ra a los seis o siete años debía estar “acostumbrado” (para no decir naturalizado) al Trabajo y la Fatiga. Las ex-
hortaciones a la puntualidad y regularidad están inscritas en los reglamentos de todas las escuelas primarias.
La embestida, desde tan varias direcciones, a los antiguos hábitos de trabajo de las gentes no quedó, sin oposi-
ción. En la primera etapa, encontramos simple resistencia. Pero en la siguiente, mientras se impone la nueva
disciplina de tiempo, los trabajadores empiezan a luchar, no contra las horas sino sobre ellas. Hacia finales del
siglo XVIII existen algunos indicios de que algunos de los oficios más favorecidos habían conseguido algo parecido
a la jornada de diez horas.
Al principio algunos de los peores patronos intentaron expropiar a los trabajadores de todo conocimiento del
tiempo. A menudo, se adelantaban los relojes de las fábricas por la mañana y se atrasaban por la tarde; y en
lugar de ser instrumentos para medir el tiempo, se utilizaban para el engaño y la opresión.
Los patronos enseñaron a la primera generación de obreros industriales la importancia del tiempo; la segunda
generación formó comités de jornada corta en el movimiento por las diez horas; la tercera hizo huelgas para con-
seguir hora extra y jornada y media. Habían aceptado las categorías de sus patronos y aprendido a luchar con
ellas. Habían aprendido la lección de que el tiempo es oro demasiado bien.
VI
Hemos visto algo sobre las presiones externas que imponía la disciplina pero ¿Qué hay sobre la interiorización de
la misma? ¿Hasta qué punto era impuesta y hasta qué punto asumida?
No se puede pretender que hubiera nada radicalmente nuevo en predicar la industriosidad o en la crítica moral
de la ociosidad. Pero hay quizás una insistencia nueva, un acento más firme, cuando los moralistas que habían
aceptado esta nueva disciplina para sí la prescriben para la gente que trabajaba.
El tiempo es visto como moneda. “Que tus horas de sueño sean sólo tantas como exige tu salud”. Se desprecia a
la pereza y se incita al máximo aprovechamiento del tiempo. Consiguen introducir la imagen del tiempo como
moneda en el mercado del trabajo.
VII
Los nuevos hábitos de trabajo se formaron, y la nueva disciplina de tiempo se impuso, de todos estos modos: la
división del trabajo, la vigilancia del mismo, multas, campanas y relojes, estímulos en metálico. En algunos casos
tardó muchas generaciones y se puede poner en duda ñeque medida se consiguió plenamente: los ritmos irregu-
lares de trabajo se perpetuaron (e incluso institucionalizaron) hasta el presente siglo.
A lo largo del siglo XIX se continuó dirigiendo a los obreros la propaganda de la economía del tiempo, degradán-
dose la retórica, deteriorándose cada vez más los apóstrofes a la eternidad.
Las clases ociosas comenzaron a descubrir el “problema” del ocio de las masas. En una sociedad capitalista
madura hay que consumir, comercializar, utilizar todo el tiempo; es insultante que la mano de obra simplemente
“pase el rato”. Podemos sostener que la extensión de este sentido a la gente obrera durante la Revolución indus-
trial puede ayudarnos a explicar el énfasis obsesivo en la muerte de sermones y tratados que eran consumidos
por la clase trabajadora. Durante la Revolución los incentivos salariales fueron claramente efectivos.
Puede creerse que el problema consiste en adaptar los ritmos estacionales rurales, con sus festejos y fiestas
religiosas, a las necesidades de la producción industrial. O se puede considerar que consiste en conservar la
mano de obra al precio de perpetuar métodos ineficaces de producción.
Las sociedades industriales maduras de todo tipo se distinguen porque administran el tiempo y por una clara
división entre “trabajo” y “vida”.
Lo que hay que decir no es que una forma de vida es mejor que otra, sino que es parte de un problema mucho
más profundo; que el testimonio histórico no es sencillamente cambio tecnológico neutral e inevitable, sino tam-
bién explotación y resistencia a la explotación; y que los valores son susceptibles de ser perdidos y encontrados.
XVIII
Es un problema por el que tienen que pasar, y superar, los pueblos del mundo en vías de desarrollo. En cierto
sentido, también, en el ámbito de los países industriales avanzados, ha dejado de ser un problema situado en el
pasado. Porque hemos llegado a un punto en que los sociólogos están disertando sobre el “problema” del ocio. Y
parte del problema es cómo llegó a convertirse en tal. El puritanismo, en su matrimonio de conveniencia con el
capitalismo industrial, fue el agente que convirtió a los hombres a la nueva valoración del tiempo, que saturó las
cabezas de los hombres con la ecuación el tiempo es oro.
Si van a aumentar nuestras horas de ocio, en un futuro automatizado, el problema no consiste en cómo podrán
los hombres consumir todas estas unidades adicionales de tiempo libre, sino qué capacidad para la experiencia
tendrán estos hombres con este tiempo no normatizado para vivir. Si conservamos una valoración puritana del
tiempo, una valoración de mercancía, entonces se convierte en cuestión de cómo hacer ese tiempo útil, o como
explotarlo para las industrias del ocio.
Los hombres tendrán que aprender cómo llenar los intersticios de sus días con relaciones personales y sociales
más ricas, más tranquilas; cómo romper otra vez las barreras entre trabajo y vida. El pasar el tiempo sin finalidad