La historia de la educa-
ción está plagada por el
mito de
Ia fabricación
de un ser humano nue-
vo.
El
doctor Frankens-
tein y su monstruo
(como Pigmalión y su
estatua, o Gepeto
y
su
Pinocho) son ejemplos
de esos ensueños edu-
cativos que todavía hoy
perduran en
obras de
ciencia-ficción.
Philippe Meirieu, reco-
nocida autoridad en pe-
dagogía, parte
del mito
de Frankenstein para
cuestionar la concepción
de la educación como
proyecto de dominio
del educando y de con-
trol completo de su des-
tino. Expone que esa
perspectiva conduce a
un fracaso destructivo,
postula que
el
pedago-
go, en vez de ponerse a
"fabricar" a nadie, debe
operar con las condicio-
nes que permitan al
otro
"hacerse obra de mis-
mo"
(
según fórmula de
Pestalozzi ya en
1797),
y ofrece proposiciones
concretas orientadas a
ese
fin
de educar sin
"fabricar".
tamente lo mismo, e ignoramos muy a menudo que esa confu-
sión nos condena, pese a toda la buena voluntad que queramos
desplegar, al fracaso, al conflicto, al sufrimiento e incluso, a
veces, a la desgracia.
Por eso intentaremos comprender la extraña historia del
doctor Frankenstein y su criatura. Por eso les seguiremos los
pasos en busca de identificar, en esa historia, qué es constitu-
tivo de la empresa educativa. Por eso, también, contemplare-
mos, en la historia de las ideas pedagógicas, qué nos proponen
los pedagogos para que el cara a cara no degenere en una pe-
sadilla.
LES posible abandonar toda veleidad de «hacer» al
otro,
y,
si es que sí, no se cae entonces en la impotencia o en el
fatalismo? Dicho de otro modo: ¿se puede ser educador sin ser
un Frankenstein? Como se verá, esta pregunta no es ingenua
más que en apariencia, y el médico ginebrino vaga todavía,
muy
a
menudo, por ensueños pedagógicos de todo orden y en
no pocas instituciones educativas
...
en Ginebra
y
en otras par-
tes.
FRANKENSTEIN,
O
EL
MITO
DE
LA
EDUCACI~N
COMO
FABRICACI~N
La educación necesaria, o por qué jamás se ha visto una
abeja demócrata
Hay cosas evidentes que, curiosamente, se olvidan pronto. Para
empezar, que el hombre no está presente en su propio origen.
Que nadie puede darse la vida a mismo aunque adquiera, o
crea adquirir, progresivamente la capacidad de dirigirla por su
cuenta
y
de conservarla cuanto más tiempo mejor. Nadie puede
darse la vida a mismo, y nadie puede, tampoco, darse su
propia identidad. No elegimos cómo nos llamamos: eso, por
una parte, lo heredamos,
y
por otra parte nos es impuesto por
los padres. Nuestra opinión no cuenta.
Y,
aunque no nos adhi-
ramos a las alegaciones fantasiosas de quienes creen que nues-
tra vida queda determinada en gran medida por la elección de
un nombre de pila en la que no participamos, al menos hemos
de admitir que somos introducidos en el mundo por adultos que
hacen, como se dice,
«las presentaciones»: «Aquí, mi hijo. Se
llama Jaime, o Ahmed. Hijo
mío, aquí el mundo,
y
no en
realidad cómo se llama: Francia o Europa, el Caribe o el Islam,
la televisión o los Derechos Humanos. Pero ese mundo existe;
formamos parte de él, más o menos, pero ahí está. Ya estaba ahí
antes que tú, con sus valores, su lenguaje, sus costumbres, sus
ritos, sus alegrías y sus sufrimientos,
y
también con sus contra-
dicciones. Ese mundo, por supuesto, no lo conozco del todo.
Por supuesto, no todos sus aspectos me parecen bien. Pero ahí
está,
y
yo formo parte de él. Formo parte de él,
y
debo introdu-
cirte en él. Debo, para empezar, enseñarte las normas de la
casa, de la
domus
que te acoge. Tendrás que someterte a ellas
y eso, sin duda, será para ti una fuente de preocupaciones y
quizá incluso de algunos tormentos. Integrarse a la
domus
siem-
pre es un poco una domesticación, un asunto de horarios a res-
petar y hábitos que adquirir, de códigos que aprender y de
obligaciones a las que hay que someterse. Es normal, al fin y al
cabo, que aquél que llega acepte algunas renuncias para tomar
parte de la vida de aquéllos que le acogen. Ése es el precio a
pagar para que te conviertas en miembro de la comunidad.»
Y
es que, según expone Daniel Hameline (1973, p. 3),
«no
se ha dado el caso de que un ser humano haya alcanzado el
estatus de adulto sin que hayan intervenido en su vida otros
seres humanos, éstos adultos».
El pequeño humano llega al
mundo generosamente provisto de potencialidades mentales,
pero esas potencialidades están muy poco estabilizadas.
El
hombre se caracteriza, nos explican los antropólogos, por su
fabulosa capacidad de aprendizaje. Pero el reverso de la meda-
lla es que el niño tendrá que aprender todo lo nacesario para
vivir con sus semejantes. Al nacer, no sabe nada, o sabe muy
poco; ha de familiarizarse con multitud de signos, acceder a
una lengua llamada «materna», inscribirse en una colectividad
determinada, aprender a identificar y respetar los ritos, las
costumbres y los valores que su entorno primero le impone
y
después le propone.
En eso se diferencia el hombre del animal: nadie ha visto
jamás una abeja demócrata. Genéticamente, la abeja es monár-
quica: su sistema político va inscrito en sus
genes y no es libre
de cuestionarlo. En cambio, ningún hombre está en esa situa-
ción: todo hombre ha de elegir sus valores, tanto en el ámbito
moral como en el social y el político. Todo hombre llega al
mundo totalmente despojado, y por eso todo hombre ha de ser
educado. La riqueza de su patrimonio
genético se empareja con
una extrema disponibilidad que es, también, una dependencia
extrema: los casos de «niños salvajes», adoptados por animales
o que han crecido alejados de los hombres
(Malson, 1979),
atestiguan la necesidad imperiosa de una gestión educativa que
acompañe la entrada del niño en el mundo. Ninguno de tales
niños, a pesar, a veces, del empeño pedagógico de educadores
modélicos, ha podido enlazar con un desarrollo normal ni in-
tegrarse en la colectividad humana. El doctor Itard, interpreta-
do y puesto en pantalla por
Francois Truffaut en
El niño salva-
je,
fue, sin duda, un hombre notable, un educador obstinado
cuyos métodos, todo sea dicho, no fueron tan dulces como los
vemos en la película, pero que, eso sí, inventó instrumentos
pedagógicos que los niños de hoy siguen utilizando en la escue-
la materna. Con todo, no alcanzó el fin que se había propuesto:
que Victor, ese niño encontrado en los bosques del Aveyron,
accediese al lenguaje articulado y a una vida social normal.
Cabe intentar, como lo han hecho algunos autores (Lane, 1979),
entender los fracasos de Itard y exponer que no supo encontrar
los métodos eficaces
...
También cabe considerar que la dificul-
tad de la tarea es tal que hace peligrar la posibilidad misma de
que un niño pueda integrarse tardíamente a la sociedad huma-
na, sin haber sido introducido en ella desde muy temprano y de
modo progresivo. En relación a eso, Daniel Hameline (1973, p.
3) atina en señalar que
«la famosa ficción imaginada por
Rudyard Kipling en su Libro de la selva sitúa, alrededor de
Mowgli, bajo la apariencia de un simbolismo animal, un entor-
no de adultos que le abren un campo para la experiencia de la
vida, le inducen a ciertos riesgos y, al mismo tiempo,
leprote-
gen: adultos que, en suma, aseguran su educación».
