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L33218
2009 Lacan, Jacques
Escritos 2 / por Jacques Lacan ; rev. con la colaboración del autor
y de Juan David Nasio ; tr., Tomás Segovia, Armando Suárez. — 3ª-
ed. rev. y corr. — México : Siglo XXI, 2009.
1 contenido digital — (Psicología y psicoanálisis)
Traducción de: Ecrits ii
isbn 978-607-03-0059-2 (libro electrónico)
Psicoanálisis. I. Nasio, Juan David, colab. II. Segovia, Tómas, tr.
III. Suárez, Armando, tr. IV. t. V. Ser.
revisión del texto: equipo editorial de siglo xxi y
gabriela ubaldini, siguiendo la edición francesa
del texto integral (parís, seuil, 1999)
diseño de portada: marina garone
primera edición en español, 1975
segunda edición en español, corregida y aumentada, 1984
tercera edición, nuevamente corregida, 2009
edición digital, 2013
© siglo xxi editores, s.a. de c.v.
isbn 978-607-03-0059-2 (libro electrónico)
primera edición en francés, 1966
© éditions du seuil, parís
título original: écrits ii
Conversión eBook:
Information Consulting Group de México
4
Cinco
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De una cuestión preliminar a todo
tratamiento posible de la psicosis
1
Hoc quod triginta tres per annos in ipso loco studui, et Sanctae Annae Genio loci, et dilectae
juventuti, quae eo me sectata est, diligenter dedico. [Dedico devotamente este trabajo al genio local
de Sainte-Anne en que me consagré al estudio durante treinta y seis años y a la amada juventud que
allí me siguió. AS]
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I. HACIA FREUD
1. Medio siglo de freudismo aplicado a la psicosis deja su problema todavía por pensarse
de nuevo, dicho de otro modo, en el statu quo ante.
Podría decirse que antes de Freud su discusión no se desprende de un fondo teórico
que se presenta como psicología y no es sino un residuo “laicizado” de lo que
llamaremos la larga cocción metafísica de la ciencia en la Escuela (con la E mayúscula
que le debe nuestra reverencia).
Ahora bien, si nuestra ciencia, que concierne a la physis, en su matematización cada
vez más pura, no conserva de esa cocina sino un relente tan discreto que podemos
legítimamente preguntarnos si no habrá habido sustitución de persona, no sucede lo
mismo en lo que concierne a la antiphysis (o sea, al aparato vivo que se supone apto para
tomar la medida de dicha physis), cuyo olor a refrito delata sin duda alguna la práctica
secular en esa cocina de la preparación de sesos.
Así, la teoría de la abstracción, necesaria para dar cuenta del conocimiento, se ha
fijado en una teoría abstracta de las facultades del sujeto, que las peticiones sensualistas
más radicales no han podido hacer más funcionales en lo que hace a los efectos
subjetivos.
Las tentativas siempre renovadas de corregir sus resultados por los contrapesos
variados del afecto deben efectivamente seguir siendo vanas mientras se omita preguntar
si es realmente el mismo sujeto el que es afectado por ellos.
2. Es la pregunta que en los bancos de la escuela (con e minúscula) se aprende a eludir
de una vez por todas: puesto que incluso admitiendo las alternancias de identidad del
percipiens, su función constituyente de la unidad del perceptum no se discute. Desde ese
momento la diversidad de estructura del perceptum sólo afecta en el percipiens una
diversidad de registro, en último análisis la de los sensoriums. De derecho esta
diversidad es siempre superable, si el percipiens se mantiene a la altura de la realidad.
Por eso aquellos a quienes cabe el cargo de responder a la pregunta que plantea la
existencia del loco no han podido evitar interponer entre ella y ellos esos bancos de la
escuela, cuya muralla les ha parecido en esta ocasión propicia para mantenerlos al
abrigo.
