Narcisismo de vida, narcisismo de muerte
Obras de André Green en esta biblioteca
«Pulsión de muerte, narcisismo negativo, función desobjetalizante», en La
pulsión de muerte
De locuras privadas
«Desconocimiento del inconciente (ciencia y psicoanálisis)»,
en El inconciente v la ciencia
La nueva clínica psicoanalítica y la teoría de Freud. Aspectos fundamentales de la
locura privada
El lenguaje en el psicoanálisis
El trabajo de lo negativo
Las cadenas de Eros. Actualidad de lo sexual
Narcisismo de vida, narcisismo de
muerte
André Green
Amorrortu editores
Biblioteca de psicología y psicoanálisis
Directores: Jorge Colapinto y David Maldavsky
Narcisisme de vie, narcissisme de mort, André Green
© Editions de Minuit, 1983
Primera edición en castellano, 1986; primera reimpresión, 1990;
segunda reimpresión, 1993; tercera reimpresión, 1999
Traducción. José Luis Etcheverrv
Única edición en castellano autorizada por Editions de Minuit, París, Francia, v
debidamente protegida en todos los países. Queda hecho el depósito que previene la
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Industria Argentina. Made in Argentina.
ISBN 950-518-478-6
ISBN 2-7073-0635-5, París, edición original
Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de
Buenos Aires, en marzo de 1999.
índice general
11 Prólogo. El narcisismo y el psicoanálisis: ayer y hoy
29 Primera parte. Teoría del narcisismo
31 1. Uno, otro, neutro: valores narcisistas de lo mismo
78 2. El narcisismo primario: estructura o estado
1273. La angustia y el narcisismo
165Segunda parte. Formas narcisistas
1674. El narcisismo moral
1965. El género neutro
2096. La madre muerta
239Epílogo. El yo, mortal-inmortal
Índice de esta digitalización
Índice de esta digitalización 8
Prólogo. El narcisismo y el psicoanálisis: ayer y hoy 10
Primera parte. Teoría del narcisismo 25
1. Uno. otro, neutro: valores narcisistas de lo mismo (1976) 25
2. El narcisismo primario: estrºuctura o estado (1966-1967) 63
3. La angustia y el narcisismo (1979) 102
Segunda parte. Formas narcisistas 133
4. 4. El narcisismo moral (1969) 133
5. El género neutro (1973) 156
6. La madre muerta (1980) 167
A Catherine Parat 167
Epílogo. El yo. mortal-inmortal (1982) 192
Referencias 212
Alcánzame esa copa, quiero leer en ella. Shakespeare, Ricardo II (IV, 1, 276).
Así, en una persona, a muchas represento, Y ninguna satisfecha. . . (V. 5, 31).
. . . Lo que soy, no cuenta Porque a mí, ni a hombre que hombre sea Nada
conforma, hasta que no lo alivia Ser nada. . . (V, 5, 38).
¡Elévate, alma mía! Tu sitio está en lo alto Mientras mi tosca carne se hunde, para
morir aquí. (V, 5, III).
Ahora bien, como el yo vive atareado pensando en una multitud de cosas, y como no
es mas que el pensamiento de esas cosas, cuando, por casualidad, en lugar de tener
delante esas cosas, de repente da en pensar en sí mismo, sólo encuentra un aparato
vacío, algo que él no conoce y, para conferirle alguna realidad, le agrega el recuerdo
de una figura que percibió en el espejo. Esa cómica sonrisa, esos bigotes desparejos,
he ahí lo que desaparecerá de la superficie de la Tierra. (. . .) Y mi yo me parece
todavía más nulo cuando así lo veo ya como algo que no existe. Proust, A la
recherche du temps perdu (La fugitive), Ed. de la Pléiade, 3, pág. 456.
Prólogo. El narcisismo y el psicoanálisis: ayer y hoy
En las horas del jardín
Analizar es ensayar una diferenciación en la masa compacta y a menudo confusa de
los hechos -confusa en mayor medida si se renunció a percibirlos desde la unidad
aparente del discurso-, siguiendo ejes que se consideran apropiados para descubrir
una composición distinta del objeto, una composición que no es manifiesta; así se
revelará su verdadera índole. Es más difícil alcanzar esta meta ideal cuando nos
alejamos del objeto del mundo físico para acercarnos al objeto psíquico. En efecto, si
los objetos del mundo de la naturaleza sólo oponen al examen una respuesta pasiva,
los objetos humanos le agregan una resistencia activa que estorba su desocultamiento,
si es legítimo calificar así el resultado de la investigación.
Cuando el análisis recae sobre el yo, una de las principales razones de esta
oposición tenaz es el narcisismo. El cemento que mantiene constituida la unidad del
yo ha reunido sus componentes imprimiéndole una identidad formal que para su
sentimiento de existencia es tan preciosa cuanto lo es el sentido por el que se
aprehende como ser. Por eso mismo el narcisismo opone una de las más feroces
resistencias al análisis. ¿Acaso la defensa de lo Uno no supone, en virtud de ella
misma, el rechazo de lo inconciente, que implica la existencia de una parte del
psiquismo que actúa por su propia cuenta en desafío al imperio del yo? Para
aprehender esto, sin embargo, hacía falta primero que el trámite analítico consiguiera
individualizar su existencia y su función. Porque tenemos ahí un nuevo obstáculo
para el análisis de los objetos humanos: los ejes y los constituyentes que los
componen no se entregan de manera inmediata al espíritu por la observación o la
deducción. Por eso se pudo negar que la teoría psicoanalítica derivaba de la
experiencia, hasta tal punto parecía que la retícula interpretativa debía ser previa a
toda comprensión, por parcial que fuera, de los sucesos psíquicos y, más todavía, de
la estructura del sujeto.