El niño necesita, pues, ser acogido; necesita que haya adul-
tos que le ayuden a estabilizar progresivamente las capacida-
des mentales que le ayudarán a vivir en el mundo, a adaptarse
a las dificultades con que se encuentre y a construir
él mismo,
progresivamente, sus propios saberes. Tenemos, así, que la
actitud de los progenitores, desde los primeros días de la vida,
es determinante: la sonrisa con que la madre responde a la
inquietud del bebé permite a éste disponer de un punto de re-
ferencia estable en el universo extraño que descubre; las pala-
bras repetidas regularmente despiertan su atención; los ritmos
de la vida cotidiana le estructuran progresivamente el tiempo
y le permiten construir las primeras relaciones de causa a efec-
to. Luego vienen experiencias más complejas: el reconocimiento
del propio cuerpo en el espejo, el descubrimiento, en juegos de
escondite, de que un objeto no desaparece enteramente cuando
sale del campo visual, la toma de conciencia, lenta y progresi-
va, jalonada
y
formalizada por intervenciones adultas y orga-
nizada en un espacio en el que el tanteo pueda realizarse con
plena seguridad, de que no es necesario recomenzar siempre
las mismas experiencias porque la memoria de los actos
permite ganar tiempo y eficacia. Más adelante, cuando sean
posibles los intercambios por medio del lenguaje elaborado,
podrán construirse, mediante el diálogo, verdaderos hábitos
intelectuales: la reformulación sistemática y benévola de las
expresiones equívocas favorecerá la construcción del pensa-
miento; la discusión, con ocasión de menudos incidentes de la
vida cotidiana, podrá invitar al niño a reflexionar, prever y
planificar
...
De ese modo, como la pared que el albañil ha de
apuntalar para que se sostenga mientras no pasa de ser un con-
junto de tierra
y
piedras mal ensambladas, el niño ha de bene-
ficiarse del apuntalamiento del adulto. No puede construirse a
mismo mentalmente al margen de las reclamaciones de su
entorno: es ese entorno el que, en muy gran medida, lo constru-
ye.
Y
es en este punto que, la mayor parte de las veces, se
detiene el psicólogo: afirma la importancia de las reclamacio-
nes del entorno para la construcción de la inteligencia del niño.
y puede ayudarnos, con ello, a crear situaciones educativas más
apropiadas. El sociólogo, por su parte, subraya las determina-
ciones socioculturales de ese proceso: explica por qué no todos
los medios sociales son igual de operativos en ese ejercicio
y
cómo los más favorecidos de esos medios consiguen transfor-
mar las diferencias en los modos de estructurar la inteligencia
en desigualdades que se inscriben en una jerarquía social im-
placable. Unos y otros, psicólogos y sociólogos, ponen, pues,
el acento en la importancia de la intervención educativa en la
construcción de las sociedades humanas.
Con todo,
¿no negligirán, quizá, a veces, el hecho de que
esa intervención tiene también una función decisiva de enlace
entre las generaciones? Educar no es sólo desarrollar una inte-
ligencia formal capaz de resolver problemas de gestión de la
vida cotidiana o de encararse a dificultades de orden matemá-
tico. Educar es, también, desarrollar una inteligencia histórica
capaz de discernir en qué herencias culturales se está inscrito.
<<¿De quién soy hijo o hija?», se pregunta siempre el niño. <<¿De
quién soy realmente hijo o hija?», es, a veces, el interrogante
del adolescente, en esos instantes de extraño ensoñamiento en
que imagina haber sido abandonado de pequeño en los pelda-
ños de una iglesia. He ahí un delirio inquietante para aquél que
no se cuenta de hasta qué punto la búsqueda identitaria es
también, y básicamente, una interrogación sobre los orígenes.
Es porque lo es que el niño y el adolescente no se preguntan
tan sólo quiénes son sus progenitores, sino también: <<¿De qué
soy hijo o hija? ¿De qué genealogía familiar, de qué historia
religiosa, cultural y social soy heredero?»
Porque también ahí el niño es «hecho». Así como no se ha
creado a mismo físicamente ex
nihiio,
así como no ha podido
desarrollarse psicológicamente sin un entorno educativo espe-
cífico, tampoco puede construirse como miembro de la colec-
tividad humana sin saber de dónde viene, en qué historia ha
aterrizado y qué sentido tiene esa historia. Todavía más preci-
samente: sólo puede vivir, pensar o crear algo nuevo si ha
hecho suya hasta cierto punto esa historia, si ésta le ha propor-
cionado las claves necesarias para la lectura de su entorno, para
la comprensión del comportamiento de quienes le rodean, para
la interpretación de los acontecimientos de la sociedad en la
que vive. No puede participar de la comunidad humana si no ha
encontrado en su camino las esperanzas y los temores, los arre-
batos y las inquietudes de quienes le han precedido: todos esos
rastros dejados, en ese fragmento de tierra en que vive, por
predecesores que mediante esos rastros le dan consejos que no
siempre le servirán, pero que no puede ignorar más que al
precio de repetir eternamente los mismos errores y quizá, más
grave todavía, de no comprender por qué son errores y por qué
los hombres los pagan.
Educar es, pues, introducir a un universo cultural, un uni-
verso en el que los hombres han conseguido amansar hasta
cierto punto la pasión
y
la muerte, la angustia ante el infinito,
el terror ante las propias obras, la terrible necesidad y la inmen-
sa dificultad de vivir juntos
...
un mundo en el que quedan algu-
nas «obras» a las que es posible remitirse, a veces tan sólo para
26
FRANKENSTEIN
O
EL
MITO
DE LA EDUCACIÓN
asignar palabras, sonidos o imágenes a aquello que nos ator-
menta, tan sólo para saber que no se está solo. Lascaux y el
canto gregoriano, el
Roman de Renart
y las catedrales, Rabelais
y Diderot, Leonardo da Vinci y Mozart, Picasso y Saint-John
Perse, no son más que esos elementos fijos que permiten a
aquél que llega saber dónde está, reconocerse y «decirse». Sin
ésas u otras referencias, lo que soy y experimento corre el ries-
go de no alcanzar nunca un nivel de expresión en que la inte-
ligencia pueda apropiárselo; sin eso, yo me anularía en la ex-
presión del instante, sin capacidad de pensamiento, de memo-
ria o siquiera de lenguaje.
«El nacimiento y la muerte»,
explica
Hannah Arendt (1983, p. 1 lo),
«presuponen un mundo en el
que no hay un movimiento constante; cuya durabilidad, por el
contrario, cuya relativa permanencia, posibilita aparecer y
desaparecer en él; un mundo que existía antes de la llegada del
individuo y que le sobrevivirá. Sin un mundo al que los hom-
bres vienen al nacery que abandonan al morir, no habría nada
más que el eterno retorno, la perpetuidad inmortal de la espe-
cie humana, semejante a la perpetuidad de las otras especies
animales».
Por lo demás, sin duda esa cuestión se planteaba menos
ayer, hace algunos decenios, de lo que se plantea hoy. No ha
pasado tanto tiempo desde que las diferencias de una genera-
ción a otra eran mínimas; las generaciones sucesivas se super-
ponían unas a otras en el grado suficiente para que el vínculo
transgeneracional quedase garantizado, por decirlo así, por im-
pregnación, sin que se pensara realmente en ello y sin que fuese
producto de una acción ordenada y sistemática: se sabía, en las
familias, qué eran la Ascensión y Pentecostés, o quiénes eran
tales o cuales figuras públicas de los propios tiempos
...