Nos atrevemos efectivamente a meter en la misma bolsa, si puede decirse, todas las
posiciones, sean mecanicistas o dinamistas en la materia, sea en ellas la génesis del
organismo o del psiquismo, y la estructura de la desintegración o del conflicto, sí, todas,
por ingeniosas que se muestren, por cuanto en nombre del hecho, manifiesto, de que una
alucinación es un perceptum sin objeto, esas posiciones se atienen a pedir razón al
percipiens de ese perceptum, sin que a nadie se le ocurra que en esa pesquisa se salta un
tiempo, el de interrogarse sobre si el perceptum mismo deja un sentido unívoco al
percipiens aquí conminado a explicarlo.
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Este tiempo debería parecer sin embargo legítimo a todo examen no prevenido de la
alucinación verbal, por el hecho de que no es reductible, como vamos a verlo, ni a un
sensorium particular ni sobre todo a un percipiens en cuanto que le daría su unidad.
Es un error, en efecto, considerarla como auditiva por su naturaleza, cuando es
concebible en última instancia que no lo sea en ningún grado (en un sordomudo por
ejemplo, o en un registro cualquiera no auditivo de deletreo alucinatorio), pero sobre
todo si se considera que el acto de oír no es el mismo según que apunte a la coherencia
de la cadena verbal, especialmente a su sobredeterminación en cada instante por el efecto
a posteriori de su secuencia, así como también a la suspensión en cada instante de su
valor en el advenimiento de un sentido siempre pronto a ser aplazado o según que se
acomode en la palabra a la modulación sonora a tal fin de análisis acústico: tonal o
fonético, incluso de potencia musical.
Estos recordatorios muy abreviados bastarían para hacer valer la diferencia de las
subjetividades interesadas en la mira del perceptum (y cómo se la desconoce en el
interrogatorio de los enfermos y la nosología de las “voces”).
Pero podría pretenderse reducir esta diferencia a un nivel de objetivación en el
percipiens.
No hay nada de esto sin embargo. Porque es en el nivel donde la “síntesis” subjetiva
confiere su pleno sentido a la palabra donde el sujeto muestra todas las paradojas de que
es paciente en esa percepción singular. Que estas paradojas aparecen ya cuando es el otro
el que profiere la palabra, es cosa que queda bastante manifiesta en el sujeto por la
posibilidad de obedecer a ella en cuanto que gobierna su escucha y su puesta en guardia,
pues con sólo entrar en contacto con su audición, el sujeto cae bajo el efecto de una
sugestión de la que sólo escapa reduciendo al otro a no ser sino el portavoz de un
discurso que no es de él o de una intención que mantiene en él en reserva.
Pero más notable aún es la relación del sujeto con su propia palabra, donde lo
importante está más bien enmascarado por el hecho puramente acústico de que no podría
hablar sin oírse. Que no pueda escucharse sin dividirse es cosa que tampoco tiene nada
de privilegiado en los comportamientos de la conciencia. Los clínicos han dado un paso
mejor al descubrir la alucinación motriz verbal por detección de movimientos fonatorios
esbozados. Pero no por ello han articulado dónde reside el punto crucial: es que, dado
que el sensorium es indiferente en la producción de una cadena significante:
1 ésta se impone por sí misma al sujeto en su dimensión de voz;
2 toma como tal una realidad proporcional al tiempo, perfectamente observable en la
experiencia, que implica su atribución subjetiva;
3 su estructura propia en cuanto significante es determinante en esa atribución que,
por regla, es distributiva, es decir, con varias voces, y que plantea pues, como tal, al
percipiens, pretendidamente unificador, como equívoco.
3. Ilustraremos lo que acaba de enunciarse con un fenómeno desgajado de una de
nuestras presentaciones clínicas del año 1955-56, o sea, el año mismo del seminario
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cuyo trabajo evocamos aquí. Digamos que semejante hallazgo no puede ser sino el
premio de una sumisión completa, aun cuando sea advertida, a las posiciones
propiamente subjetivas del enfermo, posiciones que son demasiado a menudo forzadas al
reducirlas en el diálogo al proceso mórbido, reforzando entonces la dificultad de
penetrarlas con una reticencia provocada no sin fundamento en el sujeto.
Se trataba en efecto de uno de esos delirios de dos cuyo tipo hemos mostrado desde
hace mucho en la pareja madre-hija, y en el que el sentimiento de intrusión, desarrollado
en un delirio de vigilancia, no era sino el desarrollo de la defensa propia de un binario
afectivo, abierto como tal a cualquier alienación.
