cuyo trabajo evocamos aquí. Digamos que semejante hallazgo no puede ser sino el
premio de una sumisión completa, aun cuando sea advertida, a las posiciones
propiamente subjetivas del enfermo, posiciones que son demasiado a menudo forzadas al
reducirlas en el diálogo al proceso mórbido, reforzando entonces la dificultad de
penetrarlas con una reticencia provocada no sin fundamento en el sujeto.
Se trataba en efecto de uno de esos delirios de dos cuyo tipo hemos mostrado desde
hace mucho en la pareja madre-hija, y en el que el sentimiento de intrusión, desarrollado
en un delirio de vigilancia, no era sino el desarrollo de la defensa propia de un binario
afectivo, abierto como tal a cualquier alienación.
Fue la hija la que, en el curso de nuestro examen, nos adelantó como prueba de las
injurias con que las dos tropezaban de parte de sus vecinos un hecho referente al amigo
de la vecina que se suponía que las hostigaba con sus ataques, después de que tuvieron
que poner fin con ella a una intimidad acogida con complacencia al principio. Ese
hombre, implicado por lo tanto en la situación de manera indirecta, y figura por lo demás
bastante borrosa en los alegatos de la enferma, había lanzado, si habíamos de creerla,
dirigido a ella, cuando se cruzaban en el pasillo, el término grosero: “¡Marrana!”.
Ante lo cual nosotros, poco inclinados a reconocer en él la retorsión de un “¡Cerdo!”
demasiado fácil de extrapolar en nombre de una proyección que no representa nunca en
semejante caso sino la del psiquiatra, le preguntamos simplemente lo que en ella misma
había podido proferir el instante anterior. No sin éxito: pues nos concedió con una
sonrisa haber murmurado en efecto ante la vista del hombre estas palabras de las cuales,
según ella, no tenía por qué ofenderse: “Vengo del fiambrero...”.
¿A quién apuntaban? Le era bien difícil decirlo, y nos daba así derecho a ayudarla. En
cuanto a su sentido textual, no podremos descuidar el hecho entre otros de que la
enferma había dejado de la manera más repentina a su marido y a su familia política y
dado así a un matrimonio reprobado por su madre un desenlace que quedó en lo sucesivo
sin epílogo, a partir de la convicción a que había llegado de que esos campesinos se
proponían, nada menos, para acabar con esa floja citadina, despedazarla
concienzudamente.
Qué importa sin embargo que haya que recurrir o no al fantasma del cuerpo
fragmentado para comprender cómo la enferma, prisionera de la relación dual, responde
de nuevo aquí a una situación que la rebasa.
Para nuestro fin presente basta con que la enferma haya confesado que la frase era
alusiva, sin que pueda con todo mostrar otra cosa sino perplejidad en cuanto a captar
hacia quién de los copresentes o de la ausente apuntaba la alusión, pues aparece así que
el yo [je], como sujeto de la frase en estilo directo, dejaba en suspenso, conforme a su
función llamada de shifter en lingüística,
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la designación del sujeto hablante mientras la
alusión, en su intención conjuratoria sin duda, quedase a su vez oscilante. Esa
incertidumbre llegó a su fin, una vez pasada la pausa, con la aposición de la palabra
“marrana”, demasiado pesada de invectiva, por su parte, para seguir isocrónicamente la
oscilación. Así es como el discurso acabó por realizar su intención de rechazo en la
alucinación. En el lugar donde el objeto indecible es rechazado en lo real, se deja oír una