La
mayoría de los franceses podían decir algo sobre Robespierre
y
Danton, e incluso recitar algunos versos de Victor Hugo. De
todo eso se hablaba de vez en cuando durante las comidas,
y
eran cosas que reaparecían en las conversaciones con la fre-
cuencia suficiente para que la transmisión se realizase rnedian-
te un juego sutil de evocaciones y explicaciones. También, en
todas partes, se cultivaba el recuerdo del barrio o del pueblo
natales, de sus personajes típicos y de sus acontecimientos
LA
EDUCACIÓN NECESARIA
27
destacados.
A
veces no era gran cosa, pero bastaba para que la
generación siguiente no fuese del todo extraña a la preceden-
te
...
o para que no tuviese que redescubrirlo tardíamente por la
vía indirecta de manifestaciones folklóricas de gusto a menudo
dudoso.
Hoy, en cambio, vivimos una aceleración sin precedentes
en la historia. De una generación a otra, el entorno cultural
cambia radicalmente, hasta tal punto que la transmisión por
impregnación se ha hecho, en muchas familias, particularmen-
te difícil. La oleada de imágenes televisuales es, a veces, la
única cultura común en grupos familiares reducidos a su más
simple expresión: un conjunto de personas que utilizan la mis-
ma nevera. A falta de nada que compartir, ni comidas, ni pre-
ocupaciones, ni intereses convergentes, ni cultura común, las
relaciones entre generaciones se han
«instrumentalizado», se-
gún explica el sociólogo Alain Touraine; ya no se habla de
veras, se intercambian servicios: «Quédate en casa a cuidar de
tu hermana, y tendrás el dinero de bolsillo que pides»
...
«Ahí
tienes mi ejercicio de lengua; he hecho lo que me has pedido,
con una introducción y una conclusión y sin faltas de ortogra-
fía; ahora, me pones la nota que me corresponde y quedamos
en paz. No me pidas que, además, me interese por el texto que
me has hecho estudiar. Tu vida es tuya. La mía es mía. ¡Hace-
mos tratos comerciales, no otra cosa!»
En esas condiciones de aumento del
desfase entre genera-
ciones y de inmolación de la transmisión cultural, encontramos
a adolescentes «bólido» (Imbert,
1994), sin raíces ni historia,
sin acceso a la palabra, dedicados por entero a satisfacer impul-
sos originales. Parte de ellos son incluso susceptibles de preci-
pitarse en algún «fundamentalismo», de dejarse atrapar por
algún fanatismo sin pasado ni futuro y quedar absorbidos por
un ideal fusionario que les permita, por fin, existir dentro de un
grupo, encontrar una identidad colectiva por medio de la re-
nuncia a cualquier búsqueda de identidad social. Los peligros
de esa deriva están tan claros ante nuestros ojos que por fuerza
han de confortarnos por la convicción de que, así como somos
concebidos biológicamente por los padres, y así nos construye
psicológicamente el entorno, nuestra condición social, por su
cador moderno aplica todas sus energías y toda su inteligencia
a una tarea que juzga al mismo tiempo posible (gracias a los
saberes educativos ahora estabilizados) y extraordinaria (por-
que afecta a lo más valioso que tenemos: el hombre). El edu-
cador moderno quiere hacer del hombre una obra, su obra.
Y
su optimismo voluntarista se ve, ahí, sostenido por el
resultado de trabajos que confirman ampliamente la influencia
considerable que un individuo puede tener sobre sus semejan-
tes tan sólo por la mirada que les aplica: los psicólogos y los
psicólogos sociales destacan, en efecto, lo que denominan
«efec-
to expectativa»; subrayan hasta qué punto la imagen que pode-
mos formarnos de alguien, y que le damos a conocer, a veces
sin darnos cuenta, determina los resultados que se obtienen de
él y de su evolución. Rosenthal y Jacobson
(1980), en una obra
que tuvo gran resonancia, explican que si a unos enseñantes se
les dice que tales alumnos tienen grandes capacidades intelec-
tuales, todas las posibilidades están a favor de que obtengan de
ellos resultados excelentes, porque, convencidos de esas capa-
cidades, esos enseñantes se dirigirán a esos alumnos de un
modo diferente, con una actitud particularmente benévola sus-
ceptible de hacerles entrar en confianza gracias al respaldo a
sus esfuerzos y a la atribución de sus dificultades o fracasos a
flaquezas pasajeras fácilmente superables. Otros estudios ex-
ponen incluso que los enseñantes, cuando
í-orrijan los ejerci-
cios de esos alumnos, cribarán los errores mediante una espe-
cie de censura con objeto de que el resultado no desmienta las
certidumbres que tienen a su respecto (Noizet
&
Caverni, 1978).
Se habla, en consecuencia, de «predicción creativa» e incluso
de
<<autorrealización de profecías», aludiéndose con ello al con-
siderable poder de atracción del maestro que, decretando que
tal alumno es un «buen alumno» y comportándose con él como
si fuese tal, lo induce a modificar el comportamiento para mos-
trarse digno de la imagen que se tiene de
él. La literatura, por
lo demás, nos proporciona ejemplos de ese fenómeno, como en
esa narración de Marcel Pagnol(1988) en la que Lagneau, un
mal estudiante peculiarmente reacio a la institución escolar
y
aterrado por un padre que quiere de todas todas que triunfe en
la escuela, logra, gracias a una serie de estratagemas ideadas
por su madre, su tía y sus compañeros, que sus profesores le
vean como un buen alumno.
Y
Pagnol escribe (p. 76):
«Desde
que los profesores empezaron a tratarle como un buen alumno,
se convirtió de veras en uno: para que la gente merezca nues-
tra confianza, hay que empezarpor dársela».
Pero, claro está,
también es cierto al revés, y cada cual ha podido comprobarlo
por mismo: hay, como decía Alain, «un modo de preguntar
que mata la buena respuesta»; tenemos a aquél del que no se
espera nada bueno y que se abandona a lo peor; o está aquél del
que se dice:
«Ese chico no es inteligente» y, para no desauto-
rizar una opinión tan sentenciosamente formulada, o tan sólo
porque no se siente apoyado en los esfuerzos que intenta, se
considera obligado a hacer que se cumpla la predicción (Alain,
pp.
52
SS.).
He ahí, pues, al educador muy lejos de la impotencia a la
que a veces se le ha pretendido condenar. He ahí que es capaz
de identificar las situaciones que permiten «hacer un hombre».
He ahí, incluso, que puede conseguir que se cumplan sus pro-
pias predicciones por la sola fuerza de su mirada, por la atrac-
ción intrínseca de sus convicciones. No sorprende, pues, que,
para describir el fenómeno del «efecto expectativa», Rosenthal
y Jacobson recurriesen al mito de Pigmalión y titulasen su obra,
precisamente,
Pygmalión en la escuela.
La modernidad, en ese punto, se adscribe, y trata de reali-
zarlo a gran escala, a un proyecto que la mitología griega nos
ofrecía ya, de forma arquetípica, en la historia de Pigmalión.
Pigmalión, nos cuenta Ovidio en
Las metamorfosis,
es un es-
cultor taciturno, quizá incluso algo misántropo, que vive solo
y consagra toda su energía a la elaboración de una estatua de
marfil que representa a una mujer tan hermosa
«que no podía
deber su belleza a la naturaleza».
Una vez terminada su obra,
Pigmalión se comporta con su estatua de un modo extraño:
«la
besa e imagina que sus besos le son devueltos»,
le pone las
mejores ropas, la colma de regalos y de joyas, y por la noche se
acuesta junto a ella. Venus, la diosa del amor, que pasaba por
ahí con ocasión de unas fiestas en su honor, se conmovió ante
ese extraño cuadro
y
accedió a la petición de Pigmalión: dio
vida a la estatua, la cual, de ese modo, pudo convertirse en la
mujer del escultor
...