El narcisismo fue en cierto modo un paréntesis en el pensamiento de Freud. La
sexualidad es la constante indestronable de la teoría íntegra del inventor del
psicoanálisis, pero su poder es de continuo cuestionado por una fuerza adversa que,
por su parte, experimentó cambios con el paso de los años. Antes del narcisismo
fueron las pulsiones de autoconservación; después, las pulsiones de muerte. En el
interregno que se extiende de la primera a la última teoría
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de las pulsiones, el narcisismo resulta de la libidinización de las pulsiones yoicas, que
hasta ese momento se consideraban empeñadas en la autoconservación. Sin duda que
fue un salto decisivo para Freud llevar la sexualidad al interior del yo, cuando, en un
primer abordaje, este parecía escapar a su imperio. Con el descubrimiento del
narcisismo, creyó haber descubierto la causa de la inaccesibilidad al psicoanálisis que
ciertos pacientes mostraban. Como en ellos la libido se había retirado de los objetos y
se había replegado sobre el yo, era imposible una trasferencia, en todos los sentidos
de ese término, y por lo tanto una elaboración de la psicosexualidad. que había
encontrado refugio en un santuario inviolable. En esa época, Freud entendía que la
perturbación fundamental de la psicosis provenía de ese retiro de la libido, que
hallaba más satisfacción donde había encontrado asilo que en la aventura de la libido
de objeto, fuente de satisfacciones diferentes pero también de innumerables
decepciones, riesgos, incertidumbres.
Era preciso, entonces, descubrir el narcisismo como subconjunto de la psique antes
que se pudiera dar razón de su puesto en la tópica, la dinámica y la economía de la
libido. Esta dimensión de la vida psíquica no se impuso enseguida en el psicoanálisis.
Hicieron falta unos veinte años de reflexión y de experiencia para que Freud se
decidiera a enunciar la hipótesis de su existencia en el escrito canónico sobre el tema,
"Introducción del narcisismo" (1914). A los analistas, esta adquisición teórica les
pareció pertinente y esclarecedora; cuál no sería entonces su asombro cuando, no
habiendo trascurrido aún siete años, Más allá del principio de placer (1921) salía a
escena para afirmar que esa pertinencia era ilusoria porque conducía a una concepción
monista de la libido.
En suma, el narcisismo era un engañoso señuelo, tanto más eficaz porque imprimía
en la teoría la seducción de que él mismo era expresión: la ilusión unitaria, que esta
vez afectaba a la libido. Freud decidió entonces poner fin a esta peripecia de su
pensamiento y propuso la última teoría de las pulsiones, en que se oponían pulsiones
de vida y pulsiones de muerte. La hipótesis de las pulsiones de muerte estaba
destinada a suscitar controversias. La sexualidad, por su parte, cambiaba su ubicación.
Ya no eran las pulsiones sexuales, sino las pulsiones de vida las que se oponían a las
pulsiones de muerte. Lo que sólo parece un matiz trae serias consecuencias. Es que
frente al espectro de la muerte, el único adversario que se puede medir con él es Eros,
figura metafórica de las pulsiones de vida. ¿Qué se reagrupa en esta nueva
denominación? La suma de las pulsiones descriptas precedentemente, que ahora se
reúnen en un solo rótulo: las pulsiones de autoconservación, las pulsiones sexuales, la
libido de objeto y el narcisismo. En suma, todos los constituyentes de las anteriores
teorías de la pulsión sólo son subconjuntos reunidos por una idéntica función: la
defensa y el cumplimiento de la vida por Eros, contra los efectos devastadores de las
pulsiones de muerte.
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Advertimos hasta qué punto el amor, que parece incuestionado, lo más "natural"
que existe, sin embargo es contrariado desde todos los ángulos. No sólo tiene que
enfrentar a un temible adversario que en definitiva siempre prevalece, sino padecer
las querellas que dividen su propio campo porque cada uno de los subconjuntos está
en conflicto con los demás en el propio seno de las pulsiones de vida. Así, aun dentro
de la vida, ciertas fuerzas —incluido el principio de placer- colaboran con las
pulsiones de muerte sin saberlo. Hacía falta audacia para proponer a los
psicoanalistas, dominados todavía por el apetito de conquista, el reconocimiento de
ese implacable ejército de las sombras, las potencias de muerte, que socava sus
tentativas terapéuticas.
Lo que al comienzo no era más que una especulación, que los psicoanalistas no
estaban obligados a admitir, con el paso de los años se convertiría, por verificación de
la clínica -y también de los fenómenos sociales-, en una certidumbre, al menos para
Freud, puesto que no se puede afirmar que encontrara en este punto aceptación
unánime. Parece, no obstante, que la comunidad analítica se empeñó más en discutir
las innovaciones teóricas de Freud que en manifestar su adhesión a la teoría
destronada por ellas, en que el narcisismo ocupaba el lugar central.
Podemos citar otra razón para el olvido del narcisismo, tanto por parte de Freud
como de sus discípulos: la creación de la segunda tópica, que traía consigo una
reevaluación del yo. Esta innovación fue mucho mejor recibida que la pulsión de
muerte. Parecía que Freud quisiera minar la moral de sus tropas, puesto que el
enemigo que arruinaba sus esperanzas terapéuticas demostraba ser prácticamente
invencible. En ese momento se habría podido esperar que a favor de la nueva
concepción del yo se retomaran problemas planteados por el narcisismo,
contemplados desde el ángulo de la segunda tópica y de la última teoría de las
pulsiones en un empeño de integración de los logros del pasado y los descubrimientos
del presente. Nada de eso sucedió. Freud, que sin duda se reprochaba haber hecho
excesivas concesiones al pensamiento de Jung, ¿habrá querido deliberadamente
romper con sus anteriores concepciones? No es imposible. Lo cierto es que el
narcisismo perdería más y más terreno en sus escritos en favor de las pulsiones de
destrucción. Testimonio de esto, la revisión de sus perspectivas nosográficas, que
restringieron el campo de las neurosis narcisistas a la melancolía exclusivamente o,
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si se quiere, a la psicosis maníaco-depresiva, mientras que la esquizofrenia y la
paranoia pasaban a depender de una etiopatogenia distinta. En cuanto a la melancolía,
si bien se la mantenía en la jurisdicción del narcisismo, se la presentaba como
expresión de un cultivo puro de la pulsión de muerte. Queda entonces por descubrir
una articulación, necesaria, entre el narcisismo y la pulsión de muerte; Freud no se
ocupó de ello, y ha dejado a nuestro cargo ese descubrimiento. La mayoría de los
trabajos que aquí reunimos intentan, de manera implícita o explícita, pensar las
relaciones entre narcisismo y pulsión de muerte: lo que he propuesto llamar
narcisismo negativo.