Fue la hija la que, en el curso de nuestro examen, nos adelantó como prueba de las
injurias con que las dos tropezaban de parte de sus vecinos un hecho referente al amigo
de la vecina que se suponía que las hostigaba con sus ataques, después de que tuvieron
que poner fin con ella a una intimidad acogida con complacencia al principio. Ese
hombre, implicado por lo tanto en la situación de manera indirecta, y figura por lo demás
bastante borrosa en los alegatos de la enferma, había lanzado, si habíamos de creerla,
dirigido a ella, cuando se cruzaban en el pasillo, el término grosero: “¡Marrana!”.
Ante lo cual nosotros, poco inclinados a reconocer en él la retorsión de un “¡Cerdo!”
demasiado fácil de extrapolar en nombre de una proyección que no representa nunca en
semejante caso sino la del psiquiatra, le preguntamos simplemente lo que en ella misma
había podido proferir el instante anterior. No sin éxito: pues nos concedió con una
sonrisa haber murmurado en efecto ante la vista del hombre estas palabras de las cuales,
según ella, no tenía por qué ofenderse: “Vengo del fiambrero...”.
¿A quién apuntaban? Le era bien difícil decirlo, y nos daba así derecho a ayudarla. En
cuanto a su sentido textual, no podremos descuidar el hecho entre otros de que la
enferma había dejado de la manera más repentina a su marido y a su familia política y
dado así a un matrimonio reprobado por su madre un desenlace que quedó en lo sucesivo
sin epílogo, a partir de la convicción a que había llegado de que esos campesinos se
proponían, nada menos, para acabar con esa floja citadina, despedazarla
concienzudamente.
Qué importa sin embargo que haya que recurrir o no al fantasma del cuerpo
fragmentado para comprender cómo la enferma, prisionera de la relación dual, responde
de nuevo aquí a una situación que la rebasa.
Para nuestro fin presente basta con que la enferma haya confesado que la frase era
alusiva, sin que pueda con todo mostrar otra cosa sino perplejidad en cuanto a captar
hacia quién de los copresentes o de la ausente apuntaba la alusión, pues aparece así que
el yo [je], como sujeto de la frase en estilo directo, dejaba en suspenso, conforme a su
función llamada de shifter en lingüística,
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la designación del sujeto hablante mientras la
alusión, en su intención conjuratoria sin duda, quedase a su vez oscilante. Esa
incertidumbre llegó a su fin, una vez pasada la pausa, con la aposición de la palabra
“marrana”, demasiado pesada de invectiva, por su parte, para seguir isocrónicamente la
oscilación. Así es como el discurso acabó por realizar su intención de rechazo en la
alucinación. En el lugar donde el objeto indecible es rechazado en lo real, se deja oír una
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palabra, por el hecho de que, ocupando el lugar de lo que no tiene nombre, no ha podido
seguir la intención del sujeto sin desprenderse de ella por medio del guión de la réplica:
oponiendo su antistrofa de depreciación al refunfuño de la estrofa restituida desde ese
momento a la paciente con el índice del yo (je), y reuniéndose en su opacidad con las
jaculatorias del amor, cuando, ante la escasez de significante para llamar al objeto de su
epitalamio, usa para ello del expediente de lo imaginario más crudo. “Te como...
¡Bombón!”. “Te desmayas... —¡Ratoncito!”
4. Este ejemplo sólo se promueve aquí para captar en lo vivo que la función de
irrealización no está toda en el símbolo. Pues para que su irrupción en lo real sea
indudable, basta con que éste se presente, como es común, bajo forma de cadena rota.
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Se toca en ello también ese efecto que tiene todo significante una vez percibido de
suscitar en el percipiens un asentimiento hecho del despertar de la duplicidad oculta del
segundo por la ambigüedad manifiesta del primero.
Por supuesto todo esto puede ser considerado como efectos de espejismo en la
perspectiva clásica del sujeto unificador.