Dejemos de lado a 'Venus, que ahíhace que
se cumpla el anhelo del escultor, y quedémonos con el nudo de
la historia, una extraña historia de amor y de poder: un hombre
consagra toda su energía, toda su inteligencia, a «hacer» una
mujer, una mujer que ciertamente es obra suya y que sale tan
conseguida que
él
quiere como sea infundirle la vida.
El Pigmalión de Ovidio tendrá una larga descendencia li-
teraria. El propio Rousseau adaptó la historia en una «escena
lírica» de gran éxito en su tiempo. El texto, escrito en 1762, iba
acompañado de música
y
se interpretó en Lyon
y
en París,
donde, según las gacetas de la época, «la concurrencia de pú-
blico fue prodigiosa». Vemos ahí a un escultor que, frente auna
de sus estatuas, expresa, ante su creación, una multitud de sen-
timientos contradictorios: desaliento y postración cuando cons-
tata que su obra «no es más que piedra», febrilidad cuando cae
presa del deseo desbordante de llegar más allá de la sola fabri-
cación material, pánico cuando se da cuenta del sentido oculto
de sus propias intenciones, orgullo inmenso por haber logrado
un producto tan hermoso
«que supera todo lo que existe en la
naturaleza y rivaliza con la obra de los dioses»,
entusiasmo y
fascinación cuando admite
«que no se cansa de admirar su
obra, que se embriaga de amor propio
y
se adora a si mismo
en lo que ha hecho»
(1964, p. 1.226). Luego, el escultor se
embala
y
sus sentimientos se exacerban: pasión, ternura, vér-
tigo de deseo, abatimiento, ironía hacia mismo y hacia su
voluntad a la vez imperiosa e irrisoria de infundir vida al már-
mol, miedo, delirio
...
hasta que sus anhelos se cumplen, hasta
el «éxtasis» cuando la estatua, por fin, se anima:
«Si,
querido
objeto encantador; si, obra maestra digna de mis manos, de mi
corazón y de los dioses
...
eres tú, sólo eres: te he dado todo
mi ser; ya sólo viviré a través de ti»
(ibid., p. 1.231).
Pigmalión está aquí, sin duda, hecho a imagen del educa-
dor.
Y
es evidente que Rousseau, familiarizado con los asuntos
educativos, escogió el personaje sabiendo lo que hacía
...
hasta
tal punto que ciertas críticas literarias consideran sin vacila-
ción que ese breve texto desvela «aquello que el moralismo
disimula
enEmilio
y en
LaNouvelle Héloise»
(Demougin, 1994,
p. 1.276). Más allá o más acá de las intenciones pedagógicas,
se podría detectar ahí algo así como un proyecto fundacional,
una intención primera de hacer del otro una obra propia, una
obra viva que devuelva a su creador la imagen de una perfec-
ción soñada con la que poder mantener una relación amorosa
sin ninguna alteridad y consumada en una transparencia com-
pleta. Amar la propia obra es amarse a mismo porque se es
el autor,
y
es también amar a otro ser que no hay peligro que
escape, puesto que uno mismo se ha adueñado de su fabrica-
ción. Esa creación, claro está, es una aventura dolorosa cuyas
etapas se corresponden, probablemente, con los distintos mo-
vimientos musicales de la «escena lírica» de Rousseau:
ada-
gio, allegro vivace, andante, largo, scherzo
...
Obstinación en
esmerarse para que la obra sea lo más lograda posible, cólera
ante la resistencia del otro y la lentitud de sus progresos, apa-
sionamiento cuando las cosas empiezan a desbloquearse y se
siente que se está cerca del éxito, desaliento cuando se descu-
bre que, a fin de cuentas, no se ha conseguido nada, tristeza en
las expansiones sobre el propio destino, entusiasmo cuando se
expone el proyecto a quienes se quiere convencer, inquietud de
no estar a la altura de la tarea, serenidad al reemprender tran-
quilamente el trabajo
...
y
«éxtasis», a veces, cuando el otro
colma nuestros deseos
y
se acurruca dentro de nuestro proyec-
to, cuando por fin se puede amarle
y
amarse a uno mismo sin
reserva. ¿Qué educador no ha conocido esos momentos
y
no los
ha vivido con mayor o menor intensidad? Pero, también, ¿qué
educador no ha descubierto, cierto día, que, más allá de los
infrecuentes momentos de «éxtasis», no se ha conseguido nada
definitivo? La narración de Ovidio y la de Rousseau terminan
en el momento en que la estatua cobra vida. Expresan de ese
modo, sin duda, una intención que a todos nos «labra» en pro-
fundidad
...
ipero nos dejan con la criatura en brazos, y nos
obligan a conformarnos con la simple suposición de que los
personajes, seguramente, como en los cuentos de hadas, «se
casarán y tendrán muchos
hijos»! Ahora bien: en la vida, las
cosas no se interrumpen de ese modo y, después del «éxtasis»,
hay que seguir viviendo. En la vida, las estatuas, aunque sean
perfectas, si uno se arriesga a darles la vida, nunca son del todo
sosegadoras.
Bernard Shaw lo tuvo claro cuando retomó el tema de Pig-
malión en una obra teatral que tuvo un éxito considerable.
Estamos en el Londres de comienzos de siglo y asistimos a una
curiosa «experiencia pedagógica» (Shaw,
1913).
El doctor
Higgins, un especialista en fonética que vive como solterón
empedernido en un laboratorio extraño donde, valiéndose de
instrumentos curiosos e imponentes, intenta reproducir la voz
humana, acepta el reto de transformar a una florista en una
duquesa. Lo conseguirá hasta tal punto que, en una gran fiesta,
Liza será la admiración de toda la aristocracia londinense. Pero
las cosas no tardarán en complicarse: la joven va cobrando
confianza
y
le sienta mal que Higgins recuerde a su madre que
ha tomado afecto a esa joven que no es más que el «resultado
de un experimento»:
«Déjala hablar, madre. Que hable de ella
misma. Asíte darás cuenta, muy pronto, de si es capaz de tener
alguna idea que yo no le haya metido en la cabeza o de decir
alguna palabra que yo no le haya puesto en la lengua. He
fabricado esta cosa con las hojas de col que estaban tiradas y
pisoteadas en el pavimento de Covent Garden.
Y
ahora, pre-
tende hacerse conmigo la gran dama»
(Shaw,
op. cit.).
La
relación entre Liza y Higgins se hará difícil; sienten una obvia
atracción mutua, pero esa «simetría afectiva» topa una y otra
vez con la presencia tenaz de una «asimetría educativa» de la
que no pueden hacer abstracción. Se quieren, está claro, pero
Higgins ha «hecho» a Liza
y
no puede olvidarlo. En realidad,
ama su obra y su éxito educativo y no puede soportar que ese
éxito se aleje de
él.
Pigmalión nos da, pues, acceso a comprender el mito de la
educación como fabricación: todo educador, sin duda, es siem-
pre, en alguna medida, un Pigmalión que quiere dar vida a lo
que «fabrica». No hay nada censurable en eso; muy al contra-
rio: intenta crear un ser que no sea un simple producto pasivo
de sus esfuerzos sino que exista por mismo y pueda incluso
dar las gracias a su creador; porque es poco el placer,
y
la
satisfacción mínima, si se fabrica a alguien que no sea nada
más que un resultado de nuestros actos: siempre esperamos que
desborde de algún modo ese resultado
y
pueda, por ese mismo
desbordamiento, acceder a una libertad que le permita adherir-
se a lo que hemos hecho por él. Pigmalión quiere «hacer» a su
compañera, pero no quiere que su compañera sea una estatua
o, como lo dice Higgins, una
«duquesa autómata». Quiere una
compañera que, al mismo tiempo, esté hecha enteramente por
él
y se le entregue por libre voluntad.