Después de Freud, el narcisismo conocería un doble destino. En Europa, la obra de
Melanie Klein, enteramente centrada en la última teoría de las pulsiones de Freud
(acaso ella es el único autor que tomó realmente en serio la hipótesis de las pulsiones
de destrucción, aunque le dio un contenido muy diferente), ignora el narcisismo.
Entre sus seguidores, sólo H. Rosenfeld trató de integrarlo en las concepciones
kleinianas; en efecto, ni H. Segal, ni Meltzer ni Bion le dan cabida en sus
elaboraciones teóricas. Y no le otorga más atención la obra de Winnicott, que tan
profundamente difiere dejas teorías de Melanie Klein, no obstante que deriva de ellas.
En cambio, del otro lado del Atlántico el narcisismo renacería de sus cenizas,
primero bajo la pluma de Hartmann, aunque de manera relativamente incidental. Pero
sería Kohut quien habría de volver a ponerlo en vigencia en el psicoanálisis. Su obra
The Analysis of the Self alcanzó gran popularidad. Pronto Kohut haría escuela, no sin
despertar resistencias. En primer lugar, en los que pretendían ser "freudianos
clásicos" -de hecho eran hartmannianos-, sin que verdaderamente se averiguara en
qué se fundaba su oposición, puesto que la lectura de Kohut permite inscribirlo en la
filiación de Freud y de Hartmann o, más exactamente, en la filiación de Freud
interpretado por Hartmann. Sin duda, queda sujeta a debate la manera de comprender
el material comunicado por los analizandos, y de darle respuesta, cuando cabe. Pero la
oposición vendría también de otro lado: de Kernberg, en particular, quien defendía
una concepción de las relaciones de objeto que es un poco tributaria de Melanie Klein
(a pesar de que pone en entredicho sus teorías), pero todavía más de Edith Jacobson,
cuya obra no es suficientemente apreciada. Por otra parte, tanto Kohut como Kernberg
fueron muy discutidos por la escuela inglesa, cuyos postulados fundamentales son
muy diferentes.
En esta situación, Kohut pasó por el teórico que había conseguido la resurrección
del narcisismo. Equivocadamente. En efecto, si
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la comunidad psicoanalítica no profesara una ignorancia, teñida a veces de desprecio,
hacia los trabajos psicoanalíticos franceses, habría reconocido que. en Francia.
Grunberger se había anticipado a Kohut en este camino. Y si no hubiera pesado sobre
Lacan durante tanto tiempo un ostracismo que sólo hace poco tiempo se ha levantado,
se habría advertido que el narcisismo es una pieza maestra de su aparato teórico. El
movimiento psicoanalítico francés de posguerra siempre acordó al narcisismo la
mayor atención, aunque, en este campo como en los demás, se hayan expuesto
concepciones más o menos divergentes. Así, si me es lícito hablar de mis propias
contribuciones, el lector informado advertirá con facilidad que las opiniones que
sostengo son diferentes de los puntos de vista tanto de Lacan como de Grunberger.
No cabe lamentar esta falta de acuerdo sobre un problema, aunque sea tan decisivo;
al contrario, tenemos que saludar el hecho de que elaboraciones teóricas inspiradas en
interpretaciones diferentes reaviven la controversia, puesto que la luz sólo puede
nacer del cotejo de las ideas.
Los debates a que hoy mueve el narcisismo giran, en el fondo, en torno de un
problema que me parece mal planteado. Todo se reduce a averiguar si se puede
atribuir al narcisismo autonomía, o si se trata, en las cuestiones que plantea, del
destino singular de un conjunto de pulsiones, que es preciso considerar en relación
estrecha con las demás. Por mi parte, no veo la necesidad de elegir entre una u otra
estrategia teórica; las enseñanzas de la clínica nos autorizan a creer que existen, en
efecto, estructuras y trasferencias narcisistas, es decir, en las que el narcisismo se sitúa
en el corazón del conflicto. Pero ni unas ni otras se pueden pensar ni interpretar
aisladas, desdeñando las relaciones de objeto y la problemática general de los nexos
del yo con la libido erótica y destructiva. Todo depende de una ponderación, que el
analista se ve precisado a hacer por sí solo, sin que en la situación analítica se pueda
apoyar en consejo alguno; se ve reducido a su propio criterio, no importa cuán
esclarecido. Y las más de las veces se tratará de una ponderación intuitiva, para no
decir imaginativa.
La prevalencia del narcisismo en ciertos cuadros clínicos abona la suposición de
que en el seno del aparato psíquico existe una instancia cuya fortaleza es bastante para
reunir en torno de sí investiduras de índole idéntica, todas las cuales poseen
características diferenciadas en medida suficiente para justificar que se las distinga.