Es notable únicamente que esa perspectiva, reducida a misma, no ofrezca sobre la
alucinación por ejemplo más que puntos de vista de una pobreza tal, que el trabajo de un
loco, sin duda tan notable como muestra ser el Presidente Schreber en sus Memorias de
un neurópata,
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puede, después de haber recibido la mejor acogida, desde antes de Freud,
por parte de los psiquiatras, ser considerado incluso después de él como un volumen
digno de proponerse para iniciarse en la fenomenología de la psicosis, y no sólo al
principiante.
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En cuanto a nosotros, nos proporcionó la base de un análisis de estructura, cuando, en
nuestro seminario del año 1955-1956 sobre las estructuras freudianas en las psicosis,
reanudamos, siguiendo el consejo de Freud, su examen.
La relación entre el significante y el sujeto, que ese análisis descubre, se encuentra,
como se ve en este exordio, desde el aspecto de los fenómenos, si, regresando de la
experiencia de Freud, se sabe el punto adonde conduce.
Pero este arranque del fenómeno, convenientemente proseguido, volvería a
encontrarse con ese punto, como fue el caso para nosotros cuando un primer estudio de
la paranoia nos llevó hace treinta años al umbral del psicoanálisis.
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En ningún sitio en efecto está más fuera de propósito la concepción falaz de un
proceso psíquico en el sentido de Jaspers, del que el síntoma no sería sino el índice, que
en el abordamiento de la psicosis, porque en ningún sitio el síntoma, si se sabe leerlo,
está más claramente articulado en la estructura misma.
Lo cual nos impondrá definir este proceso por los determinantes más radicales de la
relación del hombre con el significante.
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5. Pero no hace falta estar en ésas para interesarse en la variedad bajo la cual se
presentan las alucinaciones verbales en las Memorias de Schreber, ni para reconocer en
ellas diferencias muy otras que aquellas en que se las clasifica “clásicamente”, según su
modo de implicación en el percipiens (el grado de su “creencia”) o en la realidad de
aqueste (la “auditivación”): a saber, antes bien las diferencias que consisten en su
estructura de palabra, en cuanto que esta estructura está ya en el perceptum.
Si se considera únicamente el texto de las alucinaciones, se establece en ellas de
inmediato una distinción para el lingüista entre fenómenos de código y fenómenos de
mensaje.
A los fenómenos de código pertenecen en este enfoque las voces que hacen uso de la
Grundsprache, que traducimos por lengua-de-fondo, y que Schreber describe (S. 13-I)
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como “un alemán un tanto arcaico, pero siempre riguroso, que se señala muy
especialmente por su gran riqueza en eufemismos”. En otro lugar (S. 167-XII) se refiere
con nostalgia “a su forma auténtica por sus rasgos de noble distinción y de sencillez”.
Esta parte de los fenómenos está especificada en locuciones neológicas por su forma
(palabras compuestas nuevas, pero composición aquí conforme a las reglas de la lengua
del paciente) y por su empleo. Las alucinaciones informan al sujeto sobre las formas y
los empleos que constituyen el neocódigo: el sujeto les debe, por ejemplo, en primer
lugar, la denominación de Grundsprache para designarlo.
Se trata de algo bastante vecino a esos mensajes que los lingüistas llaman autónimos
por cuanto es el significante mismo (y no lo que significa) lo que constituye el objeto de
la comunicación. Pero esta relación, singular pero normal, del mensaje consigo mismo se
redobla aquí con el hecho de que esos mensajes se supone que están soportados por seres
cuyas relaciones enuncian ellos mismos en modos que muestran ser muy análogos a las
conexiones del significante. El término Nervenanhang, que traducimos por “anexión-de-
nervios” y que proviene también de esos mensajes, ilustra esta observación por cuanto
pasión y acción entre esos seres se reducen a esos nervios anexados o desanexados, pero
también por cuanto éstos, al igual que los rayos divinos (Gottesstrahlen), a los que son
homogéneos, no son otra cosa sino la entificación de las palabras que soportan (S. 130-X:
lo que las voces formulan: “No olvide que la naturaleza de los rayos es que deben
hablar”).