Las cosas se complican,
y
no poco: el educador quiere «hacer
al otro», pero también quiere que el otro escape a su poder para
que entonces pueda adherirse a ese mismo poder libremente,
porque una adhesión forzada a lo que
él propone, un afecto
fingido, una sumisión por coacción, no pueden satisfacerle.
Y
se entiende que esas cosas no tengan valor para él: quiere más:
quiere el poder sobre el otro y quiere la libertad del otro de
adherirse a su poder. He ahí una aspiración enormemente com-
pleja cuyo rastro seguiremos por medio de nuevas aventuras.
Pinocho, o las chistosidades imprevistas de una marioneta
impertinente
Lo menos que puede decirse es que, con Pinocho, las aventuras
no terminan con su fabricación.
Y
no es que la fabricación
fuese un asunto reposado. Recordemos que fue de un leño lle-
gado por azar, una noche de invierno, a la casa de un
carpinteTo
llamado Maestro Cereza que nació el títere. Maestro Cereza
quería sacar del leño un pie de mesa, pero abandonó ese pro-
yecto, aterrado, cuando, tras asestar un hachazo al trozo de
madera, oyó una extraña vocecilla:
«Pero, ¿de dónde habrá
salido esa vocecilla que ha dicho "ay"
?
Aquí no hay nadie.
¡Pero no será ese pedazo de madera el que haya aprendido
a
llorar y a quejarse como un niño!»
(Collodi,
1881)
...
Y
lo
cierto es que a veces cuesta creer que el otro, ése al que que-
remos educar, al que queremos introducir, para su bien, en la
comunidad humana, pueda existir ahí, frente a nosotros, re-
sistirse a nuestra empresa emancipadora y a veces, incluso,
sufrir por su culpa. Los pueblos colonizados ya se enteraron de
eso
a
sus expensas, y del asunto conservan todavía los estig-
mas. Nuestros hijos y nuestros alumnos lo constatan, hoy, a
menudo: cuando nuestra determinación educativa se ve
respal-
dada por la certidumbre de obrar «por su interés», nos importa
poco, a fin de cuentas, saber «qué les interesa». Entonces, nos
abrimos paso «a
hachazow; imponemos, decidimos en su lu-
gar.
U
lo hacemos con razón, qué duda cabe; porque si ellos
pudieran decidir por su cuenta sobre su vida, sobre el modo de
comportarse en ella, sobre qué necesitan aprender
...
i
sería que
ya habrían completado su educación!
En cuanto a Maestro Cereza, no será él quien complete la
educación de Pinocho. Se desembaraza así que puede del incó-
modo leño dándoselo a su compadre Gepeto, el cual, precisa-
mente, ha ido a pedirle material para hacer un títere:
«He pen-
sado en fabricar, con mis propias manos, un bonito títere de
madera; un títere maravilloso, que sepa bailar, manejar una
espada
y
dar el salto mortal. Daré la vuelta al mundo con ese
títere, para ganarme mi mendrugo y mi vaso de vino».
Gepeto
no tendrá más suerte, pero pondrá más obstinación.
A
pesar de
las afrentas de que le hace víctima Pinocho en el curso de su
fabricación, a pesar incluso de la tristeza en que le sumen,
llegará hasta el final
...
Hasta el final, es decir, hasta el momento
en que se le escapa de las manos:
«Pinocha
tenía las piernas
entumecidas
y
no sabía usarlas, de modo que Gepeto lo soste-
nía de la mano y lo guiaba para que aprendiese aponer un pie
delante del otro. Cuando tuvo laspiernas bien desentumecidas,
Pinocho empezó a andar solo
y
a correr por la habitación; y,
de repente, abrió la puerta, saltó a la calle
y
huyó
...a
Empieza entonces una increíble cascada de incidentes en
los que seres extraños que salen de un bestiario fabuloso se
codean con personajes de la
commedia dell'arte
y con modes-
tos campesinos de la Toscana. El títere rebelde imaginado por
Collodi nos meterá en una serie de aventuras en las que le
seguirán millones de lectores de todo el mundo
...
millones de
lectores que han hecho de ese libro, considerado por su autor
como una
«bambinata»,
la obra más traducida y leída después
de la Biblia y del
Quijote.
Y
es que,
«¿cómo no interesarse por
ese granujilla de cabeza de madera, fuguista, robado, faméli-
co, amenazado de muerte, convertido en asno, que detesta
siempre el trabajo, se ríe de todos los buenos consejos
y
resiste
todos los golpes traicioneros?»
(Yendt, 1996, p.
5),
pregunta
Maurice Yendt, autor de una excelente adaptación teatral de
Pinocho
que rompe a propósito con la visión reduccionista y
moralizante impuesta por Walt Disney en 1940.
Lo cierto es que la historia de Pinocho termina de un modo
que puede parecer espantosamente bienpensante, con un res-
balón del que, por lo demás, el autor dijo luego no acordarse:
«;Qué ridículo era cuando era un muñeco!
;Y
qué contento
estoy de haberme convertido en un niño bueno!»
(Collodi,
op.
cit.).
Pero Pinocho no era tan ridículo cuando era un títere.
Simplemente tenía problemas para vivir, para «encontrar su
camino» como decimos a veces, para «situarse en el yo» como
deberíamos decir. Porque «situarse en el
yo» no es fácil, en
especial si se es un títere, un objeto fabricado por mano del
hombre e ideado, precisamente, para ser manipulado.
No es, pues, casual que, con su padre encarcelado por su
culpa, después de haberle sometido a sus caprichos alimenta-
rios y de haberse vendido el alfabeto que le había comprado con
las pocas monedas que había sacado de vender su vieja chaque-
ta, la primera aventura de Pinocho tenga lugar en un teatro de
marionetas. No es casual que allí Pinocho sea acogido por un
grupo de marionetas como uno de los suyos:
«j
Es Pinocho!
;Es
Pinocho!, chillan a coro los títeres, saltando desde detrás del
telón. ¡ES Pinocho! ¡ES nuestro hermano Pinocho! ¡Viva
Pinocho!
...
».
Su historia, es decir, en realidad, las aventuras
que vivirá lejos de su padre, empiezan ahí, entre los suyos;
incluso salva de la muerte a uno de ellos, marcando así, al
mismo tiempo, su pertenencia y su diferencia: Pinocho es un
títere y otros le tiran de los cordeles
...
pero, en realidad, está
hecho de otra madera, de la madera de que estamos hechos
todos.
Es, pues, como marioneta que Pinocho vivirá sus numero-
sas aventuras, manipulado sucesivamente por el Zorro
y
el
Gato, por un juez que le acusa de un delito que no ha cometido,
por sus compañeros de clase, por el presentador del País de los
Juguetes, por el director de circo que le hace actuar como el
asno en que se ha convertido. También es manipulado
(iy de
qué modo!) por «la niña de pelo azul», la que más adelante se
convertirá en el hada, la que
él querría que fuese su madre; la
que, hábilmente, le hace comer unos terrones de azúcar para
después hacerle ingerir una poción maligna, la que no vacilará
en hacerse pasar por muerta cuando querrá castigarle por
ha-
berla abandonado.
Pero, en realidad, todas esas manipulaciones no tienen
demasiada importancia. En el fondo, incluso, sólo son posibles
porque Pinocho, en cierto modo, está manipulado desde den-
tro. Es prisionero de él mismo. Está encerrado en un dilema
infernal que le induce siempre a prometer y a no cumplir lo
prometido, un dilema que le impide, precisamente, «situarse en
el yo»: «Dar gusto al otro o dárselo a uno mismo». Es porque
quiere dar gusto a su padre que acepta ir a la escuela, y es
porque no puede resistirse al placer de la música de los pífanos
que no va. Es porque quiere dar gusto al hada que promete una
y otra vez que será un niño bueno, y es porque no puede resis-
tirse a su propio placer que parte hacia el País de los Juguetes.
