarla? Fue públicamente proclamada.
CREONTE:
¿Y has osado, a pesar de ello, desobedecer mis órdenes?
ANTÍGONA:
Sí, porque no es Zeus quien ha promulgado para mí esta
prohibición, ni tampoco Niké, compañera de los dioses
subterráneos, la que ha promulgado semejantes leyes a los
hombres; y he creído que tus decretos, como mortal que eres,
puedan tener primacía sobre las leyes no escritas, inmutables de
los dioses. No son de hoy ni ayer esas leyes; existen desde siempre
y nadie sabe a qué tiempos se remontan. No tenía, pues, por qué
yo, que no temo la voluntad de ningún hombre, temer que los
dioses me castigasen por haber infringido tus órdenes. Sabía muy
bien, aun antes de tu decreto, que tenía que morir, y ¿cómo
ignorarlo? Pero si debo morir antes de tiempo, declaro que a mis
ojos esto tiene una ventaja. ¿Quién es el que, teniendo que vivir
como yo en medio de innumerables angustias, no considera más
ventajoso morir? Por tanto, la suerte que me espera y tú me
reservas no me causa ninguna pena. En cambio, hubiera sido
inmenso mi pesar si hubiese tolerado que el cuerpo del hijo de mi
madre, después de su muerte, quedase sin sepultura. Lo demás
me es indiferente. Si, a pesar de todo, te parece que he obrado
como una insensata, bueno será que sepas que es quizás un loco
quien me trata de loca.
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SÓFOCLES ANTÍGONA
© Pehuén Editores, 2001.
CORIFEO:
En esta naturaleza inflexible se reconoce a la hija del indomable
Edipo: no ha aprendido a ceder ante la desgracia.
CREONTE (Dirigiéndose al CORO.):
Pero has de saber que esos espíritus demasiado inflexibles son
entre todos los más fáciles de abatir, y que el hierro, que es tan
duro, cuando la llama ha aumentado su dureza, es el metal que
con más facilidad se puede quebrar y hacerse pedazos. He visto
fogosos caballos a los que un sencillo bocado enfrena y domina.
El orgullo sienta mal a quien no es su propio dueño. Ésta ha
sabido ser temeraria infringiendo la ley que he promulgado y añade
una nueva ofensa a la primera, gloriándose de su desobediencia y
exaltando su acto. En verdad, dejaría yo de ser hombre
y ella me reemplazaría, si semejante audacia quedase impune. Pero
que sea o no hija de mi hermana, y sea mi más cercana parienta,
entre todos los que adoran a Zeus en mi hogar, ella y su hermana
no escaparán a la suerte más funesta, pues yo acuso igualmente a
su hermana de haber premeditado y hecho estos funerales.
Llamadla. Hace un rato la he visto alocada y fuera de sí.
Frecuentemente las almas que en la sombra maquinan un acto
reprobable, suelen por lo general traicionarse antes de la ejecución
de sus actos. Pero aborrezco igualmente al que, sorprendido en el
acto de cometer su falta, intenta dar a su delito nombres gloriosos.
ANTÍGONA:
Ya me has cogido. ¿Quieres algo más que matarme?
CREONTE:
Nada más; teniendo tu vida, tengo todo lo que quiero.
ANTÍGONA:
Pues, entonces, ¿a qué aguardas? Tus palabras me disgustan y
ojalá me disgusten siempre, ya que a ti mis actos te son odiosos.
¿Qué hazaña hubiera podido realizar yo más gloriosa que de dar
sepultura a mi hermano? (Con un gesto designando el CORO.) Todos
los que me están escuchando me colmarían de elogios si el miedo
no encadenase sus lenguas. Pero los tiranos cuentan entre sus
ventajas la de poder hacer y decir lo quieren.
CREONTE:
Tú eres la única entre los cadmeos que ve las cosas así.
ANTÍGONA:
Ellos las ven como yo; pero ante ti, sellan sus labios.
CREONTE:
Y tú, ¿cómo no enrojeces de vergüenza de disentir de ellos?
ANTÍGONA:
No hay motivos para enrojecer por honrar a los que salieron del
mismo seno.
CREONTE:
¿No era también hermano tuyo el que murió combatiendo contra
el otro?
ANTÍGONA:
Era mi hermano de padre y de madre.
CREONTE:
Entonces, ¿por qué hacer honores al uno que resultan impíos
para con el otro?
ANTÍGONA:
No diría que lo son el cadáver del muerto.