Relación aquí del sistema con su propia constitución de significante que habría que
remitir al expediente de la cuestión del metalenguaje, y que tiende en nuestra opinión a
demostrar la impropiedad de esa noción si apuntase a definir elementos diferenciados en
el lenguaje.
Observamos por otra parte que nos encontramos aquí en presencia de esos fenómenos
que han sido llamados erróneamente intuitivos, por el hecho de que el efecto de
significación se adelanta en ellos al desarrollo de ésta. Se trata de hecho de un efecto del
significante, por cuanto su grado de certidumbre (grado segundo: significación de
significación) toma un peso proporcional al vacío enigmático que se presenta
primeramente en el lugar de la significación misma.
Lo divertido en este caso es que en la misma medida en que para el sujeto esta alta
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tensión del significante llega a caer, es decir, que las alucinaciones se reducen a
estribillos, a monsergas, cuya vaciedad se imputa a seres sin inteligencia ni personalidad,
incluso francamente borrados del registro del ser, que en esa misma medida, decíamos,
las voces manifiestan la Seelenauffassung la concepción-de-las-almas (según la lengua
fundamental), concepción que se manifiesta en un catálogo de pensamientos que no es
indigno de un libro de psicología clásica. Catálogo ligado en las voces a una intención
pedante, lo cual no impide al sujeto aportar a él los comentarios más pertinentes.
Observemos que en esos comentarios la fuente de los términos es siempre
cuidadosamente distinguida, por ejemplo que si el sujeto emplea la palabra Instanz (S.
nota de 30-II. Conf. notas de 11 a 21-I), subraya en nota: esta palabra es mía.
Así, no se le escapa la importancia primordial de los pensamientos-de-memoria
(Erinnerungsgedanken) en la economía psíquica, e indica inmediatamente la prueba de
esto en el uso poético y musical del estribillo modulatorio.
Nuestro paciente, que califica inapreciablemente esa “concepción de las almas” como
“la representación un tanto idealizada que las almas se han formado de la vida y del
pensamiento humano” (S. 164-XII), cree gracias a ella haber “logrado visiones sobre la
esencia del proceso del pensamiento y del sentimiento en el hombre que muchos
psicólogos podrían envidiarle” (S. 167-XII).
Se lo concedemos de buen grado, tanto más cuanto que a diferencia de ellos, estos
conocimientos cuyo alcance él aprecia con tanto buen humor, no se imagina haberlos
recibido de la naturaleza de las cosas, y que, si cree deber sacar ventaja de ellos, es,
acabamos de indicarlo, a partir de un análisis semántico.
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Pero para retomar el hilo, pasemos a los fenómenos que opondremos a los precedentes
como fenómenos de mensaje.
Se trata de los mensajes interrumpidos, en los que se sostiene una relación entre el
sujeto y su interlocutor divino a la que dan la forma de un challenge o de una prueba de
resistencia.
La voz del interlocutor limita en efecto los mensajes de que se trata a un comienzo de
frase cuyo complemento de sentido no presenta por lo demás dificultad alguna para el
sujeto, salvo por su lado hostigante, ofensivo, las más de las veces de una inepcia cuya
naturaleza es como para desalentarlo. La valentía de que da pruebas para no desmayar en
su réplica, incluso para desarmar las trampas a las que lo inducen, no es lo menos
importante para nuestro análisis del fenómeno.
Pero nos detendremos aquí también en el texto mismo de lo que podríamos llamar la
provocación (o mejor la prótasis) alucinatoria. De semejante estructura el sujeto nos da
los ejemplos siguientes (S. 217-XVI): 1] Nun will ich mich (ahora me voy a...); 2] Sie
sollen nämlich... (debe usted por su parte...); 3] Das will ich mir... (Voy a...), para
atenernos a éstos—a los cuales debe replicar con su suplemento significativo, para él
nada dudoso, a saber: 1 rendirme al hecho de que soy idiota; 2 por su parte, ser
expuesto (palabra de la lengua fundamental) como negador de Dios y dado a un
libertinaje voluptuoso, para no hablar de lo demás; 3 pensarlo bien.