De ese modo, se pasa el tiempo lamentando las faltas que ha
cometido, autoacusándose de sus desgracias
...
y volviendo a
las andadas:
«¡Me está bien!
...
¡Vaya si me está bien! He que-
rido hacer el vago, hacer de vagabundo
...
He querido seguir
los consejos de falsos amigos, de gente mala, ypor eso la mala
suerte me persigue.
Si
hubiese sido un niño bueno, como hay
tantos, si hubiese tenido ganas de estudiar y de trabajar, si me
hubiese quedado en casa del pobre papá, ahora no estaría
aqui, en medio de los campos, haciendo de perro guardián a
la puerta de un campesino.
iOh! ¡Si pudiera nacerpor segun-
da vez!
...
Pero es demadiado tarde
...
»
No se puede nacer por segunda vez; dicen. El final de la
historia parece un segundo nacimiento. Pinocho reencuentra
por fin a Gepeto, en el vientre del gran tiburón. El padre se cree
prisionero para siempre de la boca tenebrosa. Apresado y con-
denado a muerte: los víveres y las velas que quedaban de un
barco tragado por el tiburón se están terminando. Y Pinocho,
con dulzura, dice a su padre:
«Sígueme y no tengas miedo.
..
».
Ya no hay ahí una «competición de gustos». Ya no es cosa de
quejarse ni de entusiasmarse. Hay que calmarse. Hay que to-
mar la situación en mano. Hay que salir de ahí
...
del tiburón, y
del aprisionamiento en el dilema de los gustos: «Dar gusto al
otro o dárselo a uno mismo
...
No escoger nunca de veras y
lamentarse siempre
...
Decidir
y
no cumplir». Ahora ya no es
cosa de ver cómo satisfacer los deseos del adulto para final-
mente ceder a los propios caprichos. Hay un cambio de regis-
tro. Se llega ahí a una cosa extraña, nueva, a algo así como «la
voluntad». «Situarse en el
yo.» No ser ya tan sólo el «tú>> de otra
persona, dócil o rebelde pero siempre dependiente. No ser ya,
tampoco, el «tú» de uno mismo, que cede a la excitación del
momento, que se autoconcede la ilusión de la libertad cuando
sólo es prisionero de los impulsos inmediatos. Hay que salir del
imaginario en el que nada es posible porque se piensa que todo
es posible: satisfacer siempre a uno mismo y a los demás, re-
crearse en la pereza y comer hasta la saciedad, ejercer el poder
y ser querido de todos, ser a la vez hijo, hermano y amante de
la madre, ser alguien que sólo hace lo que le viene en gana y que
a la vez quiere mostrarse digno de su padre. «Situarse en el
yo»
es salir de todo eso, al menos por un momento
...
Y habría que
decir: «situarse en el yo» como se dice «vestirse de punta en
blanco»: arreglarse la ropa, echar un vistazo sereno alrededor,
olvidar por un instante los propios miedos y fantasmas, pensar
a
fondo en lo que se hace, tragar saliva y... dar el paso:
«Dame
la mano, papá,
y
cuidado, no resbales
...
»
Pinocho, ahora, ya no es un títere. No invoca la fatalidad,
no se echa a gritar ni a llorar, ni a patalear exigiendo que al-
guien le saque de ahí. No incrimina a nadie, no gime por $u
mala suerte. Ya no se autoacusa inútilmente, como ha hecho
tantas veces, de ser un
«niño malo». Pinocho ha crecido: ya no
responde a las expectativas de los adultos ni con melindres de
niño formalito ni con el pánico de no dar la talla. Ya no está
encerrado en el balanceo infernal entre el buen alumno estu-
dioso que complace a todo el mundo exhibiendo los resultados
que se esperan de él y el desaplicado profesional cuya ocurren-
cia o impertinencia ya no sorprenden a nadie. Escapa de las
imágenes, de lo ya visto, de lo previsible, de lo que todos espe-
ran: se atreve a un gesto que procede de otra parte, es decir, que
procede, en el fondo, de
él mismo
...
un gesto que no le es
dictado por los demás,'un gesto que no ha hecho nunca y que
no sabe hacer, pero que debe hacer precisamente para aprender
40
FRANKENSTE~N
O
EL MITO
DE
LA
EDUCACIÓN
a hacerlo
...
En suma: un gesto con eI que «se sitúa en el yo».
«Profesor, ¿me deja que intente hacer un poema, explicar un
teorema, o mirar por el microscopio? De no se ha esperado
nunca nada bueno; siempre he fracasado y todo el 'mundo se
burla de mí, pero hoy quisiera probar».
«Súbete a caballo sobre mis hombros
y
sujétate fuerte a mí.
Yo me encargo del resto»,
dice Pinocho a su padre.
<<Así que
Gepeto estuvo bien instalado sobre los hombros de su hijo,
Pinocho, seguro de lo que hacía, se lanzó al ag~ta y echó
n
nadar...».
Ha quedado muy atrás el pilluelo inconstante y ca-
prichoso en el que nadie hubiera confiado. En su lugar hay un
niño resuelto que no vacila en afirmar su voluntad, con sereni-
dad
y
sin violencia; un niño que ha abandonado las gesticula-
ciones desordenadas
y
los impulsos contradictorios
...
para
cumplir por fin un acto verdadero; «un acto de valentía», dirán
algunos; quizá sea, simplemente, «un gesto de
hombre».
El
resto es anecdótico: Pinocho y su padre encuentran un
techo, una modesta cabaña. Pinocho se pone a trabajar. Gana
un poco de dinero y supera la nueva
pi-ueba que el hada le pone:
acepta sacrificar su dinero para cuidarla y salvarla. Ella, claro,
no estaba enferma: «iba de risa», como dicen los niños; sólo
pretendía manipular a Pinocho un poco más: los adultos nece-
sitan a veces esas cosas para saber que les quieren y sentir que
existen. Como recompensa (los adultos suelen confundir el
aqor
y
el comercio), el hada lo perdona todo y se opera la
metamorfosis:
«Pinocha
fue a mirarse en el espejo
y
creyd ver
a alguien que no era
él.
Ya no era la imagen acostumbrada de
una marioneta de madera la que se reflejaba allí, sino la ima-
gen viva e inteligente de un guapo niño de pelo castaño, de ojos
azules, de aire vivo y alegre como una
nzañana de Pentecos-
tés».
Una mañana de Pentecostés. Un día de primavera en que el
Espíritu desciende sobre los hombres; en que los títeres se
convierten en niños porque escapan al mismo tiempo al poder
de su educador y a las trampas de su imaginación; un día, en
cierto modo, en que la educación adviene
...
Pero, en la vida, no
hay hada ni hay tiburón, o al menos no a menudo.
U,
en la vida,
la
educación no adviene por milagro un día de Pentecostés. Hay
que intentar, con obstinación, que venga en lo cotidiano
...
iU
eso ya es otro asunto!
Del Golem a Robocop, pasando por Julio Verne,
H.
Pritz Lang y muchos otros,
o
la extraña persisten
proyecto paradbjics
Con Pigmalión y con Pinocho se expresa, pues, una misma
intención, pese a las considerables diferencias que los con-
traponen en muchos aspectos: tanto el prestigioso mármol
del escultor antiguo como el vulgar leño del carpintero tos-
cano son materiales que se ofrecen a la mano del hombre,
y
este pone en ellos lo mejor de mismo.
Ea
forma humana,
por mediación de una diosa
o
en virtud de algún poder que
le es propio, se anima y vive, expresa incluso sentimientos
hacia su creador
...
En ambos casos, en realidad, se revela una
misma esperanza: acceder al secreto de la fabricación de lo
humano.
