La cocina del sentido
Roland Barthes, Le Nouvel Observateur, 10 de diciembre de 1964.
Un vestido, un automóvil, un plato cocinado, un gesto, una película cinematográfica,
una música, una imagen publicitaria, un mobiliario, un titular de diario, he ahí objetos en
apariencia totalmente heteróclitos.
¿Qué pueden tener en común? Por lo menos esto: son todos signos. Cuando voy por la
calle –o por la vida– y encuentro estos objetos, les aplico a todos, sin darme cuenta, una
misma actividad, que es la de cierta lectura: el hombre moderno, el hombre de las ciudades,
pasa su tiempo leyendo. Lee, ante todo y sobre todo, imágenes, gestos, comportamientos:
este automóvil me comunica el status social de su propietario, esta indumentaria me dice con
exactitud la dosis de conformismo, o de excentricidad, de su portador, este aperitivo (whisky,
pernod, o vino blanco) el estilo de vida de mi anfitrión. Aun cuando se trata de un texto
escrito, siempre nos es dado leer un segundo mensaje entre las líneas del primero: si leo en
grandes titulares “Pablo VI tiene miedo”, esto quiere decir también: “Si usted lee lo que
sigue, sabrá por qué”.
Todas estas “lecturas” son muy importantes en nuestra vida, implican demasiados
valores sociales, morales, ideológicos, para que una reflexión sistemática pueda dejar de
intentar tomarlos en consideración: esta reflexión es la que, por el momento al menos,
llamamos semiología. ¿Ciencia de los mensajes sociales? ¿De los mensajes culturales? ¿De
las informaciones de segundo grado? ¿Captación de todo lo que es “teatro” en el mundo,
desde la pompa eclesiástica hasta el corte de pelo de los Beatles, desde el pijama de noche
hasta las vicisitudes de la política internacional? Poco importa por el momento la diversidad
o fluctuación de las definiciones. Lo que importa es poder someter a un principio de
clasificación una masa enorme de hechos en apariencia anárquicos, y la significación es la
que suministra este principio: junto a las diversas determinaciones (económicas, históricas,
psicológicas) hay que prever ahora una nueva cualidad del hecho: el sentido.
El mundo está lleno de signos, pero estos signos no tienen todos la bella simplicidad
de las letras del alfabeto, de las señales del código vial o de los uniformes militares: son
infinitamente más complejos y sutiles. La mayor parte de las veces los tomamos por
informaciones “naturales”; se encuentra una ametralladora checoslovaca en manos de un
rebelde congoleño: hay aquí una información incuestionable; sin embargo, en la misma
medida en que uno no recuerda al mismo tiempo el número de armas estadounidenses que
están utilizando los defensores del gobierno, la información se convierte en un segundo signo
ostenta una elección política.
Descifrar los signos del mundo quiere decir siempre luchar contra cierta inocencia de
los objetos. Comprendemos el francés tan “naturalmente”, que jamás se nos ocurre la idea de
que la lengua francesa es un sistema muy complicado y muy poco “natural” de signos y de
reglas: de la misma manera es necesaria una sacudida incesante de la observación para