No se sigue de esto, con necesidad, que la formación de las estructuras narcisistas
obedezca a un desarrollo enteramente separado, movido por fuerzas intrínsecas, e
independiente de las pulsiones orientadas hacia el objeto. Parece que un afán de
claridad nos impusiera decidir sobre lo primario y lo derivado en las relaciones entre
libido yoica y libido de objeto, en particular a la luz de la última
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teoría de las pulsiones. Acaso esta preocupación causal es la responsable de cierta
confusión en el debate. En efecto, salvo si uno está obsesionado por cierta concepción
del desarrollo, a saber, una supuesta reconstrucción de los componentes del esquema
evolutivo del aparato psíquico, que indicaría los puntos en que se apoya, es mucho
más fecundo determinar la organización de las configuraciones clínicas y discernir el
tipo de coherencia a que obedecen, a fin de deducir de ahí los ejes organizadores del
psiquismo. En cuanto al empeño de decidir, en nombre de una cientificidad que se
niega a admitir el carácter en alto grado conjetural de toda construcción o
reconstrucción del psiquismo infantil, si las manifestaciones observadas son de origen
primitivo o secundario, he ahí, las más de las veces, un combate nunca resuelto, sobre
todo en lo que atañe al narcisismo, porque, en efecto, sobre este no se puede obtener
testimonio alguno de una pretendida validación por la observación, puesto que los
fenómenos que a él se refieren se sitúan en el mundo más interior del sujeto. En la
situación en que nos encontramos, el valor heurístico de las teorías contradictorias se
aprecia en el campo de los hechos clínicos que son capaces de abarcar y de los que
pretenden dar razón. Si las formas clínicas que se querrían atribuir a funciones
arcaicas son a menudo confusas y no siempre permiten percibir con claridad los
distingos que se postulan en la metapsicología, es poco probable que el conjunto de
los fenómenos reconducibles al narcisismo sean productos de trasformación de
pulsiones ajenas a él. Es legítimo pensar que aun donde el cuadro es poco claro,
existen los esbozos de lo que después se podrá expandir con la floración plena de los
caracteres que todo el mundo llama narcisistas.
Aun si se reconoce al narcisismo su existencia como concepto de pleno derecho, es
empero imposible no plantear el problema de sus relaciones con la homosexualidad
(conciente o inconciente) y con el odio (hacia el prójimo o hacia sí mismo). Ahora
bien, está claro que en el acto de citar a estos vecinos, que son los más cercanos, nos
vemos obligados a tomar en cuenta a todos los demás conceptos teóricos del
psicoanálisis, se refieran a las pulsiones objetales, al yo, al superyó, al ideal del yo, a
la realidad o al objeto.
De igual modo, si existe un lazo muy estrecho entre el narcisismo y la depresión,
como bien lo había advertido Freud, me parece no menos innegable que los
problemas del narcisismo ocupan un primer plano en las neurosis de carácter —lo que
no era difícil prever, y no sólo para los casos en que existe una esquizoidia acusada-,
en la patología psicosomática y, last but not least, en los casos fronterizos. Un
distingo demasiado tajante entre estructuras narcisistas y casos fronterizos sólo lleva a
erigir compartimientos artificiales, separación que la complejidad de los problemas
clínicos se encarga pronto de desmentir. Y ello, para no hablar de la inevitable
componente narcisista que está en todos los casos presente en las neurosis de
trasferencia. De hecho, tan pronto como la organización conflictiva interesa
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a estratos regresivos situados más allá de las fijaciones clásicas que se observan en las
neurosis de trasferencia, la contribución del narcisismo resulta más importante, aun
en los conflictos en que no ocupa una posición dominante.
Un problema que se trata con frecuencia en la bibliografía son las relaciones entre
estructura narcisista y casos fronterizos, que parecen dividirse el interés de los autores
del psicoanálisis contemporáneo. No deja de ser interesante observar que Kohut,
defensor de la autonomía del narcisismo, pone cuidado en distinguir entre casos
fronterizos y estructuras narcisistas y dedica los últimos años de su vida al estudio
exclusivo de las segundas. En cambio, Kernberg, quien se opone a esa declaración de
autonomía, aunque admite la legitimidad de un distingo clínico, escribe a la vez sobre
unas y otras. Los partidarios de la entidad "Narcisismo" parecen inclinados a rendirle
el culto que se tributa a una divinidad desdeñada del panteón psicoanalítico.
Por mi parte, adopto en la clínica la misma posición que defendí para la teoría. Me
parece poco discutible que ciertas estructuras reúnen las condiciones para ser
individualizadas con el nombre de narcisismo, pero en mi opinión sería erróneo
exagerar las diferencias entre estructuras narcisistas y casos fronterizos. Si, como
creo, es preciso pensar la frontera, el límite como un concepto, y no sólo de manera
empírica situando a los borderlines (fronterizos) en las fronteras de la psicosis, ¿cómo
no tomar en cuenta el narcisismo?
Sé que estas consideraciones nosográficas no siempre encontrarán buena acogida.
Si persisto en referirme a ellas no es sólo por razones de estenografía clínica, si se me
permite la expresión, sino porque, a mi juicio, entre metapsicología y nosografía las
relaciones son más estrechas de lo que se suele creer. En efecto, así como la
nosografía no tiene otro objetivo que poner de manifiesto la coherencia de ciertas
constelaciones psíquicas que se han estructurado siguiendo una particular
cristalización, en lo cual no le interesa la frecuencia observada, pero la mueve la
preocupación legítima de aprehender la inteligibilidad estructural de modelos
organizadores, de igual manera la metapsicología, en el sentido lato, tiene por
objetivo definir principios de funcionamiento, ejes rectores, subconjuntos
funcionalmente distintos que actúan en sinergia o en oposición unos con otros.