Si examinamos con atención la historia de la literatura y del
cine, nos damos cuenta de que hay toda una serie de obras que
intentan penetrar el mismo secreto. Esas obras, según
demues-
traPhilippe Breton
(1995)
en su
trabajo:^
l'image de I'homnze:
du Golem aux créatures virtuelles,
constituyen
un
conjunto
absolutamente específico y hay que distinguirlas de aquellas
otras que abordan la relación del hombre con Dios, lo absoluto,
el conocimiento o el amor. Fausto o Sísifo, Moby Dick o la
princesa de
Cleves, nos muestran situaciones en que el hombre,
enfrentado a dilemas radicales, ha de decidir su destino jugan-
do fuerte. Pero los héroes, en estos casos, no tienen por tarea
«hacer un hombre». Pues bien:
«para entender
la
unidadpro-
funda de los seres artificiales
y
percibir mejor la frontera que
los separa de otros seres de ficción, el método más simple es
quizá tomarse las distintas narraciones
alpie de Ea letra, en el
nivel en que son más explícitas. Desde esa perspectiva concre-
ta, que moviliza simplemente una competencia como lector, se
diferencian bastante bien de los demás seres fantásticos. Por
otra parte, esos seres no son
ni
hombres
ni
dioses, y por otra
a hacerlo
...
En suma: un gesto con el que «se sitúa en el yo».
«Profesor, ¿me deja que intente hacer un poema, explicar un
teorema, o mirar por el microscopio? De no se ha esperado
nunca nada bueno; siempre he fracasado y todo el 'mundo se
burla de mí, pero hoy quisiera probar».
«Súbete a caballo sobre mis hombros y sujétatefuerte a mi
Yo me encargo del resto»,
dice Pinocho a su padre.
«Asi que
Gepeto estuvo bien instalado sobre los hombros de su hijo,
Pinocho, seguro de
20
que lzacía, se Lanzó al agua y echó
n
nadar...».
Ha quedado muy atrás el pilluelo inconstante y ca-
prichoso en el que nadie hubiera confiado. En su lugar hay un
niño resuelto que no vacila en afirmar su voluntad, con sereni-
dad y sin violencia; un niño que ha abandonado las gesticula-
ciones desordenadas y los impulsos contradictorios
...
para
cumplir por fin un acto verdadero; «un acto de valentía», dirán
algunos; quizá sea, simplemente, «un gesto de
hombre».
El resto es anecdótico: Pinocho y su padre encuentran un
techo, una modesta cabaña. Pinocho se pone
a
trabajar. Gana
un poco de dinero
y
supera la nueva prueba que el hada le pone:
acepta sacrificar su dinero para cuidarla
y
salvarla. Ella, claro,
no estaba enferma: «iba de risa», como dicen los niños; sólo
pretendía manipular a Pinocho un poco más: los adultos nece-
sitan a veces esas cosas para saber que les quieren y sentir que
existen. Como recompensa (los adultos suelen confundir el
arpor y el comercio), el hada lo perdona todo y se opera la
metamorfosis:
«Pinocha
fue a mirarse en el espejo y creyó ver
a alguien que no era
él.
Ya no era la imagen acostumbrada de
una marioneta de madera la que se reflejaba al16 sino la ima-
gen viva e inteligente de un guapo niño de pelo castaño, de ojos
azules, de aire vivo
y
alegre como una mañana de Pentecos-
tés».
Una mañana de Pentecostés. Un día de primavera en que el
Espíritu desciende sobre los hombres; en que los títeres se
convierten en niños porque escapan al mismo tiempo al poder
de su educador y a las trampas de su imaginación; un día, en
cierto modo, en que la educación adviene
...
Pero, en la vida,
no
hay hada ni hay tiburón, o al menos no a menudo.
U,
en la vida,
la educacih no adviene por milagro un día de Pentecostés. Hay
que intentar, con obstinación, que venga en lo cotidiano
...
iU
eso ya es otro asunto!
Del Golem a Robocop, pasando por
Julio
Verne,
H.
Fritz Lang
y
muchos otros, o
la
extraña persisten
Con Pigmalión y con Pinocho se expresa, pues, una misma
intención, pese a las considerables diferencias que los con-
traponen en muchos aspectos: tanto el prestigioso mármol
del escultor antiguo como el vulgar leño del carpintero tos-
cano son materiales que se
ofrecen a la mano del hombre,
y
éste pone en ellos ]lo mejor de mismo. La forma humana,
por mediación de una diosa o en virtind de algún poder que
le es propio, se anima
y
vive, expresa incluso sentimientos
hacia su creador
...
En ambos casos, en realidad, se revela una
misma esp
secreto de la fabricación de lo
humano.
Si examinamos con atención la historia de la literatura y
del
cine, nos damos cuenta de que hay toda una serie de obras que
intentan penetrar el mismo secreto. Esas obras, según demues-
tra Philippe Breton
(1995)
en su trabajo:
A
l
'image de
l
'homme:
du Golern aux créatures virtuelles,
constituyen un conjunto
absolutamente específico y hay que distinguirlas de aquellas
otras que abordan la relación del hombre con Dios, lo absoluto,
el conocimiento o el amor. Fausto o Sísifo, Moby Dick o la
princesa de Cleves, nos muestran situaciones en que el hombre,
enfrentado a dilemas radicales, ha de decidir su destino jugan-
do fuerte. Pero los héroes, en estos casos, no tienen por
tarea
«hacer un hombre». Pues bien:
«para entender la unidadpro-
funda de los seres artificiales y percibir mejor la frontera que
los separa de otros seres de ficción, el método más simple es
quizá tomarse las distintas narraciones al pie de la letra, en
e1
nivel en que son más explícitas. Desde esa perspectiva concre-
ta, que moviliza simplemente una competencia como lector, se
diferencian bastante bien
de
los demás sere& fantci~ticos. Por
otra parte, esos seres no son
ni
hombres ni dioses, y por otra
parte son concebidos por los hombres a imagen del hombre»
(Breton, 1995, p. 46).
Desde esa perspectiva, es probable que, al margen de algu-
nos ejemplos, por lo demás poco recordados en la historia, de
estatuas animadas en el mundo antiguo, la primera figura real-
mente notable, junto a la de Pigmalión, sea la del Golem en la
tradición judía. Según explica Borges, el mito del Golem se
inscribe en la perspectiva cabalística:
«Nada casual podemos
admitir en un libro dictado por una inteligencia divina, ni
siquiera el número de las palabras o el orden de los signos
[...l.
Los cabalistas hubieran aprobado ese dictamen; uno de
los secretos que buscaron en el texto divino fue la creación de
seres orgánicos»
(1967, p. 104). Encontramos, en los textos
del Sefer Jezira, que la tradición hace remontar al siglo
III
d.C.
la idea de que la Biblia puede permitir la comprensión del
universo si se la considera como una combinación muy espe-
cial de caracteres que desvela, más allá del mensaje explícito
que vehiculiza, indicaciones precisas sobre la estructura del
mundo y proporciona prescripciones para reproducir el acto
creativo. Remitiéndose a esa idea, numerosos textos, desde el
siglo
XII,
incorporan la figura del Golem; en su mayor parte,
explican que el rabino debe empezar por modelar un ser con
arcilla roja
y
luego, para darle vida, grabarle en la frente, en
hebreo, la palabra «verdad»,
Emet.
El ser, entonces, se anima
y se convierte en un sirviente dócil capaz de cumplir toda clase
de tareas difíciles, en particular las que contribuyan a la super-
vivencia de la comunidad judía: es constructor de muros, guar-
dián en la noche, portador de sellos, suministrador de agua a las
familias
...
y Walt Disney, decididamente atraído por los seres
artificiales, lo convertirá además en un «aprendiz de brujo»,
adaptando el relato de Goethe. El Golem crece aprisa, se con-
vierte en un verdadero gigante y adquiere el aspecto de un
monstruo que su amo ya no controla. Para destruirlo, ha de
borrar la primera letra de la palabra grabada en la frente, por-
que entonces sólo queda la palabra
Met,
que significa «muer-
te», y el Golem se convierte en lo que había sido, un montón de
barro.
