(acaso ella es el único autor que tomó realmente en serio la hipótesis de las pulsiones
de destrucción, aunque le dio un contenido muy diferente), ignora el narcisismo.
Entre sus seguidores, sólo H. Rosenfeld trató de integrarlo en las concepciones
kleinianas; en efecto, ni H. Segal, ni Meltzer ni Bion le dan cabida en sus
elaboraciones teóricas. Y no le otorga más atención la obra de Winnicott, que tan
profundamente difiere dejas teorías de Melanie Klein, no obstante que deriva de ellas.
En cambio, del otro lado del Atlántico el narcisismo renacería de sus cenizas,
primero bajo la pluma de Hartmann, aunque de manera relativamente incidental. Pero
sería Kohut quien habría de volver a ponerlo en vigencia en el psicoanálisis. Su obra
The Analysis of the Self alcanzó gran popularidad. Pronto Kohut haría escuela, no sin
despertar resistencias. En primer lugar, en los que pretendían ser "freudianos
clásicos" -de hecho eran hartmannianos-, sin que verdaderamente se averiguara en
qué se fundaba su oposición, puesto que la lectura de Kohut permite inscribirlo en la
filiación de Freud y de Hartmann o, más exactamente, en la filiación de Freud
interpretado por Hartmann. Sin duda, queda sujeta a debate la manera de comprender
el material comunicado por los analizandos, y de darle respuesta, cuando cabe. Pero la
oposición vendría también de otro lado: de Kernberg, en particular, quien defendía
una concepción de las relaciones de objeto que es un poco tributaria de Melanie Klein
(a pesar de que pone en entredicho sus teorías), pero todavía más de Edith Jacobson,
cuya obra no es suficientemente apreciada. Por otra parte, tanto Kohut como Kernberg
fueron muy discutidos por la escuela inglesa, cuyos postulados fundamentales son
muy diferentes.
En esta situación, Kohut pasó por el teórico que había conseguido la resurrección
del narcisismo. Equivocadamente. En efecto, si
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la comunidad psicoanalítica no profesara una ignorancia, teñida a veces de desprecio,
hacia los trabajos psicoanalíticos franceses, habría reconocido que. en Francia.
Grunberger se había anticipado a Kohut en este camino. Y si no hubiera pesado sobre
Lacan durante tanto tiempo un ostracismo que sólo hace poco tiempo se ha levantado,
se habría advertido que el narcisismo es una pieza maestra de su aparato teórico. El
movimiento psicoanalítico francés de posguerra siempre acordó al narcisismo la
mayor atención, aunque, en este campo como en los demás, se hayan expuesto
concepciones más o menos divergentes. Así, si me es lícito hablar de mis propias
contribuciones, el lector informado advertirá con facilidad que las opiniones que
sostengo son diferentes de los puntos de vista tanto de Lacan como de Grunberger.
No cabe lamentar esta falta de acuerdo sobre un problema, aunque sea tan decisivo;
al contrario, tenemos que saludar el hecho de que elaboraciones teóricas inspiradas en
interpretaciones diferentes reaviven la controversia, puesto que la luz sólo puede
nacer del cotejo de las ideas.
Los debates a que hoy mueve el narcisismo giran, en el fondo, en torno de un
problema que me parece mal planteado. Todo se reduce a averiguar si se puede
atribuir al narcisismo autonomía, o si se trata, en las cuestiones que plantea, del
destino singular de un conjunto de pulsiones, que es preciso considerar en relación
estrecha con las demás. Por mi parte, no veo la necesidad de elegir entre una u otra
estrategia teórica; las enseñanzas de la clínica nos autorizan a creer que existen, en
efecto, estructuras y trasferencias narcisistas, es decir, en las que el narcisismo se sitúa
en el corazón del conflicto. Pero ni unas ni otras se pueden pensar ni interpretar
aisladas, desdeñando las relaciones de objeto y la problemática general de los nexos
del yo con la libido erótica y destructiva. Todo depende de una ponderación, que el