A la nosografía se le ha reprochado que presenta el inconveniente de fijar las
estructuras y no conceder espacio suficiente al dinamismo psíquico en que el analista
funda sus esperanzas de modificación referidas al funcionamiento mental del
analizando. Acaso ese reproche
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está justificado para la nosografía psiquiátrica, pero no es algo de lo que se pueda
acusar a la nosografía psicoanalítica. Es que si esta, en efecto, dibuja una coherencia
en la organización psicopatológica y distingue entre diversas modalidades, en no
menor medida le preocupa comprender cómo esas diversas modalidades se articulan
entre sí y, además, cómo puede el propio analizando, con la ayuda del análisis de
trasferencia, pasar de una a otra en un sentido progresivo o regresivo. Desconfiados
hacia la nosografía, los analistas prefieren atender a la singularidad de sus
analizandos, actitud esta indispensable en quien emprende el análisis de una persona.
Sería despersonalizar al analizando concebir sus conflictos inconcientes en función de
categorías y de clases. La protesta está bien inspirada; es legítima. Sin embargo, en el
afán de analizar la especificidad del complejo de Edipo en un determinado
analizando, ¿se negará por ello que es preciso hablar del complejo de Edipo como
estructura supraindividual? Pero acaso la objeción es más explicable cuando se trata
del narcisismo. Se ha observado que el narcisismo tiene mala prensa. Es raro que
"narcisista" sea un calificativo laudatorio. Los narcisistas nos irritan quizá más
todavía que los perversos. Puede ser porque podemos soñarnos objeto de deseo de un
perverso, mientras que el narcisista no tiene más objeto de deseo que él mismo.
Narciso niega a Eco, como los analizandos que-no-hacen-trasferencia nos ignoran
soberanamente.
Aquí es preciso recordar los datos: los narcisistas son sujetos lastimados; de hecho,
carenciados desde el punto de vista del narcisismo. A menudo la decepción cuyas
heridas aún llevan en carne viva no se limitó a uno solo de sus padres, sino que
incluyó a los dos. ¿Qué objeto les queda para amar, si no ellos mismos? Es verdad
que la herida narcisista infligida a la omnipotencia infantil, directa o proyectada sobre
los padres, nos es deparada a todos. Pero está claro que algunos no se recuperan
nunca, ni siquiera después del análisis. Siguen siendo vulnerables; en todo caso, el
análisis les permite valerse mejor de sus mecanismos de defensa para evitar las
heridas, puesto que no han podido adquirir ese cuero duro que en los demás parece
hacer las veces de piel. No hay sujeto que sufra más que el narcisista cuando lo
catalogan en una rúbrica general, a él, cuya pretensión es ser no solamente uno, sino
único, sin antepasado ni sucesor.
Fácil sería enderezar a los conceptos psicoanalíticos el mismo reproche que se hace
a la nosografía, y negar que existan estructuras narcisistas y aun un narcisismo como
entidad autónoma. Pero en ese caso será preciso proceder de igual modo con el
masoquismo y tantos otros conceptos. Siempre es posible demostrar que la más
intensa expresión de erotismo incluye intenciones agresivas camufladas, y lo mismo a
la inversa. ¿Qué quedará entonces de la exigencia analítica de separar, distinguir,
deshacer la complejidad confusa a fin de rehacerla sobre la base de sus componentes
no manifiestos?
La metapsicología carece de aplicaciones clínicas y técnicas inmediatas.
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Todos conocemos a excelentes analistas que la ignoran, de manera más o menos
deliberada; lo que no impide que su práctica analítica se funde en una metapsicología
inconciente que guía a su espíritu en su actividad asociativa, cuando parece que ellos
"flotaran" con mayor o menor atención. La metapsicología sólo sirve para pensar. Y
siempre con posterioridad, no en el sillón del analista, sino en aquel donde se sienta
ante la hoja en blanco que estimula o inhibe su intelecto.
Antes señalé que lo pensable por medio del narcisismo sólo podía serlo si antes se
aislaba por completo el concepto y se lo estudiaba por sí. Si para aprehender su índole
de la manera más específica posible conviene en efecto que en ciertos momentos de la
reflexión nos encerremos con él, es decir en lo más profundo de nosotros mismos,
puesto que es el corazón de nuestro yo, este movimiento centrípeto que no quiere
conocer otra cosa que a sí mismo sólo revela su sentido si se opone el objeto al yo.
Las relaciones entre ambos son complejas porque el concepto de relación de objeto
incluye para ciertos autores las relaciones del yo consigo mismo, narcisistas. La teoría
más clásica admitía la existencia de investiduras narcisistas de objeto, aun antes que
Kohut propusiera la hipótesis de los Self-objects (sí mismo-objetos), que son sólo
emanaciones del narcisismo.
Como quiera que fuere, hay un punto en que están de acuerdo los sostenedores de
teorizaciones opuestas: la consumación del desarrollo del yo y de la libido se
manifiesta, en particular, en la capacidad del yo para reconocer el objeto como es en sí
y no como mera proyección del yo. ¿Se tratará, como en el caso de la relación genital,
de un sesgo normativo que habría que atribuir a la ideología del psicoanálisis? ¿Será
un objetivo asequible a las capacidades del aparato psíquico y estará al alcance de la
cura psicoanalítica? Opino que en estas cuestiones un dogmatismo excesivo, tanto en
un sentido como en el otro, rápidamente linda con la incoherencia. No es coherente,
en efecto, afirmar la alienación total, definitiva e incurable del deseo en su
narcisismo, tesis no menos ideológica que sostener que el objeto se revelará un día en
su verdadera luz. De todas maneras es insoslayable poner en perspectiva el yo
(narcisista) y el objeto; por esa vía se revelan todas las variaciones del espectro que va
del enceguecimiento subjetivo al encuentro verídico.
Me he preguntado si una nueva metapsicología, una suerte de tercera tópica, no se
había instalado sin que nadie lo advirtiera, subrepticiamente, en el pensamiento
psicoanalítico cuyos polos teóricos eran el sí-mismo y el objeto. Y ello por presión de
la experiencia, que instiló en los psicoanalistas el afán de una construcción teórica
más profundamente enraizada en la clínica. Dicho de otro modo, no tendríamos la
práctica por un lado y por otro la teoría,
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sino una teoría que sólo sería -lo que en Freud no sucede- teoría de la clínica.