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SÓFOCLES ANTÍGONA
© Pehuén Editores, 2001.
CREONTE:
Sí; desde el momento en que tú rindes a este muerto más honores
que al otro.
ANTÍGONA:
No murió como su esclavo, sino como su hermano.
CREONTE:
Sin embargo, el uno asolaba esta tierra y el otro luchaba por
defenderla.
ANTÍGONA:
Hades, sin embargo, quiere igualdad de leyes para todos.
CREONTE:
Pero al hombre virtuoso no se le debe igual trato que al malvado.
ANTÍGONA:
¿Quién sabe si esas máximas son santas allá abajo?
CREONTE:
No; nunca un enemigo mío será mi amigo después de muerto.
ANTÍGONA:
No he nacido para compartir el odio, sino el amor.
CREONTE:
Ya que tienes que amar, baja, pues, bajo tierra a amar a los que ya
están allí. En cuanto a mí, mientras viva, jamás una mujer me
mandará
(Se ve llegar a ISMENA entre dos esclavos.)
CORIFEO:
Pero he aquí que en el umbral del palacio está Ismena, dejando
correr lágrimas de amor por su hermana. Una nube de dolor que
pesa sobre sus ojos ensombrece su rostro enrojecido, y baña en
llanto sus lindas mejillas.
(Entra ISMENA.)
CREONTE:
¡Oh tú que, como una víbora, arrastrándose cautelosamente en
mi hogar, bebías, sin yo saberlo, mi sangre en la sombra! ¡No
sabía yo que criaba dos criminales dispuestas a derribar mi trono!
Vamos, habla, ¿vas a confesar tú también haber participado en
los funerales, o vas a jurar que no sabías nada?
ISMENA:
Sí, soy culpable, si mi hermana me lo permite; cómplice soy suya
y comparto también su pena.
ANTÍGONA (Vivamente.):
Pero la Justicia no lo permitirá, puesto que has rehusado seguirme
y yo no te he asociado a mis actos.
ISMENA:
Pero en la desgracia en que te hallas no me avergüenza asociarme
al peligro que corres.
ANTÍGONA:
Hades y los dioses infernales saben quiénes son los responsables.
Quien me ama sólo de palabra, no es amiga mía.
ISMENA:
Hermana mía, no me juzgues indigna de morir contigo y de haber
honrado al difunto.
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SÓFOCLES ANTÍGONA
© Pehuén Editores, 2001.
ANTÍGONA:
Guárdate de unirte a mí muerte y de atribuirte lo que no has
hecho. Bastará que muera yo.
ISMENA:
Y ¿qué vida, abandonada de ti, puede serme aún apetecible?
ANTÍGONA:
Pregúntaselo a Creonte, que tanta solicitud te inspira.
ISMENA:
¿Por qué quieres afligirme así, sin provecho alguno para ti?
ANTÍGONA:
Si te mortifico, ciertamente no es sin dolor.
ISMENA:
¿No puedo al menos ahora pedirte algún favor?
ANTÍGONA:
Salva tu vida; no te envidio al conservarla.
ISMENA:
¡Malhaya mi desgracia! ¿No podría yo compartir tu muerte?
ANTÍGONA:
Tú has preferido vivir; yo en cambio, he escogido morir.
ISMENA:
Pero al menos te he dicho lo que tenía que decirte.
ANTÍGONA:
Sí, a unos les parecerán sensatas tus palabras; a otros, las mías.
ISMENA:
Sin embargo, la falta es común a ambas.
ANTÍGONA:
Tranquilízate. Tú vives; pero mi alma está muerta desde hace
tiempo y ya no es capaz de ser útil más que a los muertos.
CREONTE:
Estas dos muchachas, lo aseguro, están locas. Una acaba de perder
la razón; la otra la había perdido desde el día en que nació.
ISMENA:
Es que, ¡oh rey!, la razón con que la Naturaleza nos ha dotado no
persiste en un momento de desgracia excesiva, y en ciertos casos,
aun el más cuerdo acaba por perder el juicio.
CREONTE:
El tuyo, seguramente, se perdió cuando quisiste ser cómplice de
unos malvados.
ISMENA:
Sola y sin ella, ¿qué será para mí la vida?
CREONTE:
No hables más de ella, pues ya no existe.
ISMENA:
Y ¿vas a matar a la prometida de tu hijo?
CREONTE:
Hay otros surcos donde poder labrar.
ISMENA:
No era eso lo que entre ellos se había convenido.

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