Puede observarse que la frase se interrumpe en el punto donde termina el grupo de las
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palabras que podríamos llamar términos-índice, o sea, aquellos a los que su función en el
significante designa, según el término empleado más arriba, como shifters, o sea,
precisamente los términos que, en el código, indican la posición del sujeto a partir del
mensaje mismo.
Después de lo cual la parte propiamente léxica de la frase, dicho de otro modo, la que
comprende las palabras que el código define por su empleo, ya se trate del código común
o del código delirante, queda elidida.
¿No es notable la predominancia de la función del significante en esos dos órdenes de
fenómenos?, ¿no incita incluso a buscar lo que hay en el fondo de la asociación que
constituyen: de un código constituido de mensajes sobre el código, y de un mensaje
reducido a lo que en el código indica el mensaje?
Todo esto necesitaría trasladarse con el mayor cuidado a un grafo,
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en el que
intentamos ese año mismo representar las conexiones internas al significante en cuanto
que estructuran al sujeto.
Pues hay allí una topología que es enteramente distinta de la que podría hacernos
imaginar la exigencia de un paralelismo inmediato de la forma de los fenómenos con sus
vías de conducción en el neuroeje.
Pero esta topología, que está en la línea inaugurada por Freud, cuando emprendió,
después de haber abierto con los sueños el campo del inconsciente, la descripción de su
dinámica, sin sentirse ligado a ninguna preocupación de localización cortical, es
precisamente lo que mejor puede preparar las preguntas con que se interrogará la
superficie de la corteza.
Pues sólo después del análisis lingüístico del fenómeno de lenguaje puede establecerse
legítimamente la relación que constituye en el sujeto y con ello mismo delimitar el orden
de las “máquinas” (en el sentido puramente asociativo que tiene este término en la teoría
matemática de las redes) que pueden realizar ese fenómeno.
No es menos notable que sea la experiencia freudiana la que haya inducido al autor de
estas líneas en la dirección aquí presentada. Pasemos pues a lo que aporta esa
experiencia en nuestra cuestión.
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II. DESPUÉS DE FREUD
1. ¿Qué nos ha aportado Freud aquí? Entramos en materia afirmando que, para el
problema de la psicosis, esa aportación había desembocado en una recaída.
Es inmediatamente sensible en el simplismo de los resortes que se invocan en
concepciones que se reducen todas a este esquema fundamental: ¿cómo hacer pasar lo
interior a lo exterior? El sujeto en efecto podrá aquí englobar cuanto quiera un Ello
opaco, de todos modos es en cuanto yo, es decir, de manera enteramente expresada en la
orientación psicoanalítica presente, en cuanto ese mismo percipiens imbatible, como se
lo invoca en la motivación de la psicosis. Ese percipiens tiene completo poder sobre su
correlativo no menos incambiado: la realidad, y el modelo de ese poder se toma en un
dato accesible a la experiencia común, el de la proyección afectiva.
Pues las teorías presentes se recomiendan por el modo absolutamente acrítico en que
ese mecanismo de la proyección se pone en uso en ellas. Todo lo objeta y nada lo apoya
sin embargo, y menos que nada la evidencia clínica de que no hay nada en común entre
la proyección afectiva y sus pretendidos efectos delirantes, entre los celos del infiel y los
del alcohólico por ejemplo.
Que Freud, en su ensayo de interpretación del caso del presidente Schreber, que se lee
mal cuando se lo reduce a las monsergas que siguieron, emplea la forma de una
deducción gramatical para presentar en ella el empalme de la relación con el otro en la
psicosis, o sea, los diferentes medios de negar la proposición: Lo amo, de donde se sigue
que ese juicio negativo se estructura en dos tiempos: el primero, la inversión del valor
del verbo: Lo odio, o de inversión del género del agente o del objeto: no soy yo, o bien
no es él, es ella (o inversamente); el segundo de interversión de los sujetos: él me odia,
es a ella a quien ama, es ella quien me ama—los problemas lógicos formalmente
implicados en esa deducción no retienen la atención de nadie.