Así la trasferencia deja de ser uno de los conceptos del psicoanálisis que se pudiera
pensar como los demás, porque es la condición desde la cual los demás se pueden
pensar. De igual modo, la contra-trasferencia ya no se limita a la pesquisa de los
conflictos no resueltos -o no analizados- del analista, que pudieran falsear su escucha;
se convierte en el correlato de la trasferencia, es su ladero, a veces la induce y, para
algunos, la precede.
Si algo nuevo sobrevino en el psicoanálisis estas pasadas décadas, hay que buscarlo
del lado de un pensamiento de la unión de dos. Parece que ello nos habría permitido
librar a la teoría freudiana de un relente de solipsismo. Porque, es preciso declararlo,
la relectura de Freud da demasiado a menudo la impresión de que cuanto él describe
se revelaría con independencia de su propia mirada o, en los casos clínicos que
expone, de su propia acción. El niño imaginario, de cuya vida psíquica Freud esboza
el decurso -se trate de la sexualidad o del yo-, parece describir su trayectoria según un
desarrollo previsto de antemano, en que las detenciones, los bloqueos, los desvíos, en
definitiva, deben poco a sus relaciones con sus objetos parentales. En resumen: que
Freud descuidó a la vez el papel de su propio narcisismo y el del objeto.
Pero con formular las cosas de esa manera no necesariamente se las vuelve más
claras. La reverencia por la clínica no declara de qué clínica se trata. Si la
metapsicología silenciosa de las relaciones sí mismo-objeto se impuso poco a poco, es
sin duda porque es más apta para dar razón de los aspectos clínicos del análisis
contemporáneo, que los modelos clásicos de la teoría freudiana esclarecen sólo muy
imperfectamente. Dicho de otro modo: la psicología de Freud está demasiado limitada
por su referente, la neurosis (y sobre todo la neurosis de trasferencia). Pareciera
entonces que la problemática sí mismo-objeto fuera más apta para esclarecer no sólo
los casos fronterizos, sino las propias estructuras narcisistas; para no decir que sobre
todo estas, porque lo que corresponde oponer al narcisismo es sin duda la
irreductibilidad del objeto.
Pero sería por lo menos enojoso instituir un corte en el psicoanálisis, entre el
antiguo y el nuevo, sin tratar de aprehender la continuidad conceptual que se esconde
tras el cambio aparente. Sí es fácil recordar que no hay nada nuevo bajo el sol, más
exacto sería decir que todo cambio tiene sólo media novedad de la que pretenden
quienes lo proclaman.
La teoría que se apoya en la experiencia del análisis de la neurosis de trasferencia
sitúa el objeto en mitad de su reflexión como objeto fantasmático o también como
objeto de deseo. Por su parte, la teoría nacida del análisis de los casos fronterizos se
sigue apuntalando en el objeto fantasmático, pero no puede abstraer de sus relaciones
con el objeto real. A menudo se comprueba, en efecto, que la participación
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de los objetos de la realidad desempeñó su papel en la psicopatología del sujeto; o si
uno quiere ser más prudente en asuntos de etiopatogenia. se limitará a decir que la
estructura psíquica del sujeto es testimonio de unas relaciones singulares entre objeto
real y objeto fantasmático. En efecto, todo ocurre como si el objeto fantasmático,
aunque se lo reconozca en su calidad de objeto de la realidad psíquica, coexistiera
con el objeto real sin que este poseyera el poder de afirmar su supremacía sobre el
otro. Como si una inscripción doble de los sucesos psíquicos acordara la misma
realidad a los objetos fantasmáticos y a los objetos reales.
Por lo que toca al narcisismo, el objeto, sea fantasmático o real, entra en relación
de conflicto con el yo. La sexualización del yo tiene por consecuencia trasformar el
deseo hacia el objeto en deseo hacia el yo. Es lo que he llamado el deseo de lo Uno,
en que se borra la huella del deseo del Otro. El deseo, entonces, ha cambiado de
objeto, puesto que el yo es el que se ha convertido para sí mismo en su objeto de
deseo; este movimiento es el que corresponde aclarar.
¿Qué es el deseo? Iremos más allá de las definiciones conocidas, que no hemos de
recapitular aquí, y diremos que el deseo es el movimiento por el cual el sujeto es
descentrado, es decir que la procura del objeto de la satisfacción, del objeto de la
falta, hace vivir al sujeto la experiencia de que su centro ya no está en él, que está
fuera de él en un objeto del que está separado y con el que trata de reunirse para
reconstituir su centro, por el recurso de la unidad -identidad reencontrada- en el
bienestar consecutivo a la experiencia de satisfacción.
En consecuencia es el deseo el que induce la conciencia de la separación espacial y
de la diacronía temporal con el objeto, engendradas por la inevitable demora de la
vivencia de satisfacción. Sobre esta matriz simbólica primaria, fuente del desarrollo
psíquico, múltiples factores concurrirán después para oponerse al cumplimiento pleno
del deseo. Citemos, entre otros, la desmezcla de las pulsiones, la bisexualidad, el
principio de realidad y, por último, el narcisismo. Este conjunto de factores está
gobernado por los tabúes fundamentales: fantasmas de parricidio, de incesto y de
canibalismo. Más allá de este sumario de los hechos, nos interesa investigar los
medios a que se recurre para salir al cruce de la imposibilidad de pleno cumplimiento
del deseo.
Cuando sobreviene la "primera" vivencia de falta, una solución
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la ofrece la realización alucinatoria del deseo, como ilusión reparadora de la falta del
objeto. Es el modelo que se enriquecerá a raíz de las frustraciones posteriores, que ya
no se limitarán a la búsqueda del pecho. Con razón se ha señalado que esta solución
es asaz imperfecta, y que reclama otras más apropiadas para una satisfacción efectiva.