La celebridad del Golem en Occidente se debe sobre todo,
nos recuerda Borges, a la obra de 1915 del escritor austríaco
Gustav Meyrink,
El Golem.
Meyrink da una versión particular
del mito:
«El origen de la historia remonta al siglo
XVII.
Según
perdidas fórmulas de la cábala, un rabino [el rabino Loew, de
Praga] construyó un hombre artificial para que éste tañera las
campanas en la sinagoga e hiciera los trabajos pesados. No
era, sin
embargo, un hombre como los otros
y
apenas lo ani-
maba una vida sorda y vegetativa. Ésta duraba hasta la noche
y debía su virtud al
influjo de una inscripción mágica, que le
ponían detrás de los dientes y que atraía las libres fuerzas
siderales del universo. Una tarde, antes de la oración de la
noche, el rabino se olvidó de sacar el sello de la boca del
Golem y éste cayó en un frenesí, corriópor las callejas oscuras
y destrozó a quienes se le pusieron por delante. El rabino, al
fin, lo atrajo
y
rompió el sello que lo animaba.
La
criatura se
desplomó. Sólo quedó la raquítica figura de barro, que aún
hoy se muestra en la sinagoga de Praga.
»
(Meyrink,
El Golem,
en traducción de Borges,
cit.,
pp. 105-106).
La novela onírica de Meyrink no está exenta de un cierto
antisemitismo, que encontramos en autores que evocan al Golem
para denunciar la sed humana de poder encarnada, en particu-
lar, por el pueblo judío. Para muchos de los herederos del ro-
manticismo alemán, el mito del Golem es específicamente un
«mito judío» que ilustra la ambición desmesurada de ese pue-
blo que quiere someter el universo a sus leyes. Reminiscencias
como ésa, por desgracia, siguen hoy vigentes y a menudo pasan
desapercibidas. En la película de Fritz Lang
Metrópolis,
que es
el arquetipo de muchas películas de ciencia ficción, puede
observarse que hay una estrella judía grabada en la puerta de la
casa del sabio que crea la mujer autómata que ha de suplantar
a María, dulce egeria idealista, para arrastrar a la rebelión a los
trabajadores sojuzgados bajo tierra.
Pero no vayamos a creer que el tema del Golem sólo haya
sido objeto de tratamientos antisemitas en denuncia del poder
abusivo de los judíos como manipuladores de extraños secretos
para dominar el mundo: en
1928,
Chaim Bloch publica sobre
el Golem un conjunto de relatos con el que muestra el carácter
extremadamente sutil y ambiguo del mito: ese ser no es primor-
dialmente un instrumento de poder, sino sobre todo un medio
de protección contra las agresiones injustificadas de que son
víctimas los judíos; el crearlo es, pues, un acto por el cual un
pueblo amenazado intenta sobrevivir; el rabino, cuando indaga
los secretos de su fabricación, persigue el misterio de sus orí-
genes y busca, sobre todo, garantizar el futuro sin que, con ello,
pretenda jamás igualarse a Dios. Recientemente, en 1984, el
escritor Isaac Bashevis Singer publicó una obra para niños
titulada, de nuevo,
El Golem,
en la que presenta a la criatura
como un «genio benéfico» que ayuda a los judíos de Praga a
escapar a su aislamiento y a encontrar su espacio en las convul-
siones políticas del Renacimiento
...
Y,
ya en 18 12, el escritor
romántico alemán Joachim von Arnim, en una extraña y sober-
bia novela,
Isabel de Egipto,
había empleado el tema del Golem
en paralelismo con el mito, éste completamente ajeno a la tra-
dición judía, de la mandrágora. En ese texto, del que André
Breton dijo que
«logra traducir admirablemente las irrupciones
del inconsciente y del sueño en un mundo real», el autor nos
cuenta la historia de una joven bohemia que, por la lectura de
los pergaminos de su padre, consigue fabricarse un servidor a
partir de una raíz de mandrágora. La raíz es producto de las
«lágrimas» (es decir, en realidad, del semen) de un ahorcado y
ha de ser arrancada una noche de viernes por una joven virgen
de corazón puro que utilice para ello sus propios cabellos y se
valga de la ayuda de un perro negro. Una vez realizada esa
operación, después de algunas otras manipulaciones misterio-
sas la mandrágora se convierte en un servidor celoso capaz de
proporcionar a su amo el poder, la riqueza y la gloria. En la
novela de Arnim, Isabel quiere utilizarlo, en especial, para
seducir al futuro Carlos
V,
que una noche pasó fugazmente por
su dormitorio y por el que desde entonces siente un amor abso-
luto. Pero las maquinaciones del hombre-raíz, aliado con la
vieja bohemia Braka, desencadenan acontecimientos impre-
vistos: el hombre-raíz intenta suscitar los celos del príncipe
haciéndose pasar por el prometido de Isabel
...
y, por un curioso
juego de espejo, el príncipe, para poner a prueba el amor de
Isabel, acude a un viejo sabio judío al que pide que cree un
Golem, una falsa Isabel. Con una hábil estratagema, en una
barraca de linterna mágica, el sabio toma, en cierto modo, las
huellas de Isabel, fabrica una estatua, en la que escribe la pa-
labra sagrada,
y
la entrega al príncipe, el cual intenterá que
sustituya a la verdadera lsabel frente al hombre-raíz, con la
esperanza de que la horrible mandrágora muera ahogada por el
monstruo de arcilla, que crecerá desmesuradamente. Pero una
vez más las maquinaciones fallan: concluyamos que, sean
Golem o sean mandrágora, los seres ideados por los hombres
para servirles no se dejan dominar fácilmente.
Queda claro que el te
tenece
-
de
-.
modo espeXfi
especial;
.-
queda claro, también, que siempre remite al mismo
proyecto, y que ese proyecto siempre comporta peligros ex-
traordinarios: el Golem crece de tal modo que, a veces, causa
catástrofes que ya no es fácil detener; la mandrágora, tarde o
temprano, querrá para ella el poder y la riqueza que se supone
á
a veces,
y
no falta en ello
creador su propia creación
y a amenazarlo:
«i
Por qué, con tus hechizos infernales, me
arrancaste a la tranquilidad de mi vida anterior? El sol y la
luna brillaban para
mísin artificio; me despertaba conpensa-
mientos apacibles, ypor la noche juntaba las hojaspara rezar.
No veía nada malo, porque no tenía ojos; no oía nada malo,
porque no tenía 0rejas;pero me vengaré.
..
J...]
Te darédinero
para que satisfagas todos tus deseos, te traeré tantos tesoros
como me pidas, pero todo lo haré para que te pierdas
...
[...]
Desdicha para las razas venideras. Me has traído al mundo
por medios infernales y no podré escapar a él más que el día
del
juiciofinal»
(Arnim,
op. cit.).
Encontraríamos palabras de
ese estilo en boca de la mayoría de los seres nacidos por mano
del hombre a los que éste haya querido infundir vida: el engen-
dro,
«laicizado» (Breton, 1995), desgajado de la imaginería
mágica y recuperado por la imaginería científica, recorre la
narración pidiéndole cuentas a su creador y escapando siste-
máticamente a su poder.
La Eva futura,
de Villiers de 1'Isle-
Adam, nacida de la unión del amor con la electricidad, conce-
bida por un ingeniero llamado Edison, no tiene nada que envi-
diar, en ese aspecto, a la cantante fantasma imaginada por
Julio

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5-Varela y Alvarez Uria Arqueología de la escuela Cap 1.pdf
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