Es más: que Freud en ese texto deseche expresamente el mecanismo de la proyección
como insuficiente para dar cuenta del problema, para entrar en ese momento en un
larguísimo, detallado y sutil desarrollo sobre la represión, ofreciendo sin embargo
asideros a nuestro problema, digamos únicamente que éstos siguen perfilándose
inviolados por encima del polvo removido del solar psicoanalítico.
2. Freud aportó más tarde la Introducción al narcisismo. Ha servido para el mismo uso,
para un bombeo, aspirante e impelente al capricho de los tiempos del teorema, de la
libido por el percipiens, el cual es apto así para inflar y desinflar una realidad vejiga.
Freud daba la primera teoría del modo según el cual el yo se constituye a partir del
otro en la nueva economía subjetiva, determinada por el inconsciente: se respondía a esto
aclamando en ese yo el reencuentro del buen viejo percipiens a toda prueba y de la
función de síntesis.
¿Cómo asombrarse de que el único provecho que se haya sacado para la psicosis haya
sido la promoción definitiva de la noción de pérdida de la realidad?
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No es eso todo. En 1924, Freud escribe un artículo incisivo: “La pérdida de realidad
en la neurosis y en la psicosis”, en el que vuelve a llamar la atención sobre el hecho de
que el problema no es el de la pérdida de la realidad, sino del resorte de lo que la
sustituye. Discurso a los sordos, puesto que el problema está resuelto; el almacén de los
accesorios está en el interior, y se los va sacando según las necesidades.
De hecho tal es el esquema con que incluso el señor Katan, en sus estudios en que
vuelve tan atentamente a las etapas de la psicosis en Schreber, guiado por su
preocupación de penetrar en la fase prepsicótica, se satisface, cuando muestra la defensa
contra la tentación instintual, contra la masturbación y la homosexualidad en ese caso,
para justificar el surgimiento de la fantasmagoría alucinatoria, telón interpuesto por la
operación del percipiens entre la tendencia y su estimulante real.
¡ Cómo nos habría aliviado esa simplicidad en una época, si hubiéramos estimado que
debería bastar para el problema de la creación literaria en la psicosis!
3. Sea como sea, ¿qué problema pondría todavía obstáculo al discurso del psicoanálisis,
cuando la implicación de una tendencia en la realidad responde de la regresión de su
pareja? ¿Qué podría cansar a unos espíritus que se avienen a que les hablen de la
regresión, sin que se distinga la regresión en la estructura, la regresión en la historia y la
regresión en el desarrollo (distinguidas por Freud en cada ocasión como tópica, temporal
o genética)?
Renunciamos a demorarnos aquí en el inventario de la confusión. Está sobado para
aquellos a quienes formamos y no interesaría a los otros. Nos contentaremos con
proponer a su meditación común el efecto de extrañeza que produce, a la mirada de una
especulación que se ha consagrado a dar vueltas en redondo entre desarrollo y entorno,
la única mención de los rasgos que son sin embargo la armazón del edificio freudiano: a
saber, la equivalencia mantenida por Freud de la función imaginaria del falo en los dos
sexos (desesperación durante mucho tiempo de los aficionados a las falsas ventanas
“biológicas”, es decir, naturalistas), el complejo de castración encontrado como fase
normativa del acto de asumir el sujeto su propio sexo, el mito del asesinato del padre
hecho necesario por la presencia constituyente del complejo de Edipo en toda historia
personal, y, last but not..., el efecto de desdoblamiento que lleva a la vida amorosa la
instancia misma repetitiva del objeto reencontrable siempre en cuanto único. ¿Será
necesario recordar además el carácter profundamente disidente de la noción de la pulsión
en Freud, la disyunción de principio de la tendencia, de su dirección y de su objeto, y no
sólo su “perversión” original, sino su implicación en una sistemática conceptual, aquella
cuyo lugar marcó Freud, desde los primeros pasos de su doctrina, bajo el título de teorías
sexuales de la infancia?
¿No se ve que estamos desde hace mucho tiempo lejos de todo esto en un naturismo
educativo que no tiene más principio que la noción de gratificación y su contrapartida: la
frustración, no mencionada por ninguna parte en Freud?
Sin duda las estructuras reveladas por Freud siguen sosteniendo no sólo en su
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