Como tal, sin embargo, conserva el valor de un logro psíquico tanto más apreciado
cuanto que el niño le atribuye la virtud de haber hecho reaparecer el objeto-pecho. No
está en condiciones de considerar que la madre acudió a atenderlo alertada por sus
gritos y su llanto; en cambio establece una relación de causa a efecto entre la
realización alucinatoria del deseo y la vivencia de satisfacción.
Si las necesidades vitales están aseguradas cuando sobrevienen nuevas situaciones
de falta del lado del objeto, se dispondrá de otras soluciones. La fundamental es la
identificación, que suprime la representación del objeto; es el yo el que se convierte
en ese objeto, confundiéndose con él. Las modalidades de identificación difieren
según la edad. Al comienzo la identificación primaria se llama narcisista; el yo se
fusiona con un objeto que es mucho más una emanación de él mismo que un ser
distinto reconocido en su alteridad. Si este modo de identificación narcisista persiste
más allá de la fusión con el objeto, es decir en el período en que el yo se distingue del
no-yo y admite la existencia del objeto en estado de separación, ese modo de
funcionamiento expone al yo a innumerables desilusiones. La alteridad no reconocida
inflige al yo incesantes desmentidas sobre lo que se supone que el objeto es, y de
manera inevitable trae consigo repetidas decepciones en lo que de él se espera. Tanto
es así, que nunca el yo podrá contar con el objeto para reencontrar la unidad-identidad
que le asegurara recuperar su centro a raíz de una vivencia de satisfacción, siempre
insatisfecha. La triangulación de las relaciones complica todavía más esta situación,
porque es frecuente que los dos objetos parentales narcisistamente investidos causen
desengaño al yo, cada uno por razones diferentes. Todo esto es nocivo para el yo; en
efecto, fracasada la experiencia fundamental del desplazamiento en la procura de un
objeto sustitutivo, que restañe las heridas del objeto originario, la secuencia íntegra de
los desplazamientos sobre objetos sustitutivos, de los más personalizados a los más
impersonales, no hará más que renovar el fracaso inicial. Todo contacto con el objeto
exacerba el sentimiento de descentramiento,
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sea en el orden de la separación espacial o de la diacronía temporal. La ego-sintonía
sólo se podrá buscar en la investidura del yo por sus propias pulsiones: es el
narcisismo positivo, efecto de la neutralización del objeto. La independencia que de
este modo adquiere el yo respecto del objeto es preciosa, pero es precaria. Nunca
podrá el yo remplazar totalmente al objeto. No importa la ilusión que se afane en
mantener sobre esto, descubriendo que es placentero existir en la soledad: pronto se
harán sentir los límites de la operación. En ese momento será preciso que las
investiduras del yo se enriquezcan con otra investidura volcada sobre un objeto
enteramente idealizado, con el que se fusionará del modo en que lo hacía con el
objeto primario. Así se podrá alcanzar, por fin, una serenidad: reencontrarse en el
seno de Dios, desvalorizando al mismo tiempo cualquier alegría simplemente
humana.
Parece que se podría permanecer en esa serenidad. Pero la clínica muestra que los
logros del narcisismo de vida nunca son completos. En ciertos casos, el efecto
combinado de la distancia espacial insalvable y de la diacronía temporal interminable
convierten a la vivencia del descentramiento en el infortunio del rencor, del odio, de
la desesperación. Cuando esto sucede, ya no están expeditas la retirada sobre la
unidad ni la confusión del yo con un objeto idealizado. Sobreviene entonces una
búsqueda activa, pero no de la unidad, sino de la nada; es decir, de un rebajamiento
de las tensiones hasta el nivel cero, que es la aproximación de la muerte psíquica.
El narcisismo ofrece, entonces, la ocasión de una mimesis del deseo por la solución
que permite evitar que el descentramiento obligue a investir el objeto poseedor de las
condiciones de acceso al centro. El yo adquiere cierta independencia trasfiriendo el
deseo del Otro sobre el deseo de lo Uno. Esta mimesis puede también invertirse,
anular los constreñimientos del modelo del deseo cuando fracasa la realización
unitaria del narcisismo. Se convierte en mimesis del no-deseo, deseo de no-deseo. En
este caso se abandona la búsqueda del centro, por supresión de este. El centro, como
objetivo de plenitud, se convierte en centro vacío, ausencia de centro. La búsqueda de
la satisfacción prosigue entonces fuera de toda satisfacción, como si esta de todas
maneras ocurriera, como si aquella búsqueda hubiera encontrado su bien en el
abandono de toda búsqueda de satisfacción.
Es aquí donde la muerte cobra su figura de Ser absoluto. La vida se hace
equivalente de la muerte porque es liberación de todo deseo. ¿Se deberá a que esta
muerte psíquica camufla el deseo de que muera el objeto? Sería un error creerlo,
puesto que al objeto ya se le dio muerte al comienzo de este proceso que es preciso
atribuir al narcisismo de muerte.
La realización alucinatoria negativa del deseo se ha convertido en el modelo que
gobierna la actividad psíquica. No el displacer; lo
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Neutro ha remplazado al placer. No debemos pensar aquí en la depresión, sino en la
afánisis, el ascetismo, la anorexia de vivir. Es el verdadero sentido de Más allá del
principio de placer. La metáfora del regreso a la materia inanimada es más fuerte de
lo que se cree, porque esta petrificación del yo apunta a la anestesia y a la inercia en la
muerte psíquica. Se trata solamente de una aporía, pero que permite comprender la
intencionalidad y el sentido del narcisismo de muerte.
Narciso Jano hace entonces mimesis de la vida, así como de la muerte; adopta para
ello la solución ilusoria de hacer de la vida o la muerte un par absolutamente cerrado.
Comprendemos mejor la razón por la cual Freud se desentendió del narcisismo, en el
que vio una fuente de malentendidos. Pero el reemplazo de un concepto por otro
cambia la palabra, no la cosa.
Lo Neutro se yergue entonces en toda su estatura, en desafío al pensamiento. Todo
se complica en el preciso momento en que nos vemos obligados a tomar conciencia
de que lo Neutro es también la realidad indiferente a la agitación de las pasiones
humanas. Lo Neutro es la región de esa imparcialidad del intelecto que Freud invocó
cuando postuló la existencia de la pulsión de muerte. El narcisismo es un concepto,
no una realidad. Esta, en efecto, aun cuando toma el nombre de clínica, es siempre de
una complejidad apenas aprehensible. Hipercompleja, se dice hoy.
Una aporía insuperable de la teoría psicoanalítica es el encabalgamiento
permanente, que se percibe en la lectura de los trabajos psicoanalíticos, entre nivel
descriptivo y nivel conceptual. No hay un solo escrito analítico en que no se advierta
el continuo deslizamiento de un plano al otro. Una descripción pura es imposible
porque en mayor o menor medida siempre estará presidida por conceptos mudos, si no
inconcientes. Y tampoco es imaginable una conceptualización igualmente pura,
porque el lector sólo se interesa a condición de que le afloren reminiscencias de los
análisis que ha hecho, o del suyo propio. El voto piadoso que movería al teórico a
mantenerse en todo momento conciente del nivel en que se sitúa su reflexión, sensible
al paso de la descripción al concepto o de este a aquella, a menudo escapa del poder
de los autores.
Si un prurito de rigor, no exento de su cuota de prejuicios, impone al analista
equipararse -ilusión tenaz- a las ciencias exactas, lo cierto es que, a mi juicio, nunca
irá más lejos que la física y quedará para siempre alejado de la matemática pura, en
virtud de las condiciones mismas de su práctica. Pero no por denunciar las
pretensiones seudocientíficas de ciertos psicoanalistas (con harta frecuencia los de
América del Norte evocan the science of psychoanalysis, lo que curiosamente trae a la
memoria las orientaciones impuestas por Lacan a sus discípulos); no por denunciarlas,
pues, hay que apresurarse a extraer la conclusión de que el psicoanálisis es
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poesía pura. Es cierto, en el funcionamiento mental del psicoanalista hay algo que se
asemeja al proceder mitopoyético. y no por azar Freud y los psicoanalistas siempre
discernieron en la poesía del mito y de la literatura una de las dos fuentes del
psicoanálisis, debiéndose buscar la otra del lado de la biología. Después de todo, el
mito de Narciso no fue desdeñable en la invención del narcisismo: su poder evocador
contribuyó a realzar las descripciones clínicas de Näcke. Acaso la biología es más
poética de lo que cree, y la poesía está más ligada de lo que ella misma imagina a la
"naturaleza" del hombre.
Lo cierto es que tan pronto como uno se empeña en pensar el psicoanálisis más allá
de la biología, de la psicología o de la sociología (metacientífícamente, sin ceder a las
tentaciones combinadas de la seudociencia y de la seudopoesía), hay trabajo teórico,
aunque provisional, continuo choque con los propios límites en virtud de las
injerencias recíprocas de nivel descriptivo y nivel conceptual.
Y es el narcisismo, en mayor medida que los demás puntos de la teoría, el que
presenta el peligro de confusión entre la descripción y el concepto. La razón es que se
trata, si se me permite decirlo así, de un concepto espejo, de un concepto que se
refiere a la unidad del yo, a su forma bella, al deseo de lo Uno, por lo cual contradice -
hasta negarlas, quizá- la existencia de lo inconciente y la escisión del yo, el estatuto
dividido del sujeto. Como tal, el narcisismo sólo espera el reconocimiento de esta
individualidad, de esta singularidad, de esta totalidad. Por eso es preciso poner en
tensión el concepto de lo Uno, que imprime su sello en el narcisismo. Esta unidad que
se da de manera inmediata en el sentimiento de existir como entidad separada es,
según sabemos, el desenlace de una larga historia que del narcisismo primario
absoluto lleva a la sexualización de las pulsiones del yo. Es uno de los logros de Eros
haber alcanzado esa unificación de una psique fragmentada, dispersa, anárquica,
dominada por el placer de órgano de las pulsiones parciales antes de concebirse, al
menos en parte, como un ser entero, limitado, separado. ¡Pero cuán cara se paga esta
conquista de no ser más que yo! Antes que a los psicoanahstas, nos tenemos que
remitir a Borges, quien ha comprendido mejor que nadie la herida que inflige no
poder ser el Otro. Lo que debemos comprender, como quiera que fuere, es que un
conjunto de operaciones interviene entre la diada primitiva madre-hijo y el yo
unificado: la separación de los dos términos de esa diada, en virtud de la cual el niño
queda librado a la angustia de la separación, la amenaza de la desintegración y la
superación de su Hilflosigkeit [desvalimiento] por la constitución del objeto y del yo
"narcisizado". Este encuentra en el amor que a sí mismo se tiene una compensación
por la pérdida del amor fusional, expresión de su relación con un objeto consustancial.
En consecuencia, el narcisismo no es tanto efecto de ligazón, como de religazón. A
menudo seductor, hamacado en la ilusión de autosuficiencia, el yo forma ahora pareja
consigo mismo, a través de su imagen.
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Lo Uno no es, entonces, un concepto simple. Si lo hemos de tensar, para
conseguirlo no bastará poner su antagonista, el Otro o aun lo Neutro; será preciso
además pensar, con lo Uno, no sólo el Doble, sino sobre todo el Infinito del caos y el

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